a dirección de la Escuela de Ángeles Cupidos asignó a Hitoshi un parque en la ciudad de Buenos Aires llamado «Centenario». Hacia allí voló Hitoshi el lunes, ansioso por empezar a flechar corazones. Cargaba su mochila llena de herramientas e instrumentos que usan los ángeles en sus tareas.
El Parque Centenario era un gran espacio circular, con un lago artificial en el centro. La mayoría de la gente hacía gimnasia en los canteros o corría por la vereda exterior. Algunos viejitos permanecían sentados a la sombra, alrededor del lago, dándoles granos de maíz a las palomas, y en las hamacas y toboganes había chicos con sus mamás. Los árboles eran muy altos y había algunos vendedores de helados, sándwiches y refrescos. Era un hermoso día, el mejor para empezar un trabajo como el que tenía que hacer Hitoshi.
Dispuesto a comenzar su tarea sacó el arco y una flecha de su mochila, pero de pronto lo invadió una gran inseguridad. ¿Cómo hacer blanco en la gente que va corriendo? ¿Y si hacía las cosas mal? ¿Y si gastaba todas las flechas sin dar en el blanco ni una sola vez? ¿Cómo era que se elegía a las personas? ¡Increíble! Hasta el día anterior tenía todo claro y ahora no recordaba nada. Se había recibido con las mejores calificaciones pero en el momento de llevar sus conocimientos a la práctica parecía que jamás hubiera pasado por la Escuela de Cupidos.
Para tranquilizarse un poco decidió sentarse sobre la rama de un árbol y esperar. Tampoco había necesidad de empezar a tirar flechas aquí y allá, desesperadamente.
Poco después Hitoshi reparó en un hombre que parecía apesadumbrado. Estaba sentado en un banco y sostenía su cara con las manos, mientras miraba el piso fijamente, como si no pudiera apartar de su mente un pensamiento triste.
El profesor de la materia «Detección de solitarios» —lo recordaba bien— le había recomendado cientos de veces que lo primero era saber si una persona deseaba que alguien lo quisiera.
Para averiguar eso llevaba en la mochila el «detector de solitarios», una especie de mira telescópica con la que había que apuntar al corazón de la persona para obtener una medición.
Hitoshi hizo la medición y con sorpresa vio que el relojito del detector indicaba ¡trece! Volvió a medir porque recordaba que los profesores decían que una medida normal para un solitario era de cinco o seis, así que trece era demasiado. Este hombre necesitaba enamorarse ya mismo.
Hitoshi guardó el detector en la mochila y se dispuso a flecharlo. Extendió el arco, colocó una flecha, apuntó y soltó la cuerda…
La flecha voló en línea recta pero ¡pasó rozando la espalda del señor! Fue a parar al puesto de comida que estaba unos metros más allá, donde se clavó en una milanesa.
Hitoshi tomó otra flecha y trató de apuntar mejor. Esta vez, por suerte, la flecha voló directamente hacia el pecho del hombre y se clavó en su corazón.
Según le habían explicado en la escuela, quien recibe el flechazo no ve nada —al igual que los ángeles, las flechas son invisibles—, pero siente una repentina alegría. El corazón, henchido de felicidad, comienza a latir más fuerte y la persona siente ganas de bailar, cantar, reír y, sobre todo, estar al lado de quien ama.
El hombre se paró de golpe con una espléndida sonrisa dibujada en su cara y los ojos llenos de entusiasmo.
«Qué lindo es este trabajo, se dijo Hitoshi, Parece mentira: ese hombre estaba tan triste y ahora es feliz. Sólo me falta encontrar la mujer indicada para él».
Pero se equivocaba.
Con pasos rítmicos, como si bailara un vals, el hombre se dirigió al puesto de milanesas y le señaló una al vendedor. La pagó y, para espanto de Hitoshi, que siguió la escena aleteando sobre su hombro, la llevó a pasear por el parque.
Mientras sostenía la milanesa entre sus manos y la miraba con ojos de enamorado, improvisó una poesía para ella:
No las flores, tampoco la lluvia, menos los pájaros
Nada en la Naturaleza
Es más hermosa que tú,
Oh, Milanesa
Milanesa.
«¡Dios mío! ¿Qué hice? ¿Cómo arreglo esto?», se preguntó Hitoshi, espantado.