Repetí el mismo camino los días siguientes al final de la tarde. Justo a la hora a la que me había encontrado con ella la primera vez, me quedaba esperándola, sentada en un banco, en la estación de Châtelet. Al acecho del abrigo amarillo. Cuando se va el metro se abre la portezuela, y la oleada de viajeros se desperdiga por el andén. Con el tren siguiente se apelotonarán en los vagones. El andén está vacío, se llena de nuevo y acaba por relajarse la atención. Te dejas atontar por las idas y venidas de la gente, no ves ya nada concreto, ni siquiera un abrigo amarillo. Un mar de fondo te arrastra a uno de los vagones. Recuerdo que, en esa época, desfilaban los mismos carteles en todas las estaciones. Una pareja con tres niños rubios en torno a una mesa, por la noche, en un chalet de montaña. Les iluminaba la cara una lámpara. Afuera caía la nieve. Debía de ser Navidad. En la parte alta del cartel se leía: PUPIER, CHOCOLATE DE LAS FAMILIAS.
La primera semana fui una sola vez a Vincennes. La semana siguiente, dos veces. Luego, otras dos más. En el café había demasiada gente hacia las siete de la tarde para que nadie se fijara en mí. La segunda vez me arriesgué a preguntar al rubio mofletudo que servía las consumiciones si iba a venir hoy la señora del abrigo amarillo. Frunció el ceño como si no entendiera. Lo reclamaban desde una mesa próxima. Creo que no me oyó. Pero no habría tenido tiempo de contestarme. Para él también era hora punta. A lo mejor ella no era asidua de aquel café. No vivía en aquel barrio. La persona a la que había llamado desde la cabina vivía en el edificio de ladrillo y había ido a visitarla aquella noche. Le llevó unas latas de conserva. Un rato después cogió el metro en el otro sentido, como hice yo, y regresó a su casa, a una dirección que yo no sabría nunca. La única referencia clara era la escalera A. Pero me tocaría ir llamando puerta a puerta en cada rellano, y preguntar a quienes tuvieran a bien abrirme si conocían a una mujer de unos cincuenta años con un abrigo amarillo y una cicatriz en la cara. Sí, había ido una noche de la semana anterior, después de comprar en la tienda que daba a la calle unas latas de conserva y un paquete de café. ¿Qué iban a contestarme? Había soñado todo eso.
Y, sin embargo, terminó por volver a aparecer a la quinta semana. En el momento en que yo salía de la boca de metro, la vi en la cabina telefónica. Llevaba su abrigo amarillo. Me pregunté si acababa también ella de salir del metro. Habría entonces en su vida trayectos y horarios regulares… Me costaba imaginarla ejerciendo un trabajo diario, como todos los que cogían el metro a esa hora. Estación de Châtelet. Era demasiado vago para saber algo más. Sobre las seis de la tarde docenas de miles de personas van a parar a la estación de Châtelet, antes de desperdigarse por los cuatro puntos cardinales haciendo transbordos. Sus rastros se mezclan y se confunden definitivamente. En esa oleada existen puntos fijos. No debería haberme conformado con esperar en uno de los bancos de la estación. Hay que aguardar un buen rato en los lugares donde están las taquillas y los quioscos de prensa, en el largo pasillo de las escaleras mecánicas, sin olvidar los otros. Hay gente que se pasa allí todo el día, pero sólo reparamos en ellos tras un periodo de aclimatación. Mendigos. Músicos ambulantes. Carteristas. Enajenados que no volverán a subir nunca más a la superficie. A lo mejor ella tampoco salía en todo el día de la estación de Châtelet. Yo la observaba en la cabina telefónica. Era como la primera vez, no parecía lograr comunicación de inmediato. Otra vez marcaba el número. Se ponía a hablar, pero la conversación duraba mucho menos que el otro día. Colgaba con gesto seco. Salía de la cabina. No se paraba en el café. Seguía por la avenue de Paris, con sus consabidos andares de ex bailarina. Llegábamos a Château-de-Vincennes. ¿Por qué no se apeaba en esa estación de metro, que era el final de la línea? ¿Por la cabina telefónica y el café donde solía tomarse un kir antes de regresar a casa? ¿Y las otras noches en que no la había visto yo? Seguro que esas noches se había apeado en la estación de Château-de-Vincennes. Tenía que hablar con ella, de lo contrario acabaría por darse cuenta de que la andaban siguiendo. Yo buscaba una frase, la más breve posible. Le daría la mano sin más. Le diría: «Usted me puso Joyita. Tiene que acordarse…». Nos estábamos acercando al edificio y, como la primera noche, no me veía con ánimo para abordarla. Todo lo contrario: la iba dejando distanciarse, sentía que me subía por las piernas una debilidad de plomo. Pero también una especie de alivio a medida que se alejaba. Aquella noche no se paró en la tienda a comprar latas de conserva. Mientras cruzaba el patio del edificio, yo me quedé detrás de la verja. El patio sólo estaba iluminado por un globo en el porche de la escalera A. Bajo aquella luz, el abrigo recobraba su color amarillo. Ella iba encorvándose levemente y avanzaba hacia la entrada de la escalera A con paso agotado. Me vino a la memoria el título de un libro con santos que yo leía en la época en que me llamaba Joyita: El viejo caballo de circo.
Cuando desapareció, pasé la verja. En la parte de la izquierda, una puerta cristalera con una placa, una lista de nombres por orden alfabético y, junto a cada uno de ellos, la escalera correspondiente. Detrás del cristal había luz. Llamé. Por el resquicio de la puerta asomó el rostro de una mujer morena, de pelo corto, bastante joven. Le dije que estaba buscando a una señora que vivía allí. Una señora sola de abrigo amarillo.
En lugar de cerrar la puerta sin más, frunció el ceño como si tratara de recordar un nombre.
—Debe de ser la señora Boré. Escalera A… ya no sé qué piso.
Iba recorriendo la lista con un dedo. Me señalaba un nombre. Boré. Escalera A. Cuarto piso. Empecé a cruzar el patio. Cuando sentí que cerraba la portería, di media vuelta y me escurrí a la calle.
*
Aquella noche, durante todo el trayecto de vuelta en metro, estaba segura de que no se me iría de la cabeza aquel apellido. Boré. Sí, se parecía al apellido del hombre que, de acuerdo con lo que creí entender en su día, era hermano de mi madre, un tal Jean Bori. Me llevaba los jueves a su garaje. ¿Era mera coincidencia? No obstante, el apellido de mi madre que figuraba en mi partida de nacimiento era Cardéres. Y O’Dauyé el apellido que adoptó; su nombre artístico, digamos. Todo esto es de cuando yo me llamaba Joyita… Ya en mi cuarto, estuve mirando otra vez las fotos, abrí la agenda y la libreta de direcciones, que estaban guardadas en la vieja caja de galletas, y, en medio de la agenda, me topé con la hoja de papel arrancada de un cuaderno escolar —lo conocía de sobra—. La minúscula caligrafía en tinta azul no era la de mi madre. En la parte superior de la página ponía: SONIA CARDÈRES. Debajo del nombre, una raya. Y la raya daba paso a estas líneas, que abarrotaban los márgenes.
Cita fallida. Desdichada en septiembre. Desavenencia con una mujer rubia. Tendencia a dejarse llevar por soluciones peligrosamente fáciles. Nunca se volverá a recuperar lo perdido. Flechazo por un hombre no francés. Cambio en los meses que vienen. Tenga cuidado a finales de julio. Visita de un desconocido. No hay peligro pero, con todo, prudencia. El viaje finalizará bien.
Había consultado a una echadora de cartas o a alguna quiromante. Supongo que no se sentía muy segura respecto al futuro. Tendencia a dejarse llevar por soluciones peligrosamente fáciles. Le entró miedo, de golpe, como en uno de esos artefactos de feria que llaman gusanos o scenic railway[3]. Demasiado tarde para bajarse. Cogen velocidad y una se pregunta enseguida si no irán a descarrilar. Ella veía venir la torta. Desdichada en septiembre. Seguramente el verano en que de buenas a primeras me vi sola en el campo. El tren estaba atestado. Yo llevaba al cuello un papelito con una dirección escrita. Nunca se volverá a recuperar lo perdido. En el campo, algo más tarde, recibí una postal. Está en el fondo de la caja de galletas. Casablanca. La plaza de Francia. «Muchos besos». Ni siquiera llevaba firma. Una letra gorda, la misma que en la agenda y la libreta de direcciones. Antiguamente enseñaban a las niñas de la edad de mi madre a escribir muy grande. Flechazo por un hombre no francés: pero ¿cuál? En la libreta figuran varios nombres que no son franceses. Tenga cuidado a finales de julio. Fue el mes en que me enviaron al campo, a Fossombronne-la-Forêt. En mi cuarto colgaba de la pared el cuadro de Tola Soungouroff, así que cada mañana, al despertarme, mi madre me clavaba la mirada. Después de la postal no volví a recibir la menor señal de vida. Sólo me quedaba de ella aquella mirada por la mañana, y también por la noche, cuando leía acostada, o si estaba enferma. Al cabo de un rato me daba cuenta de que no se dirigía a mí, sino que era una mirada perdida.
No hay peligro pero, con todo, prudencia. El viaje finalizará bien. Creo que se equivocó la echadora de cartas, pero a lo mejor ocultaba parte de la verdad para no desesperar a sus clientes. Me hubiera gustado saber qué ropa llevaba mi madre aquel día en la estación de Austerlitz, cuando llegó a París. El abrigo amarillo, no. Y también sentía haber perdido aquel libro con santos que se llamaba El viejo caballo de circo. Me lo habían dado en el campo, en Fossombronne-la-Forêt. Pero me estoy liando… Creo que ya lo tenía en el piso de París. Por otro lado, también el cuadro colgaba de la pared de una de las habitaciones de aquel piso, la habitación inmensa con los tres peldaños forrados de felpa blanca. En la cubierta del libro resaltaba un caballo negro. Estaba dando una vuelta a la pista, se diría que la última, con la cabeza inclinada, aspecto de cansancio, como si estuviera en un tris de caerse a cada paso. Sí, mientras la vi cruzando el patio de la finca me vino de golpe a las mientes la imagen del caballo negro. Andaba alrededor de la pista y daba la impresión de que los arreos le pesaran horrores. Eran del mismo color que el abrigo. Amarillos.