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Me quedé mirándolo hasta que se perdió entre la multitud. Luego salí del aeropuerto, crucé la calle, fui al edificio del aparcamiento y tomé el ascensor que llevaba a la azotea. Tardé en encontrar mi coche, y cuando lo hice, no encontraba la llave en el bolsillo. El cielo se había cubierto de nubes y soplaba un viento frío. Dejé de buscar, me quedé allí parado y me puse a mirar los demás edificios de aparcamiento, los hoteles, el aeropuerto y los aviones que despegaban o descendían para tomar tierra. Pronto mi vecino estaría sentado en uno de los que despegaban.

Ése fue el final de nuestro encuentro. Cuando nos despedimos la primera vez no me planteé si volveríamos a vernos. Ahora sabía que eso no iba a suceder. ¿Recibiría un buen día una carta con un cheque en mi buzón?

Me estaba quedando helado. Lo que en su presencia me había parecido tan bien, me parecía ahora mal; lo que había sentido cercano y cálido, me parecía ahora extraño y frío: el haber compartido con él la esperanza y el temor durante su relato; el haber estado dispuesto a entregarle mi pasaporte si no me lo hubiera quitado y a dejarle mi habitación de invitados si no hubiera decidido subirse a un avión; el haberme alegrado de que le gastara una jugarreta a la policía al entrar en el país y de que visitara a su madre y de que pudiera buscar el asesoramiento de su abogado; el haber creído, contra toda razón, que la muerte de su novia había sido un accidente y que la desaparición de la anciana era un enigma.

Pero ¿qué había hecho? ¿Por qué había confiado en él? ¿Por qué me había dejado utilizar? ¿Sólo porque tenía una sonrisa silenciosa y delicada, era de trato agradable y llevaba un traje de suave caída y leves arrugas? Pero ¿qué me pasaba? ¿Dónde había quedado esa sensatez que me hace ser un observador atento, un pensador sereno y un buen científico, y de la que estoy tan orgulloso? La verdad es que suelo tener buen ojo para las personas. Admito que respecto a mi mujer me hice ilusiones al principio, pero pronto me di cuenta de que detrás de su bonito rostro y su simpatía no había nada, ni capacidad de pensar ni fuerza ni carácter. Y a pesar de lo encantadora que encontraba a mi hija y de lo mucho que la quería, en cuanto creció, comprendí que sólo quería obtener cosas y que ni se aplicaba ni hacía nada de provecho.

No, era inconcebible que me hubiera dejado embaucar por aquel tipo.

Y haber tardado tanto hasta… ¿Había recuperado el juicio sólo porque soplaba un viento frío? Si hubiera seguido haciendo calor, ¿seguiría yo…?

Vi elevarse un avión, un jumbo de Lufthansa. ¿Iría a los Estados Unidos? Quizá mi vecino hubiera conseguido un pasaje enseguida y habría alcanzado ese vuelo. ¿Le parecería una ofensa estar sentado en turista en vez de en business?

Durante unos instantes el sol, que ya se estaba poniendo, salió entre las nubes e hizo que el aparato refulgiese como si estuviera incandescente, como si fuese a convertirse en una bola de fuego y a estallar en mil pedazos. No quedaría nada de Werner Menzel ni de mi necedad.

Luego el sol volvió a ocultarse tras las nubes y el avión siguió ascendiendo, trazó una curva en el aire y emprendió su rumbo. Yo encontré la llave, subí al coche y me dirigí a mi casa.