13

El verano aún continuó con buen tiempo. Al anochecer, a menudo se desataban tormentas, y entonces se sentaba en el balcón techado a mirar cómo se oscurecían las nubes, cómo el viento hacía que se inclinaran los árboles y cómo empezaban a caer las gotas, primero aisladas y luego en forma de aguacero. Cuando la temperatura descendía demasiado, se echaba una manta por encima. A veces se quedaba dormida y no se despertaba hasta que era noche cerrada. Por la mañana, tras la tormenta, el aire era de una frescura embriagadora.

Daba paseos más largos e hizo planes para irse de viaje, pero no llegó a decidirse. Recibió una postal de Emilia desde Costa Rica. Sus padres no le perdonaban que la hubiera dejado irse a aquel viaje. Tendría que haberse quedado al menos con la dirección de la amiga de Frankfurt, para haber podido hablar con ella antes de su partida. Al final les dijo que no quería seguir oyendo hablar de aquel asunto y que, si no pensaban dejarlo, no fueran a visitarla más.

Después de unas semanas, llegó el paquetito de Adalbert. Le gustó aquel libro finito, encuadernado en negro; le gustó a la vista y al tacto. Y también le gustó su título: Esperanza y decisión. Pero no quería saber qué pensaba Adalbert.

Lo que sí le hubiera gustado saber era si seguía bailando igual de bien. En realidad, no podía ser de otro modo. Cuando fue a visitarlo, tendría que haberse quedado un rato más, haber encendido la radio y haberse puesto a bailar con él, haber salido de la habitación a la terraza y haberse dejado llevar por él, con su único brazo, de un modo tan seguro y tan ligero, como si volara.