¿Podría librarse de Emilia? Sus hijos se lo tomarían como señal de que aún seguía enferma, igual que habían hecho con su comportamiento del día de su cumpleaños, atribuyéndolo al inicio de la enfermedad. ¿Podría sobornar a Emilia para que convenciera a sus hijos de que ya estaba bien?
—No —dijo Emilia, riéndose—. ¿Cómo voy a explicar a mis padres que de pronto tengo dinero? Si no se lo explico y hago como si no lo tuviera, tendría que volver a trabajar.
Por la noche lo intentó de nuevo.
—¿No podría haberte regalado yo ese dinero?
—Nunca has regalado algo a un nieto que no hayas regalado también a los demás. Cuando éramos pequeños, nunca hiciste una excursión con uno que no hicieras con todos los demás a lo largo de los dos o tres años siguientes.
—Eso era algo exagerado.
—Papá siempre dice que, sin ti, él no habría sido juez.
—Pues, a pesar de eso, era algo exagerado. ¿Te dejarían ir conmigo de viaje? Un viaje para ponerme mejor, claro.
Emilia la miró dubitativa.
—¿Quieres decir a un balneario?
—Quiero salir de aquí. Este apartamento me parece una cárcel y tú mi guardiana. Lo siento, es así, y sería así aunque fueras una santa —dijo sonriendo—. Mejor dicho, es así a pesar de que eres una santa. Sin ti no habría conseguido recuperarme.
—¿Adónde quieres ir?
—Al Sur.
—Pero no puedo decirles a mis padres que me voy de viaje contigo al Sur. Necesitamos tener un lugar de destino, un itinerario y unas paradas intermedias, y ellos tienen que saber a qué comisaría pueden llamar para que nos busquen, si no tienen noticias nuestras. ¿Cómo quieres viajar? ¿En coche? Mis padres no lo permitirían en la vida. Quizá si fuese yo la que condujera…, pero si conduces tú no. Cuando estabas bien ya estuvieron pensando en llamar a la policía para que te citaran, te hicieran un examen, te suspendieran y no te dejaran conducir más. Así que ahora que estás enferma…
Escuchaba a su nieta asombrada. ¡Qué miedosa era aquella jovencita tan fuerte, qué dependiente de sus padres! ¿Qué destino, qué itinerario y qué paradas intermedias iba a facilitar?
—¿No basta con que cada mañana les digamos dónde vamos a estar por la noche? ¿Con que les digamos por la mañana temprano, por ejemplo, que por la noche vamos a estar en Zúrich?
Pero no quería ir a Zúrich. Tampoco quería ir al Sur. A donde quería ir era a la ciudad en la que había empezado sus estudios universitarios a finales de los años cuarenta. Sí, era una ciudad que estaba en el sur, pero no era el Sur. En primavera y en otoño llovía mucho y en invierno nevaba. Sólo en verano era increíblemente hermosa.
O al menos así lo veía ella en su fuero interno. Desde su época de estudiante no había vuelto a ir. Quizá porque no se había presentado la ocasión o porque no se había atrevido, o porque no quería que se rompiese el hechizo de aquel último verano con el estudiante al que le faltaba un brazo y con el que había bailado entonces en el baile de los alumnos de medicina, y también ahora en su sueño febril. Llevaba un traje oscuro y la manga izquierda metida en el bolsillo izquierdo, pero a ella la llevaba con el derecho, con seguridad y ligereza, y era el mejor bailarín de todos aquéllos con los que bailó esa noche. Además, era un chico entretenido y, como quien cuenta un chiste, le contó cómo había perdido el brazo a los quince años a causa de una bomba y le habló de los filósofos que estudiaba como si se tratara de unos amigos extravagantes.
¿O acaso no había vuelto a aquella ciudad porque no quería recordar el dolor de la despedida? Después del baile, él la había acompañado a casa y la había besado en la puerta, y luego se habían visto al día siguiente y al otro y al otro, hasta que, súbitamente, él tuvo que marcharse. Era septiembre, la mayoría de los estudiantes habían abandonado la ciudad, pero ella se había quedado allí por él y les había contado a sus padres, que la esperaban en casa, una mentira sobre unas prácticas. Le acompañó al tren; él le prometió que escribiría, que llamaría por teléfono y que volvería pronto. Pero nunca más supo de él.
Emilia estaba en el balcón, hablando por teléfono con sus padres. Después le dijo a su abuela que sus padres estaban de acuerdo, siempre que llamaran por la mañana, a mediodía y por la noche.
—Soy la responsable, abuela, y espero que no me lo pongas difícil.
—¿O sea que no tengo que escaparme ni emborracharme ni liarme con desconocidos?
—¡Abuela! Ya sabes a qué me refiero.
No, no lo sé, pensó ella, pero no lo dijo.