8

Sabía que compartía con su padre el amor por la música de Bach. Pero él, hasta entonces, sólo se había interesado por la música profana. El Bach que le había interesado era el de las Variaciones Goldberg, el de las suites y las partitas, el de la Ofrenda musical y el de los conciertos. De niño había asistido con sus padres a la Pasión según San Mateo y al Oratorio de Navidad, se había aburrido mucho y había deducido que la música religiosa de Bach no era para él. Si los motetes no hubieran figurado en el programa de las obras que iba a escuchar en aquel viaje con su padre, no se le habría ocurrido escucharlos.

Pero cuando los oyó en la iglesia, le conmovieron. No entendía qué decían los textos, pero como no quería que la lectura lo distrajera de la música, tampoco fue leyendo las letras que figuraban en el programa. Quería saborear la dulzura de la música. Hasta entonces jamás había asociado la dulzura con Bach, y tampoco le parecía que Bach se caracterizara por eso, pero eso fue lo que sintió: una dulzura, en parte dolorosa y en parte dichosa, que, con los coros, le hizo sentirse apaciguado hasta lo más profundo. Recordó la respuesta de su padre a su pregunta de por qué le gustaba Bach.

En el descanso salieron a la puerta de la iglesia y contemplaron el trajín de aquella tarde de domingo estival. Los turistas se paseaban por la plaza o estaban sentados en las mesitas desplegadas ante cafés y restaurantes; los niños corrían alrededor de la fuente; el aire transportaba el ruido de las voces y el olor de las salchichas a la parrilla. El ambiente de la iglesia y el del exterior no podían ser más antagónicos, pero eso no le molestó. También se sentía en paz con ese antagonismo.

Una vez más, padre e hijo permanecieron en silencio durante el descanso y de regreso al hotel. Durante la cena el padre se volvió más locuaz y le ilustró sobre los motetes, su función en bodas y entierros, su interpretación inicial, acompañados de orquesta, y sin ella a partir del siglo XIX, y el lugar que ocupaban en el repertorio del coro infantil del colegio de Santo Tomás de Leipzig. Al acabar, el padre le propuso dar un paseo por la playa. Fueron cuando anochecía y volvieron cuando ya era de noche.

—No —le dijo él—, no sé quién eres.

El padre se rió bajito.

—O no te gusta cómo soy.

En el hotel preguntó:

—¿A qué hora salimos mañana?

—Tengo que estar en casa a última hora de la tarde; me gustaría salir hacia las ocho. ¿Te parece bien que desayunemos a las siete y media?

—Sí. ¡Que duermas bien!

Él volvió a sentarse en la terraza de su habitación. ¡Pues eso había sido todo! Durante el viaje de vuelta podría seguir preguntándole a su padre por sus estudios y su vida profesional, pero ¿para qué? Lo que quería saber seguiría sin saberlo.

Se le habían quitado las ganas de preguntarle. Después de tantos silencios compartidos, la idea de un viaje de regreso en silencio ya no le asustaba.