Él trataba de ganársela. Por la mañana le llevaba el té a la cama; cuando la veía trabajando en el jardín, le llevaba un refresco; cortaba el seto y segaba el césped; estableció la costumbre de preparar él la cena, ayudado por Ariane la mayor parte de las veces; siempre estaba a disposición de los nietos cuando éstos se aburrían, y se preocupaba de mantener una reserva de zumo de manzana, agua mineral y leche. Todos los días proponía a su mujer dar un paseo los dos solos. Al principio, ella quería volver a casa enseguida y ponerse a hacer sus cosas, pero poco a poco fue dejándole prolongar el paseo y cogerla de la mano de vez en cuando, hasta que su mano se le fue haciendo necesaria para recoger, levantar o examinar algo. Una noche fueron los dos en el coche a un restaurante que había en la otra orilla del lago, donde les sirvieron la cena en un prado bajo unos árboles frutales. Estuvieron contemplando el agua, que brillaba como el metal fundido bajo la luz del sol crepuscular, plomo con un toque de bronce, una superficie totalmente lisa, hasta que dos cisnes se posaron en ella palmeteando con las alas.
Él colocó la mano izquierda sobre la mesa.
—¿Sabes que los cisnes…?
—Lo sé —dijo ella colocando su mano sobre la de él.
—Cuando volvamos a casa, quiero hacer el amor contigo.
Ella no retiró su mano.
—¿Te acuerdas de cuándo lo hicimos por última vez?
—¿Antes de tu operación?
—No, fue después. Yo pensé que seguiríamos haciéndolo. Me dijiste que estaba tan guapa como antes y que mi nuevo pecho te gustaba tanto como el antiguo. Pero después, cuando fui al cuarto de baño y me vi aquella cicatriz roja, pensé que no podía y que todo aquello era un esfuerzo, que tú te estabas esforzando y que yo me estaba esforzando. Tú reaccionaste con comprensión y delicadeza y me dijiste que no querías darme prisa; que te lo hiciera saber cuando estuviera preparada. Pero yo no decía nada y a ti no te parecía mal y no insististe. Luego me di cuenta de que antes de la operación tampoco había sido de otra manera, que entonces tampoco pasaba nunca nada entre nosotros si yo no decía nada, y se me fueron las ganas de decirlo.
Él asintió.
—Años perdidos. No puedes imaginarte cuánto lo siento. Entonces yo pensaba que tenía que demostrarme mi valía a mí mismo y a los demás y que tenía que llegar a ser rector, secretario de Estado o presidente de la asociación, y como tú no te implicabas en ello, me sentía traicionado. Sin embargo, tú tenías razón. Cuando miro hacia atrás, los años no tienen ninguna importancia. Sólo han sido ruido y prisas.
—¿Has tenido alguna amante?
—¡No, por Dios! Aparte de mi trabajo no ha habido nada ni nadie más. De otro modo no habría logrado sacarlo adelante.
Ella se rió bajito. ¿Se estaría acordando de sus rabietas de entonces, se preguntó él, o acaso se sentiría aliviada al saber que no había tenido ninguna amante?
Pidió la cuenta.
—¿Crees que todavía podríamos?
—Tengo tanto miedo como la primera vez o más aún. No sé cómo saldrán las cosas.