1

El día en que dejó de querer a sus hijos no fue distinto a otros días. Cuando a la mañana siguiente se preguntó qué había provocado aquella pérdida de cariño, no encontró ninguna respuesta. ¿Le había atormentado especialmente el dolor de espalda? ¿Le había mortificado especialmente no haber podido realizar alguna tarea doméstica sencilla? ¿Le había molestado especialmente una discusión con algún empleado? Tenía que haber sido algo así de insignificante, porque en su vida ya no sucedía nada importante.

Pero se debiera a lo que se debiese, la pérdida se había producido. Había descolgado el teléfono para llamar a su hija y hablar de su cumpleaños, de los invitados, del lugar y del menú, pero había vuelto a colgar. No quería hablar con ella. Tampoco quería hablar con sus otros hijos. No quería verlos ni el día del cumpleaños, ni antes ni después. Se quedó junto al aparato esperando a que le entraran ganas de llamarlos. Pero no le entraron. Por la noche, cuando sonó el teléfono, contestó sólo porque sus hijos se habrían preocupado, habrían llamado a la centralita y habrían insistido en que algún empleado fuera a ver. Así que mintió: dijo que no podía hablar porque tenía visita.

No tenía nada que reprochar a sus hijos. Se llevaba bien con ellos. Las demás señoras de la residencia también consideraban que tenía mucha suerte con ellos, que le habían salido muy bien: uno era magistrado; el otro, director de un museo; una hija se había casado con un catedrático y la otra con un famoso director de orquesta. Y había que ver cuántas atenciones le dedicaban: iban a visitarla, sin dejar que pasara mucho tiempo entre la visita de uno y de otro, y se quedaban una o dos noches; a veces se la llevaban a su casa dos o tres días, y para su cumpleaños iban a felicitarla acompañados de sus respectivas familias; la ayudaban con la declaración de la renta, los seguros y las subvenciones; la acompañaban al médico y a comprarse las gafas o el audífono. Tenían sus familias, sus profesiones y su vida, pero hacían partícipe de todo ello a su madre.

De modo que se fue a la cama con una sensación de malestar, igual que cuando uno se va con ardor de estómago y una pastilla de Rennie o con un principio de resfriado y una aspirina, para despertarse a la mañana siguiente como si no hubiera pasado nada. No tenía ningún medicamento para las indisposiciones del cariño, pero se preparó una infusión, una mezcla de manzanilla y hierbabuena, pensando que a la mañana siguiente todo volvería a la normalidad. Pero a la mañana siguiente pensar en ver a sus hijos o hablar con ellos por teléfono se le hacía tan cuesta arriba como la noche anterior.