11

Después de la cena se sentó en su rincón del sofá y miró cómo los demás jugaban a un juego en el que sólo podían participar ocho personas. Allí podía cambiar de postura sin llamar la atención y ponerse un almohadón en la espalda, contra la cadera o bajo el muslo. Cada cambio de postura le aportaba cierto alivio hasta que el dolor se acomodaba a la nueva postura. Había tomado Novalgina, pero ya no le hacía nada. ¿Y ahora qué? ¿Debía ir a la ciudad y pedirle morfina al médico? ¿O ya habría llegado el momento de sacar la botella del frigorífico, donde la tenía escondida detrás de media botella de champán, y beberse el cóctel?

Al imaginarse su última noche, siempre lo había hecho pensando que sería una noche sin dolores. Ahora comprendió que no sería fácil encontrar la noche adecuada. Cuanto más tiempo pasara y peor estuviera, más infrecuentes serían esas noches sin dolores, más las disfrutaría y menos dispuesto estaría a renunciar a ellas. ¿Cómo iba a entregarse a la muerte una noche así? No quería morir entre dolores. ¿Sería la morfina la solución? ¿Pasarían con ella las noches libres de dolor de ser algo escaso e irrenunciable a convertirse en situaciones soportables?

Las puertas y ventanas estaban abiertas y el aire tibio traía mosquitos del lago. Cuando fue a dar un manotazo a uno que se le había posado en el brazo izquierdo, no consiguió levantar la mano derecha. Se sentó de otro modo y consiguió levantarla y también pudo moverla al volver a su postura anterior, en la que el brazo no le había obedecido. Probó distintas posturas y en todas pudo levantar la mano, de modo que acabó preguntándose si no habría sido, simplemente, producto de su imaginación. Pero en el fondo sabía que había ocurrido algo que no tenía marcha atrás.

Los demás habían acabado el juego y su amigo estaba contando anécdotas relacionadas con su trabajo. En otro tiempo, sus hijos nunca se cansaban de escucharle, y ahora ocurría lo mismo con sus nietos. Se sintió avergonzado. ¿Qué había tenido él para contarles a sus hijos? ¿Qué tenía para contarles a sus nietos? ¿Que Kant fue un buen jugador de billar y que se sacaba unos cuartos con el juego para pagarse sus estudios? ¿Qué Hegel y su mujer imitaban la vida familiar de Martín Lutero y Catalina de Bora? ¿Qué Schopenhauer trataba fatal a su madre y a su hermana? ¿Qué Wittgenstein se preocupaba de un modo conmovedor por la suya? Conocía algunas anécdotas filosóficas y otras históricas que su abuelo le había contado. Pero de su propio trabajo no tenía nada atractivo que contar. ¿Qué decía eso sobre él, sobre su trabajo y sobre la filosofía analítica? ¿Acaso no era sino un refinado derroche de inteligencia humana?

Luego, tras hacerse de rogar, su amigo se sentó al piano, le sonrió y tocó la chacona de la Partita en re menor, una pieza que en su época de estudiantes habían escuchado muchas veces, interpretada por Menuhin, y que les encantaba. Era un arreglo para piano. Él no sabía que existiese ese arreglo ni que su amigo lo tocase. ¿Habría estado ensayando para él? ¿Sería su regalo de despedida? La música y el regalo de su amigo lo conmovieron tanto que se le empezaron a caer las lágrimas y continuó llorando cuando el amigo se puso a tocar jazz, que era lo que los hijos y los nietos deseaban escuchar en realidad.

Su mujer se dio cuenta, fue a sentarse a su lado y apoyó la cabeza en su hombro.

—Yo también voy a ponerme a llorar. ¡Ha sido un día precioso desde el principio hasta el final!

—Sí.

—¿Quieres que nos levantemos y subamos? Cuando los demás se den cuenta de que no estamos, lo comprenderán.