Emilia la estaba esperando en el salón del vestíbulo; al verla, dio un salto y fue a su encuentro.
—¿Qué tal ha ido todo?
—Te lo contaré mañana durante el viaje. Ahora lo único que quiero es cenar e ir al cine.
Cenaron en el patio interior. Era temprano y fueron las primeras. Los edificios que rodeaban el patio lo mantenían protegido de los ruidos de la calle y del tráfico. En un tejado cantaba un mirlo y a las siete tocaron las campanas; aparte de eso, no se oía nada. Emilia, contrariada por la actitud de la abuela, no tenía ganas de hablar, así que cenaron en silencio.
A la abuela no le importaba mucho qué clase de película iban a ver. Había ido poco al cine a lo largo de su vida y nunca había acabado de acostumbrarse a ver la televisión. Pero las grandes imágenes en color sobre la pantalla le parecían subyugantes y aquella noche quería que la subyugaran. La película lo consiguió, pero no haciéndole olvidarlo todo, sino recordándoselo todo: los sueños que tuvo de niña, la añoranza de algo que fuera más grande y más bonito que los días familiares y los días de colegio, sus penosos intentos de tocar el piano y bailar ballet. El niño cuya historia se contaba en la película estaba fascinado por el cine y no dejaba en paz al operador que proyectaba las películas en el pequeño pueblo siciliano en el que vivía, hasta que consiguió que le dejara asistir a su lado a las proyecciones y acabó por convertirse en director de cine. De los sueños de su infancia, al final, lo que quedaba era haber dado con el hombre apropiado, cosa que a ella no le había sucedido.
Pero nunca se había permitido tener lástima de sí misma y tampoco se lo iba a permitir ahora. Emilia salió del cine con los ojos llenos de lágrimas, se cogió de su brazo y se acurrucó contra ella, que respondió dándole unos golpecitos en la espalda porque, rodearla con sus brazos, era algo a lo que no podía llegar. Emilia se soltó pronto y caminaron una al lado de la otra por la ciudad, aún iluminada por los últimos rayos del sol, hacia el hotel.
—¿De verdad quieres volver a casa mañana?
—No tengo que estar de vuelta temprano, así que no tenemos que madrugar. ¿Te parece bien que desayunemos a las nueve?
Emilia asintió con la cabeza, pero no estaba conforme con su abuela ni con los dos últimos días pasados en su compañía.
—¿Y ahora te duermes como si no hubiera pasado nada?
La abuela se rió.
—Aunque no haya pasado nada, ya nunca me duermo como si no hubiera pasado nada. Cuando se es joven, o se duerme o se está despierto y levantado. En la vejez se añade una tercera posibilidad: la de no dormir ni estar despierto y levantado. Es un estado peculiar, y un secreto para llegar a ser viejo consiste en aceptar que es así. Si te apetece, puedes ir a darte una vuelta por la ciudad. Te doy permiso.
Se fue a su cuarto y se tumbó en la cama. Se dispuso a pasar una noche durmiéndose y despertándose, con recuerdos y reflexiones, durmiéndose y despertándose. Pero no se despertó hasta el día siguiente.
Luego se sentaron en el coche y volvieron a tomar la carreterita que iba siguiendo las curvas del río. Emilia había comprendido que sus preguntas no iban a hallar respuesta y dejó de preguntar. Sólo esperó.
—Las cosas no sucedieron como te las conté en el viaje de venida. Él no me abandonó. Fui yo quien lo abandonó a él. —No dijo más, pero ante la insistencia de Emilia siguió hablando—. Cuando nos despedimos en la estación, yo sabía que volvería pronto y que en esos días no podía escribirme ni llamarme. Podría haberle esperado, pero mis padres se habían enterado de que yo no estaba haciendo unas prácticas y mandaron a Helmut a buscarme. Tenía que llevarme a casa y es lo que hizo. A mí me daba miedo la vida con Adalbert, la pobreza en la que había crecido y que no le preocupaba en absoluto, me daban miedo sus ideas, que no comprendía, y la ruptura con mis padres. Helmut pertenecía a mi mundo y yo me refugié en ese mundo.