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Rechazó los ofrecimientos a acompañarla y se fue sola. ¿Qué había sido de sus buenos propósitos? Pero, bueno, se había levantado y se había ido. Hubiera preferido seguir, pero habría sacado de sus casillas a sus hijos. ¿Habría llevado a su hijo, el juez, a levantar la voz y a dar patadas; al director del museo a estampar la vajilla contra el suelo o lanzarla contra la pared; a sus hijas a mirarla no con gesto de súplica sino lleno de rencor?

Cuando su nieto el mayor la fue a buscar, estaba decidida a no irritar ni provocar a nadie. Durante el breve recorrido, Ferdinand le habló del examen que tenía que hacer pocas semanas más tarde. Siempre le había parecido que era muy sensato. Ahora se dijo que en realidad era muy aburrido. Se sentía cansada.

Al día siguiente se puso enferma. No era catarro ni tos ni dolor de estómago ni problemas digestivos. Se trataba simplemente de una fiebre alta contra la que ni antipiréticos ni antibióticos le hacían nada. El médico, encogiendo los hombros, dijo que se trataría de un virus. Pero llamó al hijo mayor, quien envió a su segunda hija para que se ocupase de ella. Emilia tenía dieciocho años y estaba pendiente de obtener plaza para estudiar medicina.

Emilia le cambió la ropa de cama, le frotó la espalda y los brazos con alcohol y le puso paños fríos en las pantorrillas. Por las mañanas le llevaba zumo de naranja recién exprimido; a mediodía, manzana recién rallada y, por la noche, un vaso de vino tinto con una yema de huevo, y a todas horas le preparaba infusiones de hierbabuena o de manzanilla. Ventilaba la habitación varias veces al día y también varias veces al día le hacía dar unos pasos por el cuarto y por el pasillo. Todos los días le preparaba el baño y la ayudaba a meterse dentro. Era una chica muy fuerte.

Pasaron cinco días hasta que la fiebre empezó a bajar. Ella no quería morirse, pero estaba tan cansada que le daba igual vivir o morir, ponerse bien o seguir enferma. Tal vez hasta prefiriese seguir enferma a ponerse bien. Le gustaba aquel letargo febril en el que entraba al despertarse y desde el cual volvía a sumirse en el sueño: un letargo que amortiguaba todo lo que veía y oía, es más, convertía la inclinación del árbol que había ante la ventana en el baile de un hada y el canto del mirlo en la llamada de una bruja. Aunque al mismo tiempo también le gustaba la intensidad con la que notaba el calor del agua del baño y el frescor del alcohol sobre la piel. Hasta los escalofríos que la sacudieron algunas veces durante los primeros días le gustaban. No le permitían más que desear la llegada del calor, sin un solo resquicio para pensar o sentir otra cosa. ¡Y qué placer cuando, en efecto, llegaba el calor!

Volvía a ser joven. Las imágenes y los sueños que le provocaba la fiebre eran las mismas imágenes y sueños que había tenido en la infancia. Con el hada y la bruja le llegaban también retazos de los cuentos que entonces le gustaban: Blancanieve y Rojaflor, Hermanito y hermanita, La capa de pieles, La Cenicienta y La Bella Durmiente. Cuando el viento entraba por la ventana, recordaba a la camarera del rey ordenándole al viento: «Sopla, sopla, vientecillo, y quítale a Kürdchen su sombrerillo». No sabía cómo seguía. Cuando era joven, esquiaba muy bien y en uno de los sueños que tuvo descendía por una pendiente blanca, se elevaba por el aire y flotaba sobre bosques, valles y aldeas. En otro, tenía que encontrarse con alguien, aunque no sabía con quién ni dónde, únicamente que tenía que ser una noche de luna llena, y también sabía el principio de la canción con la que habían de reconocerse. Al despertarse le pareció como si ya hubiera soñado antes aquel sueño, la primera vez que se enamoró, y recordó los primeros compases de un viejo éxito musical de entonces. La melodía la acompañó durante toda la jornada. Otra vez soñó que estaba en una fiesta bailando con un hombre al que le faltaba un brazo, pero que la llevaba con el otro con tal maestría y ligereza que no tenía ni que mover las piernas; quería bailar hasta por la mañana, pero antes de que se hiciera de día en su sueño, se despertó con el amanecer real.

Emilia se sentaba a menudo al lado de su cama y la cogía de la mano. ¡Qué liviana sentía su mano entre las fuertes manos de su fornida nieta! La gratitud por estar tan bien atendida, por que se le permitiera ser débil y por no tener que decir ni hacer nada, hizo que se le saltaran las lágrimas. Lloró y lloró sin poder parar. De las lágrimas de gratitud pasó a las de tristeza, porque su vida no había sido como debería, y de las de tristeza a las de soledad. Le hacía bien que Emilia la cuidara, pero al mismo tiempo se sentía tan sola como si su nieta no estuviese allí.

Cuando se puso mejor y sus hijos, uno tras otro, fueron a visitarla, la cosa seguía igual. Sus hijos estaban con ella, pero se sentía tan sola como si no estuvieran. Eso es el fin del amor, pensó, sentirse tan sola con los demás como si no estuvieran.

Emilia siguió con ella y empezaron a dar paseos, primero cortos y después más largos. La acompañaba a comer al restaurante de la residencia y por la noche veía con ella la televisión. Siempre estaba a su lado.

—¿No tienes que estudiar o trabajar para ganar algo de dinero?

—Tenía un trabajillo, pero tus hijos decidieron que lo dejara para ocuparme de ti y me pagan lo mismo que ganaba antes. No era un trabajo que me gustase, así que no lo siento.

—¿Y hasta cuándo tienes que trabajar conmigo?

Emilia se rió.

—Hasta que tus hijos consideren que estás bien.

—¿Y si yo considero que estoy bien antes que ellos?

—Creí que te alegraba que estuviera aquí contigo.

—No me gusta que otros decidan si estoy bien y lo que necesito.

Emilia asintió.

—Lo comprendo.