erpendicular a la nube, allá abajo, en la tierra, había un perro enorme, blanco y peludo como un oso. Se llamaba Confuso, y en ese momento —cinco de la tarde del domingo— estaba en el patio de su casa, mirando pasar aquella nube más oscura que las demás.
Confuso pensaba en la tormenta que se podía desatar. También pensaba en su dueño, el señor Dimitri Dimitrovich.
Era bastante común que Confuso tuviera dos pensamientos a la vez. En general se trataba de dos ideas que no tenían nada que ver una con la otra, pero que poco después se juntaban.
Cuando se juntó el pensamiento «nube oscura» con «Dimitri Dimitrovich», apareció un tercer pensamiento. El tercer pensamiento decía: «Dimitri está durmiendo la siesta. Esa nube oscura indica que va a llover. Para cuando Dimitri se despierte ya habrá empezado a llover y yo me quedaré sin paseo por el parque. Maldito dormilón».
Los siguientes pensamientos de Confuso estuvieron dirigidos a criticar a su dueño: era el humano más aburrido que conocía. Nunca iba a pescar, no jugaba con una pelota, no paseaba en automóvil o en bicicleta. Tampoco discutía con su esposa como hacía el vecino. Y claro ¡si no tenía coche, bicicleta ni esposa!
La mayor parte del día Dimitri miraba la pantalla de una computadora y golpeaba el teclado con sus dedos. Otros humanos se ocupan de escalar montañas, pintar casas, cortar sabrosos trozos de carne, viajar en naves espaciales o entrenar perros. Dimitri, no.
Cuando no pasaba horas leyendo libros y mirando la pantalla de la computadora, se iba de la casa ¡sin su perro!, y no volvía hasta la noche.
Las comidas que preparaba Dimitri consistían en insulsas sopas o alguna otra cosa con verduras. A su perro le servía un plato con ese desagradable alimento en caja, que Confuso no tenía más remedio que tragar mientras olía el delicioso aroma a carne asada que venía de la casa vecina. ¡Qué gente divertida debían de ser esos vecinos! ¡Peleaban entre ellos, se tiraban objetos y comían huesos asados!
Pero lo peor de Dimitri era esa costumbre de dormir los domingos a la tarde, sin tener en cuenta que podía llover y que en ese caso su perro podía quedarse sin paseo. ¡Con lo lindo que es pasear!
El pensamiento «siesta» se juntó al pensamiento «qué lindo que es pasear» y de los dos salió un tercero: «me escapo».
Confuso saltó a una silla, de la silla a una mesa y de la mesa al tapial. Una maceta que estaba sobre la mesa se cayó, rodó hasta el borde y se hizo trizas contra el piso. ¡Con lo que su dueño quería a esa planta!
Confuso no pudo mantenerse parado sobre la pared como había imaginado, sino que directamente cayó del otro lado y fue a dar de cabeza contra un árbol.
Cuando se recobró, caminó unos pasos mientras pensaba en que nunca había estado solo en la calle.
Con una mezcla de miedo y alegría salió corriendo hacia el parque. Era libre. Nunca más sería un perro encerrado en un patio. Recorrería el mundo. Viviría mil aventuras. Comería carne. Hablaría otros idiomas. Nunca más regresaría a la casa del aburrido Dimitri Dimitrovich.
Tan entusiasmado iba, que cruzó la calle a la carrera sin mirar el semáforo. Tres automóviles que venían muy rápido frenaron a centímetros de Confuso que aulló como si lo hubieran llevado por delante. ¿Habían comenzado las aventuras?
En el parque encontró a un caniche parado delante de una bolsa de plástico. Iba y venía, hacía dos pasos para cada lado y cada vez volvía a mirar la bolsa.
Confuso jamás había tenido un perro amigo y ahora que andaba solo se le ocurrió que podía intentar que ese caniche fuera el primero. Sólo que desconocía cómo se inicia una amistad. Seguramente no correspondía ir directamente a decirle al otro «quiero ser tu amigo». Debía haber otra manera. Por ejemplo, hacer algo que despertara la admiración del otro.
Para caerle bien a ese perro se le ocurrió romper la bolsa de residuos. Seguramente el caniche no se atrevía a hacerlo por miedo a que un humano se enojara. Era tan pequeño que debía temerle a todo.
Confuso se dijo que ésa era una buena oportunidad para él. Mordió la bolsa, la sujetó con sus patas delanteras y sacudió la cabeza de un lado a otro.
Al rasgar el plástico, apareció una lata. Una boca enorme como la suya, se dijo Confuso, bien podía romper esa lata. Así que preparó su mandíbula, cerró los ojos y dio un potente mordiscón. De inmediato se esparció a su alrededor un intenso olor que lo asqueó bastante.
El otro perrito se acercó, miró con cierta curiosidad y luego retrocedió un par de metros. Miraba a Confuso y a la lata, como si no terminara de entender lo que veía.
Lo que había en la bolsa tenía un gusto muy desagradable pero a Confuso le pareció que si no lo comía, el caniche iba a pensar que él era uno de esos perros delicados y bobos que comen alimento comprado. De modo que se llenó la boca de esa pasta dudosa y tragó un poco. Con el segundo bocado le hizo una seña al caniche para que se acercara si quería compartir ese manjar. El caniche se acercó, olió la bolsa y, con un gesto de repugnancia, preguntó:
—No es… ¿cera para pisos? ¿Qué clase de perro come eso?