No hicieron el viaje de regreso en medio de un silencio absoluto: las señales al borde de la autopista que indicaban sitios de interés turístico suscitaron en el padre recuerdos o comentarios; las noticias de los paneles luminosos sobre la congestión del tráfico o la irrupción de un caballo en la autopista le hicieron señalar que aquello no les afectaba. Si el padre observaba que reducía la velocidad al acercarse a una gasolinera, preguntaba si tenía que repostar, y él le aclaraba que estaba pensando si hacerlo en ésa o en la siguiente, o en algún momento él le preguntó a su padre si quería tomar un café o comer algo o reclinar el respaldo del asiento y dormir un poco.
Con su padre era atento, cortés y complaciente. Actuaba como lo habría hecho si se hubiera sentido compenetrado con él, a pesar de que no lo sentía cercano, sino frío y distante. Se puso a pensar en lo que le esperaba en el periódico los días siguientes: la columna, la serie de retratos y el artículo largo sobre la reforma del derecho de manutención que tenía que tener listo para la semana siguiente. ¿Estaría su padre intentando iniciar una conversación con aquellos recuerdos, comentarios, observaciones y preguntas? Le era indiferente y se limitó a responder con monosílabos.
Cuando sólo faltaba una hora para poder dejarlo en su casa, se desató una tormenta. Fue aumentando la velocidad de los limpiaparabrisas, pero llegó un momento en que no eran suficiente. Bajo un puente, se hizo a un lado y paró en el arcén. En cuestión de un segundo cesó el ruido de la lluvia sobre el techo. Los neumáticos de los demás coches silbaban sobre el asfalto mojado. Pero no se oía nada más.
—Podría… —El coche tenía un reproductor de cedés, pero normalmente no llevaba discos. Cuando viajaba solo, trabajaba, llamaba por teléfono o dictaba. Cuando le entraba sueño y quería mantenerse despierto, ponía la radio. Pero después del concierto del día anterior había comprado una grabación del coro con los motetes de Bach. La puso.
De nuevo le embargó la dulzura de aquella música. Ahora también pudo entender fragmentos del texto: «Eres mío porque te tengo asido y no te dejaré salir de mi corazón, luz mía». Él no lo había expresado con esas palabras, pero lo había sentido así cuando amaba a su mujer y sabía que ella también lo amaba. «Somos como la hierba, como flores, como hojas que caen; todo desaparece en cuanto sopla el viento». ¡Qué bien conocía esa sensación y con qué frecuencia la sentía en aquella vida que llevaba, de contrato en contrato y de plazo en plazo! «Bajo tu protección estoy libre de los ataques de cualquier enemigo». Así se sentía: protegido por el puente de la autopista y libre de los embates de la tormenta, de aquella tormenta y de las que aún habrían de venir.
Quiso hacer un comentario sobre la alegría que le producían aquellos textos y miró a su padre. Estaba sentado como siempre, erguido, con las piernas cruzadas, los brazos sobre los reposabrazos y las manos colgando. Las lágrimas le surcaban el rostro.
Al principio no pudo apartar la vista de su padre llorando. Luego pensó que era una impertinencia por su parte, desvió la mirada y se puso a mirar la lluvia. ¿Estaría su padre mirando también la lluvia? La lluvia y la carretera y los coches que cruzaban un gran charco más allá del puente, bajo el aguacero y entre surtidores. ¿O vería todo borroso a través de las lágrimas; no sólo la lluvia y la carretera y los coches, sino todo lo que no se acomodaba a la continuidad y a la justa proporción? ¿Le habrían dado tantos disgustos sus hijos con sus cambios, sus equivocaciones y sus rebeldías que ya no quería verlos? «¡Qué pena que se hagan mayores!», le había dicho a su hija, cuando conoció a sus gemelos de dos años el día del setenta cumpleaños de su mujer.
Estuvieron bajo el puente hasta que la tormenta y la música acabaron. El padre se limpió la cara con el pañuelo. Luego lo dobló con esmero y sonrió a su hijo.
—Creo que podemos seguir.