Se marchó por la mañana muy temprano. Y yo ese día tenía que ir a Neuilly a hacerme cargo de la niña. Llamé hacia las tres de la tarde al timbre de la casa de los Valadier. Me abrió Véra Valadier. Parecía extrañada de verme. Ni que la hubiera despertado y se hubiera vestido a toda prisa.
—No sabía que también viniera los jueves.
Y cuando le pregunté si estaba la pequeña me dijo que no. Ella todavía no había vuelto de la escuela. Sin embargo, era jueves y no había escuela. Pero me explicó que los jueves las internas jugaban toda la tarde en el patio y que la niña estaba con ellas. Noté que Véra Valadier nunca se refería a ella por su nombre, y su marido tampoco. Ambos decían «ella». Y cuando llamaban a su hija le decían simplemente: ¿Dónde estás? ¿Qué andas haciendo? Pero su nombre jamás les venía a la boca. Después de todos estos años, yo misma ya no sería capaz de decir cuál era. Se me ha olvidado y termino por preguntarme sí lo he sabido alguna vez.
Me dijo que pasara a la sala de la planta baja donde el señor Valadier solía telefonear, sentado en la esquina de su escritorio. ¿Por qué había dejado a su hija en la escuela con las internas un día sin clase? No pude por menos de preguntárselo.
—Pero si le encanta quedarse allí los jueves por la tarde…
En su día, también mi madre decía una frase por el estilo, y siempre en circunstancias en que estaba yo tan desesperada que me entraban ganas de respirar del frasco de éter.
—Puede ir a buscarla en un momento… Si no, ella estará tan contenta volviendo sola… ¿Me disculpa un instante?
Mostraba cierto desasosiego en la voz y las facciones del rostro. Salió muy deprisa dejándome en aquella sala donde no había el menor asiento. Tentada estuve de sentarme, como el señor Valadier, en la esquina del escritorio. Un escritorio macizo de madera clara con dos cajones a cada lado y el tablero forrado de cuero. Encima del escritorio, ni un solo folio, un simple lapicero. Nada más que un teléfono. A lo mejor el señor Valadier guardaba las carpetas en los cajones. No pude reprimir la curiosidad y fui abriendo y cerrando uno a uno los cajones. Estaban vacíos, menos uno que albergaba varias tarjetas de visita desperdigadas a nombre de «Michel Valadier», aunque la dirección indicada no era la de Neuilly.
De la escalera me llegaban los gritos de una discusión. Reconocí la voz de la señora Valadier y me chocaba oírla diciendo palabras bastante soeces, aunque a ratos su voz era lastimera. Le contestaba una voz de hombre. Pasaron por el marco de la puerta. La voz de la señora Valadier se apaciguó. Ahora hablaban bajito en el vestíbulo. Luego sonó un portazo y, desde la ventana, pude ver cómo se alejaba un joven moreno de muy escasa estatura, con chaqueta de ante y pañuelo de cuello. Ella regresó al despacho.
—Disculpe que la haya dejado sola…
Se acercó a mí, y yo le notaba en la mirada que deseaba pedirme algo.
—¿Podría ayudarme a recoger un poco?
Me hizo seguirla por la escalera y subí tras ella los escalones hasta el primer piso. Entramos en un dormitorio grande con una cama muy ancha y baja al fondo. Era, por cierto, el único mueble de la habitación. La cama estaba deshecha, una bandeja en la mesilla, con dos copas y una botella de champán abierta. El corcho estaba bien visible en medio de la moqueta gris. La manta, colgando a los pies de la cama. Las sábanas estaban arrugadas, las almohadas, repartidas por la cama, y encima, al retortero, una bata de caballero de seda azul oscuro, una combinación y unas medias. En el suelo, un cenicero repleto de colillas.
La señora Valadier fue a abrir las dos ventanas. Flotaba en el ambiente un olor algo nauseabundo, una mezcla de perfume y tabaco rubio, un olor a gente que ha estado mucho tiempo en la misma habitación y la misma cama.
Cogió la bata azul y me dijo:
—Tengo que colocarla en el armario de mi marido.
Cuando volvió, me preguntó si quería ayudarla a hacer la cama. Prodigaba gestos rápidos y bruscos para estirar las sábanas y la manta, como si temiera que alguien la sorprendiera, y me costaba seguirle el ritmo. Ocultó la combinación y las medias debajo de una almohada. Terminamos de poner la colcha y clavó la mirada en la bandeja.
—Ah… Se me había olvidado…
Cogió la botella de champán y las dos copas y abrió un armario empotrado donde estaban guardados un montón de pares de zapatos. Nunca había visto tantos: zapatos de salón de diferentes colores, bailarinas, botas… Metió la botella y las dos copas bien al fondo del estante superior y volvió a cerrar el armario. Ni que estuviera escondiendo a toda prisa pruebas comprometedoras antes de que llegara la policía. Quedaban el cenicero y el corcho de la botella de chamán. Los recogí yo. Me los quitó de las manos y entró en el cuarto de baño, que tenía la puerta abierta. Se oyó el ruido de una cisterna.
Me miraba fijamente de un modo extraño. Quería decirme algo, pero no le dio tiempo. Por las ventanas abiertas subía el ruido de un motor diésel. Se asomó a una de las ventanas. Yo estaba justo detrás de ella. Abajo estaba saliendo de un taxi el señor Valadier. Llevaba una bolsa de viaje y una cartera de cuero negro.
Cuando fuimos a su encuentro ya estaba hablando por teléfono, sentado en su escritorio, y nos hizo un gesto con el brazo. Después colgó. La señora Valadier le preguntó si había tenido un buen viaje.
—No muy bueno precisamente, Véra.
Ella meneó la cabeza con aire pensativo.
—Pero, por lo menos, ¿estás tranquilo?
—En conjunto, sí, pero sigue habiendo algunos detalles que no cuadran.
Se volvió hacia mí y me sonrió.
—¿Ella no tiene clase hoy?
Se refería a su hija, pero me parecía que la cuestión no le interesaba lo más mínimo y que preguntaba por ser educado conmigo.
—La dejé en la escuela con las internas —contestó la señora Valadier.
El señor Valadier se quitó el abrigo azul marino y lo puso sobre la bolsa de viaje, a los pies del escritorio. Su mujer le explicó que yo quería ir a buscar a la niña a la escuela.
—Sabe, puede volver sola perfectamente…
Tenía una voz muy dulce y no dejaba de sonreírme. En definitiva, pensaba como su mujer.
—Hay un tema sobre el que nos gustaría decirle algo, respecto a nuestro hija —me dijo la señora Valadier—. A ella le gustaría tener un perro.
El señor Valadier seguía sentado en la esquina del escritorio. Balanceaba una de sus piernas con movimiento regular. Pero ¿dónde podían sentarse las visitas que recibía en aquel despacho? ¿Sacaba quizá sillas de camping? Aunque a mí más bien me daba la impresión de que por allí no iba nunca nadie.
—Ha de explicarle, por favor, que no es posible —dijo Véra Valadier.
Parecía horrorizada ante la idea de que en aquella casa pudiera colárseles un perro.
—¿Se lo va a explicar ahora?
Había en sus ojos tanta inquietud que no pude por menos de decirle:
—Sí, señora.
Me sonrió. Resultaba evidente que acababa de quitarle un buen peso de encima.
—Ya le dije que no me llamara señora, sino Véra.
Se hallaba junto a su marido, apoyada en el escritorio.
—La verdad es que sería mucho más sencillo si nos llamara a los dos Véra y Michel.
Su marido también me sonreía. Allí estaban, frente a mí, aún bastante jóvenes y, tanto una como otro, con la cara lisa.
Para mí el mal fario y los malos recuerdos se resumían únicamente en un solo rostro, el de mi madre. En cuanto a la cría, debería afrontar a aquellas dos personas, con sus sonrisas y sus caras lisas, como las que a veces nos sorprende ver en esos criminales que se han pasado mucho tiempo sin castigo.
El señor Valadier se sacaba del bolsillo de la chaqueta un purito y se lo encendía con un mechero. Le daba una calada y echaba el humo pensativo. Se volvía hacia mí.
—Cuento con usted para el rollo este del perro.
*
Enseguida vi a la cría. Estaba sentada en el banco leyendo una revista ilustrada. Alrededor de ella y dispersas por el patio de la escuela, una veintena de niñas más mayores. Las internas. Ella no les hacía el menor caso, como si se hubiera pasado el día esperando sin saber qué pintaba ella allí. Pareció sorprendida de que fuera a buscarla tan pronto.
Íbamos andando por la rue de la Ferme.
—No hay por qué volver enseguida a casa —me dijo.
Llegamos al final de la calle y nos metimos por esa parte del bosque de Boulogne donde hay plantados pinos. Resultaba raro ir andando a media tarde de noviembre entre aquellos árboles que sugerían el verano y el mar. A su edad, yo tampoco quería volver a casa. Pero ¿podía llamarse casa a aquel gigantesco piso donde había ido a parar con mi madre, sin entender por qué vivía allí ella? Cuando me llevó por primera vez, creí que era la casa de unos amigos suyos, y me extrañó que nos quedáramos allí, por la noche, las dos —«Voy a enseñarte tu cuarto», me comunicó. Y, al llegar el momento de ir a acostarme, no las tenía todas conmigo. En aquella habitación vacía tan grande y aquella cama demasiado ancha me esperaba ver entrar a alguien preguntándome qué hacía yo allí. Sí, era como si adivinara que mi madre y yo no teníamos auténtico derecho a instalarnos en aquel lugar.
—¿Vives hace mucho en la casa? —pregunté a la cría.
Ya estaba allí a principios de año. Pero no recordaba muy bien dónde vivía antes. Lo que más me chocó la primera vez que fui a casa de los Valadier fueron todas las habitaciones vacías, y me hicieron pensar en el piso en que viví con mi madre a la misma edad que la cría. Me acordaba de que en la pared de la cocina había clavado un tablero con señales luminosas y placas blancas donde ponía, en letras negras: COMEDOR, DESPACHO, ENTRADA, SALÓN… y leí también: HABITACIÓN DE LOS NIÑOS. Pero ¿qué niños eran ésos? Iban a regresar de un momento a otro y preguntarme qué hacía yo en su cuarto.
Estaba anocheciendo y a la niña le hubiera gustado retrasar la hora del regreso. Nos habíamos alejado del domicilio de sus padres, pero ¿era su domicilio de verdad? Doce años después, ¿quién sabía todavía, por ejemplo, que también mi madre había vivido muy cerquita del bosque de Boulogne, en el 129 de la avenue de Malakoff? Aquel piso no era el nuestro. Más tarde comprendí que mi madre lo ocupaba en ausencia de su propietario. Frédérique y una de sus amigas lo habían comentado una noche en Fossombronne, durante la cena, y yo estaba sentada a la mesa. Ciertas palabras se graban en la memoria de los niños y, si no las entienden en el momento, las entenderán veinte años más tarde. Es un poco como las granadas sobre las que nos advertían en Fossombronne. Al parecer quedaban una o dos enterradas en el Prado del Boche desde la guerra y, pese al tiempo transcurrido, aún podían explotar.
Una razón de más para tener miedo. Pero no podíamos por menos de acabar colándonos en aquel terreno abandonado y jugar allí al escondite. Frédérique fue al piso a intentar recuperar algo que mi madre se había olvidado al irse.
Llegamos a la orilla del pequeño lago donde la gente va en invierno a patinar. Un bonito crepúsculo. Los árboles se recortaban sobre un cielo azul y rosa.
—Parece que te apetece un perro.
La noté molesta, como si le hubiera desvelado su secreto.
—Me lo han dicho tus padres.
Frunció el ceño y se puso de morros apretando los labios. Me dijo de golpe:
—Ellos no quieren perros.
—Voy a intentar hablar con ellos. Seguro que acaban aceptando.
Me sonrió. Parecía confiar en mí. Creía que yo iba a ser capaz de convencer a Véra y Michel Valadier. Pero no me hacía ilusiones. Esos dos eran tan correosos como la Boche. Los había calado desde el principio. Ella, Véra, se veía nada más tratarla. Tenía un nombre falso. Tampoco él se llamaba, en mi opinión, Michel Valadier. Seguro que ya había utilizado varios nombres. Y, además, en su tarjeta de visita figuraba una dirección distinta de la suya. Me preguntaba si no sería aún más retorcido y peligroso que su mujer.
Ahora tocaba regresar y sentía haberle hecho una promesa falsa. Íbamos por los caminos de herradura para llegar al jardín de Acclimatation. Estaba segura de que Véra y Michel Valadier se mantendrían inflexibles.
Fue él quien nos abrió la puerta. Pero enseguida se metió otra vez en su despacho de la planta baja, sin dirigirnos la palabra. Oí gritos, muy violentos. La señora Valadier —Véra— chillaba, pero yo no entendía lo que decía. Las voces de los dos se entremezclaban y ambos pretendían ahogar la voz del otro con la suya. A la cría se le dilataban las pupilas. Tenía miedo, pero yo intuía que estaba acostumbrada a ese miedo. Permanecía quieta, paralizada en el vestíbulo, y yo debería habérmela llevado a otra parte. Pero ¿dónde? Luego, salió del despacho la señora Valadier, con aire tranquilo, y nos preguntó:
—¿Se han dado un buen paseo?
De nuevo recordaba a esas rubias frías y misteriosas que salen sin ruido en las viejas películas americanas. A continuación salió el señor Valadier. También estaba muy tranquilo. Llevaba un elegante traje negro y grandes rasguños en una de las mejillas, seguramente marcas de uñas. ¿Las de Véra Valadier? Las tenía bastante largas. Se hallaban uno junto al otro en el marco de la puerta, y tenían sus caras lisas de asesinos que permanecerían mucho tiempo sin castigo por falta de pruebas. Daba la impresión de que estuvieran posando, no para una foto antropométrica, sino para una de esas que sacan a la entrada de una gala a medida que se van presentando los invitados.
—¿Te ha explicado la señorita lo del perro? —inquirió Véra Valadier en un tono distante que no era el de la rue de Douai, donde según me dijo había nacido. Con otro nombre.
—Son muy majos, sí, los perros… Pero muy sucios.
Y Michel Valadier añadía, en el mismo tono que su mujer:
—Tiene razón tu mamá… No sería una idea nada buena tener un perro en casa…
—Cuando seas mayor podrás tener todos los perros que quieras… Pero no aquí y ahora.
La voz de Véra Valadier había cambiado. Expresaba una especie de amargura. A lo mejor estaba pensando en ese tiempo cercano —pasan tan deprisa los años— en que su hija sería mayor y ella, Véra, vagaría eternamente con un abrigo amarillo por los pasillos del metro.
La niña no replicaba. Se conformaba con desorbitar los ojos.
—Con los perros se cogen enfermedades, entiendes… —dijo el señor Valadier—. Y, además, los perros muerden.
Ahora tenía una mirada huidiza y se expresaba de un modo curioso, como un vendedor callejero que ve a la policía llegando a lo lejos.
Me costaba quedarme callada. De buena gana hubiera defendido a la pequeña, pero no quería que se envenenara la conversación y que eso pudiera asustarla. Con todo, no pude por menos de clavarle la mirada a Michel Valadier y decirle:
—¿Se ha hecho daño, señor? —al tiempo que me pasaba un dedo por la mejilla, por la zona donde él tenía aquellos largos arañazos. Farfulló:
—No… ¿Por qué?
—Debería desinfectarse… Es como la mordedura de los perros… Se puede coger la rabia.
Esta vez noté con claridad que perdía pie. Y Véra Valadier también. Me observaban con desconfianza. A la luz demasiado franca de la araña ya no eran más que una pareja sospechosa, desorientada, recién atrapada en una redada.
—Creo que vamos con retraso —dijo ella volviéndose hacia su marido.
Y había recuperado una voz fría. Michel Valadier consultaba su reloj de pulsera y decía en el mismo tono falsamente displicente:
—Sí, tenemos que irnos…
Ella dijo a la pequeña:
—Hay una loncha de jamón para ti en el frigorífico. Creo que volveremos tarde esta noche…
La niña se acercó a mí, y ahora me cogía de la mano ella y me la apretaba fuerte, como una persona que quiere que la guíen en la oscuridad.
—Más vale que se marche —me dijo Véra Valadier—. Ella debe acostumbrarse a estar sola.
Cogía a su hija de la mano y la atraía hacia sí.
—La señorita va a marcharse ahora mismo. Cenas y te metes en la cama.
La niña me miraba de nuevo con los ojos abiertos como platos, que daban la impresión de no poder extrañarse ya de nada. Michel Valadier se adelantó y ella estaba ahora quieta, entre sus padres.
—Hasta mañana —le dije.
—Hasta mañana.
Pero no tenía pinta de creérselo mucho.
*
Afuera, me senté en un banco del camino que bordeaba el jardín de Acclimatation. No sabía a qué estaba esperando. Al cabo de un rato vi salir de la casa a los señores Valadier. Ella llevaba un abrigo de pieles y él un abrigo azul marino. Iban andando a cierta distancia uno del otro. Cuando llegaron a la altura del coche negro, ella se montó en el asiento trasero y él se puso al volante, como si fuera su chófer. El coche desapareció hacia la avenue de Madrid, y me dije que jamás sabría nada de aquellos individuos, ni sus nombres de verdad, ni sus apellidos de verdad, ni el motivo por el que una expresión inquieta le atravesaba a veces la mirada a la señora Valadier, ni por qué no había donde sentarse en el despacho del señor Valadier, en cuya tarjeta de visita figuraba una dirección distinta de la suya. ¿Y la cría? Ella, al menos, no era un misterio para mí. Intuía qué podía sentir. Yo había sido, sobre poco más o menos, el mismo tipo de niña.
Se encendió una luz en el segundo piso, en su cuarto. Estuve tentada de ir a hacerle compañía. Me pareció ver su sombra en la ventana. Pero no toqué el timbre. Me sentía tan mal en aquel tiempo que no tenía siquiera ánimo para ayudar a nadie. Y, encima, aquella historia del perro me había recordado un episodio de mi infancia.
Caminé hasta la porte Maillot y sentí un alivio al dejar atrás el bosque de Boulogne. De día, con la niña, a la orilla del lago de los Patinadores, todavía. Pero ahora que era de noche me asaltaba una sensación de vacío mucho más terrible que el vértigo que se apoderaba de mí en la acera de la rue Coustou, a la entrada de Le Néant.
A mi derecha, los primeros árboles del bosque de Boulogne. Una tarde de noviembre se perdió en el bosque un perro y aquello iba a atormentarme hasta el final de mi vida, en los momentos en que menos me lo esperaba. Las noches de insomnio y los días de soledad. Pero también los días de verano. Debería haber explicado a la niña que esa pejiguera de los perros era muy peligrosa.
Antes, al entrar en el patio y verla en el banco, pensé en otro patio, otra escuela. Yo tenía la misma edad que la niña y también en aquel patio había internas más mayores. Ellas se encargaban de nosotras. Por las mañanas nos ayudaban a vestirnos y, de noche, a cumplir con nuestro aseo personal. Nos remendaban la ropa. La mayor mía se llamaba Thérèse, como yo. Una morena de ojos azules que llevaba un tatuaje en el brazo. En mí recuerdo se parece un tanto a la farmacéutica. Las otras internas, y hasta las monjitas, le tenían miedo, pero siempre fue buena conmigo. Robaba chocolate negro de las reservas de la cocina y por la noche me daba en el dormitorio. Durante el día me llevaba a veces a un taller, cerca de la capilla, donde aprendían a planchar las mayores.
Un día vino a buscarme mi madre. Me hizo montar en un coche. Yo estaba en el asiento delantero, a su lado. Creo que me dijo que no volvería nunca más a ese internado. Había un perro en el asiento trasero. Y el coche estaba aparcado más o menos en el sitio donde poco antes me había pillado la camioneta. El internado no debía de quedar muy lejos de la estación de Lyon. Recuerdo que los domingos en que Jean Borí me esperaba a la puerta del internado íbamos a pie hasta su garaje. Y el día en que mí madre me llevó en coche con el perro pasamos por delante de la estación de Lyon. En aquella época las calles estaban desiertas en París y tuve la impresión de que éramos las únicas en coche.
Precisamente ese día fui con ella por vez primera al piso grande, cerca del bosque de Boulogne, y me enseñó MI HABITACIÓN. Antes, las escasas ocasiones en que Jean Bori me llevaba a verla, cogíamos el metro hasta Étoile y ella vivía aún en el hotel. Su habitación era más pequeña que la mía de la rue Coustou. En la caja de metal me encontré un telegrama que iba dirigido a ella, a las señas del hotel y con su nombre de verdad: Suzanne Cardéres, hôtel San Remo, 8, rue d’Armaillé. Yo sentía un gran alivio cada vez que descubría la dirección de esos sitios de los que guardaba un vago recuerdo, pero que se manifestaban sin descanso en mis pesadillas. Si conociera su localización exacta y pudiera volver a ver su fachada, entonces estoy segura de que se volverían inofensivos.
Un perro. Un caniche negro. Desde el principio durmió en mi habitación. Mi madre no se ocupaba nunca de él y, en cualquier caso, cuando hoy lo pienso, habría sido incapaz de ocuparse de un perro, tan incapaz como de ocuparse de una niña. Seguramente se lo había regalado alguien. Para ella era un mero objeto decorativo del que debió de cansarse muy pronto. Aún me pregunto por qué casualidad fuimos a parar los dos, aquel perro y yo, al coche. Ahora que ella vivía en un piso grande y se llamaba la condesa Sonia O’Dauyé, es muy probable que le hicieran falta un perro y una niña pequeña.
Yo me paseaba con el perro cerca del edificio, por la avenida. Al fondo, la porte Maillot. Ya no recuerdo cómo se llamaba el perro. Mi madre no le puso nombre. Esto pasaba al principio de vivir con ella en el piso. Todavía no me había matriculado en el colegio Saint-André y yo no era todavía Joyita. Jean Bori me recogía los jueves y me llevaba a pasar todo el día a su garaje. Y el perro se venía conmigo. Ya me había dado cuenta de que a mi madre se le olvidaría darle de comer. Yo le preparaba las comidas. Cuando Jean Bori pasaba a recogerme, cogíamos el metro con el perro, discretamente. Desde la estación de Lyon íbamos andando hasta el garaje. Yo quería quitarle la correa. No corría el menor peligro de que lo atropellaran, no había ningún coche por las calles. Pero Jean Bori me recomendó que no le quitara la correa. Después de todo, a mí casi me atropella una camioneta a la puerta de la escuela.
Mi madre me matriculó en el colegio Saint-André. Yo iba solita, a pie, cada mañana, y regresaba por la tarde, hacia las seis. Por desgracia, no podía llevarme al perro. Era muy cerca del piso, en la rue Pergolése. Me encontré la dirección exacta en un trozo de papel en la agenda de mi madre. COLEGIO SAINTANDRÉ. 58, rue Pergolèse. ¿Quién le recomendaría mandarme a ese sitio? Allí me tiraba todo el día.
Una tarde, al volver al piso, el perro ya no estaba. Pensé que mi madre habría salido con él. Me había prometido pasearlo y darle de comer. Yo, por otro lado, le había pedido lo mismo al cocinero chino que preparaba la cena y traía cada mañana a mi madre, a su habitación, la bandeja del desayuno. Ella regresó un poco más tarde y venía sin el perro. Me dijo que lo había perdido en el bosque de Boulogne. Tenía guardada la correa en el bolso y me la entregó como para demostrarme que no me estaba engañando. La voz le salía muy tranquila. No parecía triste. Como si le resultara tan normal. «Habrá que poner un anuncio mañana y tal vez nos lo devuelva alguien». Y me iba acompañando hasta mi cuarto. Pero el tono de su voz era tan tranquilo, tan indiferente, que sentí que estaba pensando en otra cosa. Yo era la única en pensar en el perro. Nadie nos lo devolvió nunca. En mi cuarto me daba miedo apagar la luz. Había perdido la costumbre de estar sola, de noche, desde que dormía conmigo aquel perro, y ahora era hasta peor que el dormitorio del internado. Me lo imaginaba en la oscuridad, perdido en medio del bosque de Boulogne. Aquel día mi madre fue a una fiesta y todavía me acuerdo del vestido que llevaba antes de irse. Un vestido azul con un velo. Durante mucho tiempo he tenido pesadillas con ese vestido y siempre lo llevaba un esqueleto.
Dejé la luz encendida toda la noche, y las noches siguientes. El miedo no se me volvió a quitar. Me decía a mí misma que después del perro me llegaría a mí el turno.
Se me pasaban por la cabeza pensamientos muy raros, tan confusos que he estado esperando una docena de años a que se concretaran para ser capaz de formularlos. Una mañana, cierto tiempo antes de toparme con esa mujer del abrigo amarillo en los pasillos del metro, me desperté con una frase en los labios, una de esas frases que parecen incomprensibles porque son los últimos retazos de un sueño olvidado: TENÍA QUE MATAR A LA BOCHE PARA VENGAR AL PERRO.