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¿Qué esperaba? Las casas ya no eran grises, sino blancas y amarillas, y ocre o incluso verdes o azules. Las tiendas eran filiales de grandes cadenas y donde recordaba hosterías, bares y tabernas había ahora restaurantes de comida rápida. La librería que le gustaba también pertenecía ahora a una cadena y sólo vendía bestsellers y periódicos. De todas maneras, el río seguía discurriendo a través de la ciudad como lo hacía entonces y las callejuelas seguían siendo igual de estrechas, el camino que llevaba al castillo igual de empinado y la vista desde el castillo seguía abarcando hasta tan lejos como entonces. Se sentó con su nieta en una terraza y miró la ciudad y la tierra circundante.

—¿Es como lo imaginabas?

—Ay, hija, deja que me siente y que mire un poco. Por suerte no me he imaginado mucho.

Estaba cansada y, después de cenar en la terraza y volver al hotel, se fue a la cama a pesar de que sólo eran las ocho. Emilia le había pedido permiso para dar una vuelta por la ciudad y su petición la había asombrado y enternecido. ¿No era una chica independiente?

Aunque estaba muy cansada, no se durmió. En el exterior aún había luz y podía reconocer todo claramente: el armario de tres cuerpos, la mesa junto a la pared con el espejo encima que podía servir de tocador o escritorio, según interesara, las dos butacas junto al estante, en el que había una botella de agua, un vaso y un cesto con fruta, el televisor y la puerta del cuarto de baño. Le recordó las habitaciones en las que había pernoctado con su marido, cuando aún le acompañaba a las conferencias; era la típica habitación de un buen hotel, el mejor incluso tratándose de una ciudad pequeña, pero tan funcional que no tenía ningún encanto.

Pensó en la habitación en la que Adalbert y ella habían pasado su primera noche juntos. Tenía una cama, una silla, un lavabo con aguamanil y jofaina, un espejo y un gancho en la puerta. Era funcional, pero tenía su encanto y su secreto. Adalbert y ella pidieron dos habitaciones individuales ante la estricta mirada de la dueña y, después de cenar, cada uno se fue a su habitación. A pesar de no haberse dicho nada, ella sabía que más tarde él se presentaría en la suya. Lo sabía desde por la mañana y había metido en la maleta su camisón más bonito. Ahora lo llevaba puesto.

¿Tendría también encanto esta habitación en la que estaba si estuviera en ella con Adalbert? ¿Habría viajado mucho también con él y habría pernoctado en muchos hoteles? ¿Cómo habría sido la vida con él? ¿También una vida al lado de un hombre con muchas responsabilidades, que viajaría mucho, estaría poco en casa y tendría sus aventuras? No podía imaginarse una vida así con Adalbert, pero tampoco podía imaginársela de otra manera. Pensar en la vida con Adalbert le daba miedo, le producía esa curiosa sensación de perder el suelo bajo los pies. ¿Sería porque la había dejado plantada?

Había cerrado la ventana y oía los ruidos de la calle amortiguados: la risa clara de las jóvenes, la charla en voz alta de los muchachos, el coche que circulaba despacio entre los peatones, la música que salía de una ventana abierta, el estrépito de una botella al hacerse mil pedazos. ¿La habría tirado algún borracho? Los borrachos le daban miedo, a pesar de que, inmediatamente, les daba a entender con voz firme que no iban a sacar nada de ella. Es realmente curioso, pensó, que provocar miedo en otros no proteja de sentir miedo de ellos.

Cuanto más tiempo llevaba allí tumbada pensando, más despierta estaba. ¿Qué querría hacer Emilia? ¿En qué clase de profesional de la medicina se convertiría? ¿Resoluta o cautelosa? ¿Por qué se hacía esa pregunta? ¿Sería porque, a pesar de todo, quería a su nieta? ¿Qué sentía por sus otros nietos y por sus hijos? Había encargado a Emilia que se ocupara de las llamadas obligatorias al mediodía y por la noche, ya que era con ella con quien querían hablar sus padres. Quería que su familia la dejara en paz y a ese respecto no había cambiado nada. Y lo mejor sería que también Emilia la dejara en paz.

Se levantó y fue al cuarto de baño. Se quitó el camisón y se miró: brazos y piernas flacos, pechos y barriga fláccidos, cintura ancha, arrugas en el rostro y en el cuello. No, no se gustaba. No le gustaba su aspecto, ni cómo se sentía ni cómo vivía. Volvió a ponerse el camisón, se tumbó en la cama y encendió el televisor. Con qué naturalidad se amaban hombres y mujeres, padres e hijos. ¿O sólo jugaban todos a ese juego en el que uno aparenta algo para que el otro le permita vivir con sus ilusiones? ¿Habría perdido ella simplemente las ganas de jugar a aquel juego? ¿O ya no le compensaba hacer ese esfuerzo porque, para los años que le quedaban, no precisaba más ilusiones?

Tampoco precisaba hacer más viajes. Viajar era sólo una ilusión más breve aún que el amor. Al día siguiente volvería a casa.