Cuando se hizo de noche y ya estaban en la cama, le preguntó a su mujer:
—¿Has sido feliz conmigo?
—Estoy feliz de estar aquí. En Noruega no podríamos haber sido más felices.
—No, me refiero a si has sido feliz conmigo.
Ella se incorporó y lo miró.
—¿Todos estos años, desde que nos casamos?
—Sí.
Ella volvió a tumbarse.
—No llevé bien que estuvieras tanto tiempo lejos; estar sola tan a menudo, tener que criar a los niños yo sola… Es cierto que, cuando Dagmar se marchó a los quince años y estuvo seis meses fuera, tú estabas aquí, pero caíste en la desesperación y me dejaste sola. Y cuando Helmut… Pero ¿qué estoy diciendo? Sabes perfectamente cuándo me ha ido mejor y cuándo me ha ido peor. Igual que yo sé cuándo te ha ido bien o mal a ti. Cuando los niños eran pequeños y volví a trabajar en el colegio, te dedicaste poco a nosotros. Te habría gustado que yo me involucrase más en tu profesión, que leyera lo que escribías. También te habría gustado acostarte conmigo más a menudo. —Se dio la vuelta y se puso de lado—. Y a mí también me habría gustado que nos hiciéramos más mimos.
Pasado un rato, la oyó respirar rítmicamente. ¿Significaba eso que no había nada más que decir?
Le dolía la cadera izquierda. No era un dolor fuerte, pero era uniforme y constante. Parecía como si quisiera instalarse. ¿O ya se había instalado? ¿No le llevaban doliendo la cadera y la pierna izquierda unos cuantos días o, mejor dicho, unas cuantas semanas al subir las escaleras? ¿No notaba desde hacía tiempo una debilidad en ellas que sólo lograba vencer haciendo un esfuerzo extra y aguantando un dolor punzante? No le había dado importancia. Una vez subida la escalera, la debilidad desaparecía, pero precisamente por eso aquel dolor punzante debía de ser la señal previa al dolor que ahora sentía y que tanto le asustaba. ¿No se había localizado un foco en la cadera izquierda cuando le hicieron la gammagrafía?
Ya no se acordaba. No quería ser uno de esos enfermos que quieren saberlo todo acerca de su enfermedad, que navegan por Internet, que consultan libros y que ponen a sus médicos en apuros. Cadera izquierda, cadera derecha… No había prestado atención a las explicaciones del médico sobre qué huesos estaban ya afectados. Se había dicho a sí mismo que ya lo iría notando.
También él se puso de lado. ¿Le seguía doliendo la cadera izquierda, o ahora era la derecha? Se puso a escuchar su cuerpo. Al mismo tiempo, a través de la ventana abierta, oyó el viento entre los árboles y el croar de las ranas junto al lago. Vio las estrellas en el cielo y pensó que ni eran doradas ni resplandecían, que eran duras y frías y que brillaban como lucecitas de neón lejanas.
Sí, la cadera izquierda le seguía doliendo, pero la derecha también le dolía. Si se tocaba las piernas, el dolor estaba allí, y lo mismo le pasaba si se tocaba la espalda, la nuca o los brazos. Dondequiera que se tocase le esperaba un dolor que le decía que ahora se había instalado allí y que estaba tan a gusto como en su propia casa.