La tarde en que creí reconocer a mi madre en el metro hacía ya algún tiempo que conocía a aquel hombre que se llamaba Moreau o Badmaev. Coincidimos en la librería Mattei, en el boulevard de Clichy. Cerraba muy tarde. Yo estaba buscando una novela policiaca. A las doce de la noche éramos los dos únicos clientes, y me aconsejó un título de la Série Noire[4]. Luego nos fuimos charlando por el paseo central del bulevar. Le salía a ratos una curiosa entonación que me hacía pensar que era extranjero. Más tarde me explicó que había heredado aquel apellido, Badmaev, de un padre al que apenas llegó a conocer. Un ruso. Pero su madre era francesa. En el papelito donde ese primer día me escribió su dirección ponía: Moreau-Badmaev.

Hablamos de todo y de nada. Aquella noche no me dijo gran cosa sobre él, salvo que vivía en la zona de porte d’Orléans y que estaba allí por casualidad. Y era una agradable casualidad, porque me había conocido. Le apetecía saber si yo leía otros libros aparte de novelas policiacas. Le acompañé hasta la estación de metro de Pigalle. Me preguntó si podíamos volver a vernos. Y me dijo con una sonrisa:

—Así intentaremos ver las cosas con más claridad.

Esa frase me llamó mucho la atención. Era como si pudiera leerme el pensamiento. Sí. Había llegado a un periodo de mi vida en que deseaba ver las cosas con más claridad.

Me resultaba todo tan confuso desde el principio, desde mis más antiguos recuerdos de infancia… A veces me rondaban, hacia las cinco de la mañana, a esa hora peligrosa en que ya no consigues volver a dormirte. Entonces esperaba, antes de salir a la calle, para asegurarme de que estuvieran abiertos los primeros cafés. Sabía de sobra que, nada más poner los pies fuera, se me esfumarían esos recuerdos como retazos de malos sueños. Y eso en cualquier época del año. Las mañanas de invierno en que aún es de noche, el aire vivo, las luces que brillan y los primeros clientes congregados ante la barra cual conspiradores te dan la ilusión de que la jornada que empieza será una nueva aventura. Y esa ilusión te acompaña parte de la mañana. En verano, cuando la jornada se anuncia muy calurosa y todavía no hay mucha circulación, yo estaba sentada en la primera terraza abierta, y me decía que bastaba con bajar por la rue Blanche para ir a dar a la playa. También esas mañanas se disipaban todos los malos recuerdos.

El Moreau-Badmaev quedó conmigo en la porte d’Orléans, en un café que se llamaba Le Corentin. Llegué la primera. Ya era de noche a las siete. Me había advertido de que no podía ir antes porque trabajaba en una oficina. Vi entrar a un tipo de unos veinticinco años, alto, moreno, con chaqueta de cuero. Me localizó enseguida y se sentó frente a mí. Yo había temido que no me reconociera. Él no sabría nunca que me había llamado Joyita. ¿Quién lo sabía aún, aparte de mí? ¿Y mi madre? A lo mejor uno de estos días debería decírselo. Para intentar ver las cosas con más claridad.

Me sonrió. Me dijo que tuvo miedo de no poder venir. Aquella tarde lo habían entretenido más de la cuenta. Y luego, sus horarios de trabajo cambiaban de una semana a otra. En ese momento estaba trabajando de día, pero la semana siguiente le tocaba de diez de la noche a siete de la mañana. Le pregunté qué hacía. Sintonizaba programas de radio en lenguas extranjeras y redactaba la traducción y un resumen. Y eso para un organismo del que no entendí muy bien si dependía de una agencia de prensa o de un ministerio. Lo habían contratado para ese trabajo porque manejaba unos veinte idiomas. Yo, que no hablaba más que francés, estaba muy impresionada. Pero me dijo que no era tan difícil. Una vez aprendidas dos o tres lenguas, bastaba con seguir la propia inercia. Estaba al alcance de cualquiera. Y yo, ¿a qué me dedicaba? Bueno, de momento vivía de trabajitos a tiempo parcial, pero esperaba encontrar tarde o temprano un trabajo fijo. Me hacía mucha falta —sobre todo para la moral.

Se inclinó hacía mí y bajó la voz:

—¿Por qué? ¿Anda floja de moral?

No me incomodó la pregunta. Apenas lo conocía, pero con él me sentía en confianza.

—¿Qué busca exactamente en la vida?

Daba la impresión de disculparse por aquella pregunta vaga y solemne. Me miraba fijamente con sus ojos claros y noté que eran de un color azul casi gris. Tenía también unas manos muy bonitas.

—Qué busco en la vida…

Intentaba lanzarme, era imprescindible que le contestara algo. Un tipo como él, con sus veinte lenguas, no entendería que me quedara sin respuesta.

—Busco… contactos humanos…

No pareció decepcionarle mi respuesta. De nuevo aquella mirada clara que me envolvía y me hacía bajar los ojos. Y aquellas hermosas manos, estiradas encima de la mesa, de finos y largos dedos que me imaginaba corriendo por las teclas de un piano. Yo era tan sensible a las miradas y a las manos… Me dijo:

—Hay un término que ha empleado usted hace un instante y que me ha llamado la atención… el término «fijo»…

Ya no me acordaba. Me resultaba halagador que concediera importancia a las pocas palabras que había pronunciado. Unas palabras tan triviales.

—El problema es encontrar un punto fijo…

En ese momento, a pesar de su calma y la dulzura de su voz, me pareció tan ansioso como yo. Por lo demás, me preguntó si me embargaba esa desagradable sensación de flotar, como si te arrastrara una corriente y no pudieras aferrarte a nada.

Sí, eso era más o menos lo que sentía. Los días se sucedían sin que nada permitiera distinguir unos de otros, en un deslizamiento tan regular como el del pasillo rodante de la estación de Châtelet. Yo era arrastrada por un pasillo interminable y ni siquiera necesitaba dar un paso. Y, sin embargo, una tarde próxima me iba a topar de buenas a primeras con un abrigo amarillo. Entre toda aquella masa de desconocidos con la que acababa por confundirme iba a resaltar un color que no debía perder de vista si aspiraba a descubrir un poco más sobre mí misma.

—Hay que encontrar un punto fijo para que la vida deje de ser esa perpetua flotación…

Me sonreía como deseando atenuar la seriedad de sus palabras.

—Una vez que encontremos el punto fijo, entonces todo irá mejor, ¿no le parece?

Sentí que trataba de recordar mi nombre. De nuevo me entraron ganas de presentarme diciéndole: «Me llamaban Joyita». Le explicaría todo desde el principio. Pero dije simplemente:

—Mi nombre de pila es Thérèse.

La otra noche, en el paseo central, le pregunté cuál era el suyo y él contestó: «Nada de nombre de pila. Llámeme Badmaev, sin más. O, si prefiere, Moreau». Aquello me extrañó, pero más tarde pensé que era por voluntad expresa de protegerse y guardar las distancias. No le apetecía entablar una intimidad demasiado grande con la gente. A lo mejor ocultaba algo.

Me propuso pasar por su casa. Para prestarme un libro. Vivía en los bloques de viviendas frente al café Le Corentin, al otro lado del boulevard Jourdan. Edificios de ladrillo, como el de Vincennes en el que luego yo vería a mi madre cruzando el patio. Íbamos caminando junto a unas fachadas todas iguales. En el 11 de una rue Monticelli subimos las escaleras hasta el cuarto piso. La puerta daba a un pasillo de linóleo rojo oscuro. Al fondo del pasillo, entramos en su habitación. Un colchón en el mismo suelo y pilas de libros pegados a las paredes. Me invitó a sentarme en la única silla, frente a la ventana.

—Antes de que se me olvide… Tengo que darle este libro…

Se agachó sobre las pilas de libros y las examinó una a una. Al final sacó un libro que destacaba entre los otros por su cubierta roja. Me lo tendió. Lo abrí por la página del título: En los confines de la vida.

Daba la impresión de disculparse. Incluso dijo:

—Si la aburre, no tiene por qué leerlo.

Se sentó en la orilla de la cama. La habitación estaba iluminada únicamente por una bombilla desnuda, fijada en la punta de un largo trípode. La bombilla era muy pequeña y de escasísima intensidad. Junto a la cama, en lugar de una mesilla de noche, un enorme aparato de radio, de ésos con tela. Yo ya había visto otro igual en Fossombronne-la-Forêt. Me resultó muy llamativo.

—Le tengo cariño a este aparato —me dijo—. En ocasiones lo uso para mi trabajo. Cuando puedo hacerlo en casa…

Se agachó y accionó el botón. Se encendió una luz verde.

Se oía una voz sorda que hablaba en un idioma extranjero.

—¿Le apetece saber cómo trabajo?

Cogió un bloc de papel de cartas y un bolígrafo que estaban encima del aparato de radio. Iba escribiendo a medida que escuchaba la voz.

—Es muy fácil… Lo cojo todo en taquigrafía.

Se acercó y me tendió el papel. Desde aquella tarde he guardado aquel papel siempre conmigo.

Algo por debajo de los signos taquigráficos, se leía:

Niet lang geleden slaagden matrozen er in de sirenen, enkele mijlen zuidelijd van de azoren, te vangen.

Y la traducción: «Hace no mucho de esto, unos marineros lograron atrapar a unas sirenas a pocas millas al sur de las Azores».

—Es en neerlandés. Pero lo ha leído con leve acento flamenco de Amberes.

Giró el botón para que dejáramos de oír la voz. No quitó la luz verde. Pues ése era su trabajo. Le daban una lista de programas que escuchar, de día o de noche, y tenía que hacer la traducción para el día siguiente.

—En ocasiones son programas que llegan de muy lejos… locutores que hablan lenguas raras.

Los oía de noche, en su habitación, para entrenarse. Me lo imaginaba tumbado en la cama, en la oscuridad traspasada por aquella luz verde.

Se sentó de nuevo en la orilla de la cama. Me dijo que desde que vivía en aquel apartamento prácticamente no usaba la cocina. Había otra habitación, pero la había dejado vacía y no entraba nunca en ella. Además, a fuerza de escuchar tanta radio extranjera, terminaba no sabiendo ya muy bien en qué país estaba.

La ventana daba a un patio grande y a las fachadas de otros edificios, donde estaban iluminadas, en todos los pisos, otras ventanas. Cierto tiempo después, cuando seguí a mi madre por primera vez hasta su domicilio, estaba segura de que la vista desde su habitación era la misma que la de casa de Moreau-Badmaev. Consulté la guía con la esperanza de encontrar su nombre y me sorprendió la cantidad de gente que vivía allí. Unas cincuenta personas, entre ellas una docena de mujeres solas. Pero no aparecía su nombre de soltera, ni el nombre inventado que utilizó en su día. La portera no me había indicado todavía que se llamaba Boré. Y luego tuve que volver a consultar la guía por calles. Había perdido el número de teléfono de Moreau-Badmaev. En su dirección aparecían tantos nombres como en la de mi madre. Sí, los bloques de casas, en Vincennes y en porte d’Orléans, eran aproximadamente los mismos. Su nombre, Moreau-Badmaev, figuraba en la lista. Era la prueba de que no lo había soñado.

Aquella tarde, en el momento en que estaba yo mirando por la ventana, me dijo que la vista era «un poco triste». Al principio de estar allí le había invadido una sensación de ahogo. Se oían todos los ruidos de los vecinos, de los de la misma planta, de los de arriba y de los de abajo. Un jaleo continuo, como el de las cárceles. Llegó a pensar que estaba encerrado para los restos en una celda en medio de cientos y cientos de otras celdas ocupadas por familias o personas solas como él. En ese momento regresaba de un largo viaje a Irán durante el que había perdido la costumbre de París y las grandes ciudades. Había pasado allí una temporada para intentar aprender un idioma, el «persa de las praderas».

No lo enseñaba ningún profesor, ni en la Escuela de Lenguas Orientales. Así que tocaba ir al país. Había hecho el viaje el año anterior. El regreso a París, a porte d’Orléans, le resultó difícil, pero ahora ya no le molestaban en absoluto los ruidos de los demás inquilinos. Le bastaba con encender el aparato de radio y girar lentamente el botón. Y otra vez se encontraba muy lejos. Ya ni le hacía falta viajar. Bastaba con que se encendiera la luz verde.

—Si le apetece, podría enseñarle el persa de las praderas…

Lo dijo de broma, pero la frase me resonó en la cabeza debido a la palabra «praderas». Pensé que iba a marcharme pronto de aquella ciudad y que no tenía ningún motivo serio para sentirme prisionera de nada. Ante mí se abrían todos los horizontes, praderas hasta perderse de vista que bajaban hacia el mar. Por última vez quería reunir unos cuantos pobres recuerdos, reencontrar algún rastro de mi infancia, como ese viajero que se guardará hasta el final en el bolsillo un viejo carnet de identidad caducado. No había gran cosa que reunir antes de irme.

Eran las nueve de la noche. Le dije que tenía que volver a casa. La próxima vez me invitaría a cenar, si me parecía bien. Y me daría una clase de persa de las praderas.

Me acompañó hasta la estación de metro. Yo no reconocía la porte d’Orléans, y eso que hasta los dieciséis años llegaba a ella cada vez que venía a París. En aquella época, el coche de línea que cogía en Fossombronne-la-Forêt paraba delante del café de la Rotonde.

Él me seguía hablando del persa de las praderas. Esa lengua, me explicaba, se parecía al finlandés. Era igual de agradable de oír. Transmitía la caricia del viento entre las hierbas y el rumor de las cascadas.