Una semana después, su mujer le dijo:
—¿Qué es lo que pasa? Si este verano todo funciona bien es que los anteriores no. Y si en los anteriores todo funcionó, entonces éste no. Ya no lees, ya no escribes; sólo andas de un lado para otro con los nietos o con los hijos, ayer apareciste en el jardín queriendo cortar el seto, y a la menor oportunidad de agarrarme me agarras. En serio, es como si no pudieras apartar las manos de mí. No quiero decir con eso que no puedas hacerlo. Puedes… —Se puso toda colorada y sacudió la cabeza—. Bueno, todo ha cambiado y me gustaría saber por qué.
Estaban sentados en el porche. Los hijos y sus respectivas parejas estaban cenando en casa de unos amigos y los nietos ya se habían ido a la cama. Él había encendido una vela, había abierto una botella de vino y había servido dos copas.
—Y esto de beber una copa de vino a la luz de las velas tampoco lo habíamos hecho nunca.
—¿Y no es hora ya de empezar a ocuparme de los nietos y de los hijos y del seto? ¿De volver a saber cómo te encuentras? —Y le pasó un brazo por los hombros.
Pero ella se lo quitó.
—No, Thomas Wellmer. Esto no es así. Yo no soy una máquina que puedas encender y apagar. Me había imaginado nuestro matrimonio de otra manera, pero parecía que no podía ser, así que me adapté a lo que había. Pero no voy a adaptarme a un cambio de humor o a un ritmo distinto de un verano que dentro de poco habrá acabado. Para eso, sigo cortando yo el seto.
—Dejé la universidad hace tres años. Siento haber necesitado tanto tiempo para comprender lo que es la libertad de la jubilación. En el mundo universitario la jubilación no es algo tan radical como en la administración; se siguen teniendo alumnos de doctorado, se sigue organizando algún seminario, se sigue participando en alguna comisión y se piensa que habría que escribir lo que siempre se quiso escribir y para lo que nunca se tuvo tiempo. Es como si apagaras el motor y siguieras avanzando en punto muerto. Si la carretera asciende…
—Tú eres el coche al que la jubilación le ha quitado el motor, y ¿quién es la carretera que asciende?
—Todos los que me tratan como si el motor siguiera en marcha.
—Así que tengo que tratarte de una manera especial, no como si el motor siguiera funcionando, sino como si ya no funcionara. Entonces…
—No, tú no tienes que hacer nada. Después de tres años, el motor ya no gira.
—O sea que, a partir de ahora, vas a ocuparte de los nietos y a cortar el seto.
Él se echó a reír.
—Y a no apartar las manos de ti.
Estaban sentados uno al lado del otro y él notaba su escepticismo. Lo percibía en su hombro, en su brazo, en su cadera, en su muslo. Si volvía a pasarle el brazo por los hombros, puede que ahora ya no se lo retirase, porque habían hablado y se habían escuchado mutuamente. Pero ahora tendría que esperar a que lo volviera a hacer. ¿O, pasado un momento, apoyaría la cabeza en su hombro, como lo había hecho cuando le echó los brazos al cuello con lo de las tortitas, sin que eso significara un entendimiento ni una promesa?