Durmió mal y se levantó temprano. De puntillas fue hasta la puerta, la abrió con cuidado y la cerró con cuidado. Suelos, escaleras, puertas, todo rechinaba. Se preparó un té en la cocina y se llevó la taza al porche. Estaba amaneciendo. Los pájaros alborotaban.
Él echaba una mano a su mujer esporádicamente, cuando cocinaba, ponía la mesa o lavaba los platos. Nunca había puesto nada sobre la mesa preparado por él. En otra época, cuando su mujer tenía que viajar, había eliminado el desayuno y llevaba a los niños a un restaurante tanto para comer como para cenar. Pero es que entonces no tenía tiempo; ahora sí.
En la cocina encontró el libro de recetas para niños del Dr. Oetker y se lo llevó al porche. Con la ayuda de un libro de cocina hasta él, un filósofo especializado en filosofía analítica, tendría que poder preparar unas tortitas para desayunar. ¿Hasta él? Sí, precisamente él. «Todo lo que puede ser descrito, puede suceder», dice Wittgenstein en su Tractatus logico-philosophicus.
Pero en el libro no venía la receta de las tortitas. ¿Tendrían otro nombre? Lo que no se puede nombrar, tampoco puede encontrarse, y lo que no se puede encontrar, tampoco puede prepararse.
Pero encontró la receta de las tortitas, leyó lo que había que hacer y calculó los ingredientes para once personas. Luego se fue a la cocina y se puso a ello. Tuvo que buscar bastante hasta conseguir 688 gramos de harina, 11 huevos, un litro de leche y un tercio de litro de agua mineral, una libra de margarina, azúcar y sal. Le molestó que de azúcar y sal no viniera la medida exacta. ¿Cómo iba a dividir por cuatro y a multiplicar por once sin tener la cantidad exacta? También le puso de mal humor que no estuviera especificado cómo separar las claras de las yemas para batirlas a punto de nieve. Quería que las tortitas le quedaran tiernas y esponjosas. Pero consiguió tamizar la harina, batir y mezclarlo todo sin que se le formaran grumos.
Al sacar la sartén del armario, se le escurrió y cayó al suelo con un gran estruendo. La recogió y aguzó el oído por si había algún ruido en la casa. Pasados unos segundos oyó los pasos de su mujer bajando la escalera. Acto seguido apareció en la cocina en pijama y miró a su alrededor.
Ahora, pensó él, y la cogió entre sus brazos. Le pareció más voluminosa. Seguramente yo también le resulto más voluminoso. ¿Cuánto tiempo hará que no nos abrazamos? La sujetó fuerte y ella, aunque no correspondió a su abrazo, le echó los brazos al cuello.
—¿Qué haces en la cocina?
—Tortitas. Iba a hacer ahora la número cero. Las demás las haré cuando todos se hayan sentado para desayunar. Siento haberte despertado.
Ella miró la mesa en la que todavía estaban la harina, los huevos y la margarina, además del cuenco con la masa.
—¿Lo has preparado tú?
—¿Quieres probar la número cero? —le preguntó él, la soltó, encendió el fuego, colocó la sartén sobre la llama, miró el libro de cocina, calentó 150 gramos de margarina, echó un poco de la masa en la sartén, sacó la tortita a medio hacer y la puso en un plato, calentó otro poco de margarina, dio la vuelta a la tortita, la echó en la sartén y finalmente se la presentó a su mujer doradita en un plato.
Ella la probó.
—Sabe como una auténtica tortita.
—Es una auténtica tortita. ¿No hay un beso para mí?
—¿Un beso? —preguntó ella, mirándole asombrada.
Él volvió a pensar en cuánto tiempo haría que la besó por última vez; ella dejó lentamente el tenedor y el cuchillo sobre el plato, se acercó a él, le dio un beso en la mejilla y se quedó a su lado como sin saber qué hacer.
Y entonces apareció Meike en la puerta, mirando interrogante a sus abuelos.
—¿Qué pasa?
—Está haciendo tortitas.
—¿El abuelo está haciendo tortitas?
No se lo podía creer, pero vio los ingredientes sobre la mesa, el cuenco con la masa, la sartén, media tortita en el plato y al abuelo con un delantal. Se dio vuelta, echó a correr escaleras arriba y fue llamando a las puertas.
—¡El abuelo está haciendo tortitas!