Ese mismo día se puso a escuchar los ruidos. Estaba en el jardín o en el lago y aguzaba el oído por si lo que acababa de oír era el coche de su mujer. Estaba en el primer piso, oía un ruido en la planta baja y aguzaba el oído por si eran pasos. Estaba en la planta baja, oía un ruido en el primer piso y aguzaba el oído por si eran voces.
Durante los siguientes días, a veces, creyó oír a su mujer llegar con el coche o subir las escaleras, o a Matthias ir corriendo hacia él o a Ariane llamándole. Entonces iba a la puerta o a la escalera o se volvía y veía que no había nadie. Un día fue varias veces de la casa al lago porque se le había metido en la cabeza la idea de que su mujer llegaría en una barca, se sentaría en el banco y estaría esperando que él fuera a sentarse junto a ella. Cuando estaba allí abajo, en el banco, la idea le parecía absurda, pero cuando regresaba a casa, no pasaba mucho tiempo hasta que le parecía oír el motor de una barca que atracaba.
Cuando empezó a oír sobre todo el vacío de la casa y el jardín, se abandonó. El ritual matutino de ducharse, afeitarse y vestirse empezó a superar sus fuerzas. Para ir en el coche a hacer la compra se ponía un pantalón y una chaqueta encima del pijama, sin importarle un bledo que la gente lo mirara. Por la tarde empezaba a beber y al anochecer ya estaba borracho o casi sin sentido, si había mezclado las pastillas con alcohol. Sólo entonces dejaba de tener dolores. Si no, siempre le dolía algo, cuando no el cuerpo entero.
Una noche se cayó en la escalera del sótano, pero estaba demasiado borracho para levantarse y subir. Se sentó en un escalón, se apoyó en la pared y se quedó dormido. A media noche se despertó y notó que tenía la mano derecha hinchada y que le dolía. No era uno de esos dolores que ya reconocía sino un dolor nuevo, fresco, que al mover la mano le pinchaba desde la articulación hasta los dedos. Eso le hizo suponer que se había roto la mano. Y también que había llegado el momento.
Pero no fue a buscar el cóctel, sino que se dirigió a la cocina y preparó café. Llenó una toalla con cubitos de hielo, se sentó en la mesa, se la aplicó en la mano y se bebió el café. No podría conducir. Tendría que llamar a un taxi. Su aspecto y el olor que despedía le resultaron embarazosos; con gran esfuerzo se duchó, se cambió de ropa interior y se puso un traje. Llamó a la empresa de taxis, sacó de la cama al viejo dueño, al que conocía desde hacía años, quien le dijo que iría a buscarle él mismo. Se sentó en la terraza y se puso a esperar. El aire nocturno era cálido.
Luego los hechos se desarrollaron por sí solos. El taxi lo llevó al hospital, el médico le puso una inyección y lo envió al radiólogo; la enfermera le hizo la placa y le dijo que esperara en la salita de espera. Era el único paciente, se sentó en una silla de plástico blanco, bajo la luz blanca del tubo de neón, y se puso a mirar el aparcamiento vacío. Mientras esperaba, le escribió mentalmente una carta a su mujer.
Pasó una hora hasta que lo llamaron. Junto al primer médico había otro que llevaba la voz cantante. Le explicó el número y posición de los huesos de la mano, cuáles eran los dos que se le habían roto; le dijo que no había que operar ni escayolar, que un vendaje fuerte bastaría y que todo volvería a arreglarse. Le puso el vendaje y le indicó que volviera tres días después a revisión. En recepción le pedirían un taxi.
El viejo taxista que le había llevado hasta el hospital le llevó también de vuelta a casa. Durante el trayecto hablaron de sus hijos. Estaba amaneciendo y, cuando se bajó del taxi, los pájaros alborotaban igual que aquella mañana en la que preparó las tortitas. ¿Cuánto tiempo hacía de eso? ¿Tres semanas?