Cuando se fue a acostar, ella no estaba en la cama que compartían, y tampoco estaba cuando se levantó. Preparó el desayuno con sus hijos y fue a despertar a los nietos. Cuando todos estaban sentados a la mesa, apareció su mujer. No se sentó.
—Me voy a la ciudad. Vuestro padre tiene pensado suicidarse una noche de éstas, rodeado de los suyos. Yo me he enterado por casualidad; él no iba a decirnos nada ni a mí ni a vosotros, simplemente pensaba tomarse ese bebedizo, dormirse y morirse. Yo no quiero tener nada que ver con todo eso. Que ponga en práctica el solo lo que ha urdido solo.
Entonces Dagmar le dijo a su marido:
—Llévate a los niños y haz algo con ellos. No sólo a los nuestros, a todos.
Lo dijo con tal determinación que su marido se levantó y salió con los niños. Luego se volvió hacia su padre.
—¿Es verdad que quieres suicidarte, como ha dicho mamá?
—Pensé que no tenía que saberlo todo el mundo; en realidad, que no tenía que saberlo nadie. Los dolores son cada vez más fuertes, y cuando se vuelvan insoportables, tenía pensado irme. ¿Qué hay de malo en ello?
—Que no nos has dicho nada y que tampoco nos lo ibas a decir, o al menos a mamá. Que los dolores se vuelvan insoportables también tiene que ver con que mamá te ayude a soportarlos, y creo que también nosotros… —Miró a su padre decepcionada.
Helmut se levantó.
—Déjalo, Dagmar. Esto es algo que tienen que hablar nuestros padres entre ellos. Yo, en cualquier caso, no voy a inmiscuirme, y tú deberías hacer lo mismo.
—Pero es que no lo han hablado entre ellos y mamá dice que no quiere tener nada que ver —le contestó Dagmar desconcertada.
—Eso también es una forma de romper con él. —Y volviéndose hacia su mujer le dijo—: Venga, vamos a hacer las maletas y nos marchamos.
Se fueron. Dagmar se levantó dubitativa de su asiento, dirigió una mirada interrogante a su padre y a su madre y, al no recibir respuesta, también se fue. La casa se llenó de ruidos de armarios que se abrían y cerraban, de cómodas que se vaciaban, de libros y juguetes que se recogían, de sábanas que se quitaban de las camas, de maletas que se hacían. Los padres pedían a los niños que buscaran esto o que no olvidaran aquello, y como los pequeños notaron que la situación era muy grave, obedecieron.
Su mujer había hecho las maletas por la noche. Aún se quedó un poco en la cocina, con la mirada perdida, y después le miró a él y le dijo:
—Me voy.
—No tienes que irte.
—Sí, tengo que irme.
—¿Vas a la ciudad?
—No lo sé. Aún me quedan tres semanas de vacaciones.
Se fue, y él oyó cómo se despedía de los hijos y de los nietos, cómo abría la puerta, la cerraba, ponía en marcha el coche y se alejaba. Poco después, los demás también habían acabado de hacer las maletas. Entraron en la cocina a despedirse; los hijos, desconcertados, y los nietos, anonadados. Los oyó salir de la casa, cerrar las puertas de los coches y alejarse. Luego se hizo el silencio.