ra lo que yo decía! ¡Era lo que yo decía! —se puso a gritar Eguchi Kamisato sin dejar de agitar sus alas y revolotear contra el techo.
El oculista le pidió que se quedara quieto y que no gritara, que no podía hacer su trabajo con alguien volando sobre su cabeza.
En una pequeña nube celeste funcionaba el Hospital de Angeles. Eguchi había llevado a Hitoshi a que lo revisaran en «Oftalmología». Hitoshi estaba sentado ante un aparato y el oculista lo observaba.
—Sí, vas a tener que usar anteojos, querido —dijo el oculista, después de efectuar algunas mediciones.
—¿Anteojos? ¡En la escuela no hay angelitos con anteojos! —se quejó Hitoshi.
—¿Y qué? —dijo Eguchi—. Serás el primero. Lo importante es que veas bien así no te equivocas al apuntar.
Efectivamente, con los anteojos que le dieron allí, Hitoshi veía mejor.
—Bajemos a la tierra a probar —dijo Eguchi Kamisato.
—¿Ya? Pero tengo que ir a cuidar al perro blanco que se mete en problemas.
—Bah, los perros saben cuidarse solos.
Antes de llegar al Parque Centenario los ángeles pasaron volando ante un alto edificio amarillo y allí Eguchi le dijo a Hitoshi que se detuviera.
En la entrada a un gran edificio un hombre y una mujer discutían.
El hombre parecía muy nervioso y no dejaba de agitar un libro mientras hablaba. La mujer tenía un ejemplar del mismo libro y cada tanto lo abría y señalaba alguna de sus páginas para indicarle algo al hombre. Ninguno de los dos escuchaba al otro y los dos gritaban.
—Vamos. Tenes que apuntarle al corazón del hombre.
—¿Y el detector de corazones solitarios? ¿Y el análisis de afinidades? ¿Y la…?
—¡Pavadas! Ejercí ciento cuarenta y cinco años de cupido y sé distinguir bien a los candidatos a enamorarse aunque se estén peleando. Todos esos aparatos modernos no sirven para nada —dijo Eguchi.
Con bastante temor Hitoshi se acomodó los anteojos, se apoyó sobre la rama de un árbol para tener el pulso más firme, preparó una flecha, extendió el arco, le apuntó al corazón de la mujer, rogó que no hiciera ningún movimiento brusco ni se moviera y…
—¡Dale, tirá de una vez! —se impacientó Eguchi.
La flecha dio perfecto en el blanco.
Hitoshi y Eguchi se abrazaron.
La mujer, que hasta entonces había estado gritando, calló de pronto y dirigió una mirada profunda al hombre, que seguía dándole golpes al libro y gritando. Como ella dejó de hablar y ahora lo miraba de un modo extraño, él también calló.
—Pese a todo, hay algo muy tierno en la historia de su libro —dijo la mujer con dulzura—. No sé por qué antes no reparé en eso pero ahora, de pronto, acabo de comprenderlo. Es esa parte en que el protagonista, Confuso, tiene miedo de que los marcianos lo hagan prisionero. ¡Hay tanta ternura en esa escena!
La segunda flecha entró de costado en el pecho del hombre pero igual dio en su corazón.
—Oh, Irina —suspiró el hombre, mirándola a los ojos—. Son tan inteligentes tus opiniones. Y las palabras hermosas que utilizas. Y el análisis tan profundo del argumento, y…