12

—¿Y por qué me lo contaste de otra manera?

—Pensaba que había sucedido de otra manera; lo creía incluso cuando hablé con Adalbert.

—Pero no se puede…

—Sí, Emilia, se puede. Yo no podía soportar el hecho de haber tomado una decisión equivocada. Bueno, Adalbert dice que no hay decisiones equivocadas… O sea que yo no podía soportar haber tomado la decisión que tomé. Pero ¿acaso había decidido yo? Entonces tenía la sensación de que me había sentido atraída, primero por Adalbert y luego, con más fuerza, por mi mundo de siempre y por Helmut. Y, como no fui feliz ni con Helmut ni en aquel mundo, no perdoné a Adalbert que no hubiera comprendido mis miedos, que no me hubiera ayudado y que no me hubiera retenido. Me había sentido abandonada por él, y mi memoria lo situó todo en la escena de la despedida en el andén.

—Pero sí que tomaste una decisión.

No supo qué podía contestar. ¿Que no había ninguna diferencia, porque, en cualquier caso, habría tenido que vivir con las consecuencias de una u otra decisión; que en realidad no sabía lo que era decidirse? Cuando Helmut la llevó a casa, se dio por supuesto que se casaría con él, que luego llegarían los hijos y también las aventuras. Las obligaciones para las que había vivido estaban ahí y había que cumplirlas… ¿Sobre qué podía decidir?

Irritada, contestó:

—¿Debería haber decidido no preocuparme por mis hijos, no cuidarlos cuando estaban enfermos, no hablar con ellos de lo que les entretenía, no llevarlos a un concierto o al teatro, no buscarles el colegio más adecuado, no ayudarles a hacer los deberes? Y, en el caso de mis nietos, si no hubiera cumplido con mis obligaciones…

—¿Tus obligaciones? ¿Es que sólo somos obligaciones para ti? ¿Tus hijos sólo fueron obligaciones para ti?

—No, naturalmente que os quiero. Yo…

—Pues suena como si querernos fuera una obligación para ti.

Le pareció que Emilia la interrumpía demasiado a menudo. Al mismo tiempo, no sabía cómo seguir. Dejaron la carretera secundaria y se incorporaron al denso tráfico de la autopista. Emilia conducía deprisa, más deprisa de lo que había ido en el viaje de ida, e incluso a veces se arriesgaba más de la cuenta.

—¿Puedes ir más despacio, por favor? Me da miedo.

Emilia dio un volantazo hacia la derecha y se situó entre dos camiones lentos.

—¿Así te parece bien?

La abuela estaba cansada, no quería dormirse, pero se durmió. Soñó que era una niña e iba de la mano de su madre, caminando por una ciudad. Aunque conocía las calles y las casas, sentía que la ciudad le era extraña. En el sueño pensaba que se debía a que era muy pequeña, pero eso no servía de nada; cuanto más andaban, más miedo y opresión sentía. Luego un perro negro muy grande, con unos enormes ojos negros, la asustaba, y entonces se despertó dando un grito de horror.

—¿Qué pasa, abuela?

—Estaba soñando.

En una señal vio que ya no quedaba mucho para llegar. Mientras dormía, Emilia había vuelto al carril izquierdo.

—Te dejo en tu casa y me pongo en camino.

—¿Vas a casa de tus padres?

—No. No tengo por qué esperar en casa de mis padres a ver si me dan plaza. Tengo algo de dinero y me voy a ir a ver a una amiga a Costa Rica. Siempre he querido aprender español.

—Pero ¿esta misma noche?

—Esta noche iré a Frankfurt y me quedaré en casa de otra amiga hasta que consiga el billete de avión.

Tuvo la sensación de que tenía que decirle algo, algo estimulante o alguna advertencia. Pero no podía pensar deprisa. ¿Estaba actuando Emilia bien o mal? Le maravillaba su decisión, pero no podía decírselo hasta no haber resuelto si estaba bien.

Después de que Emilia la llevara a casa e hiciera su maleta, la llevó a la parada del autobús.

—Muchas gracias. Sin ti no me habría puesto bien y sin ti no habría hecho el viaje.

Emilia se encogió de hombros.

—No tiene importancia.

—Te he decepcionado, ¿verdad? —dijo buscando las palabras que lo arreglarían todo. Pero no las encontró—. Tú lo harás mejor.

El autobús llegó, la abuela abrazó a Emilia y Emilia la rodeó con sus brazos. Se subió por la parte de delante y necesitó un poco de tiempo hasta llegar a la parte posterior. Antes de que el autobús desapareciera tras la curva, la vio arrodillada en la última fila, diciéndole adiós con la mano.