Pasados cinco años, apareció ante mi puerta. Volvía a ser verano y la tarde era calurosa. Cogí su maleta y le conduje al jardín, desplegué dos tumbonas y fui a buscar dos vasos de refresco.
—¿Desde cuándo está libre?
Se estiró.
—¡Qué bonito es esto! Los árboles, las flores, el olor de la hierba segada, el canto de los pájaros… ¿Es usted mismo quien siega la hierba y ha plantado las hortensias? He oído que lo que determina su color son los minerales que hay en la tierra. ¿No es asombroso que las hortensias rosas y azules de su jardín crezcan unas al lado de las otras? ¿Desde cuándo estoy libre? Desde ayer. Voy a cumplir los últimos años en libertad vigilada y con algunas otras condiciones que no me impedirán volar unos cuantos días a los Estados Unidos para ocuparme de mi dinero —dijo sonriendo—. Y, de algún modo, usted queda en mi camino hacia los Estados Unidos.
Le miré. En su rostro no pude descubrir ninguna huella de los años pasados. Su pelo había encanecido, pero no lo envejecía, sino que le sentaba bien. Hablaba de la misma forma agradable y con unos gestos tan distendidos y una forma de sentarse tan relajada como entonces.
—¿Ha sido duro?
Volvió a sonreír. Su sonrisa seguía siendo silenciosa y suave como entonces.
—Le he dado un buen repaso a la biblioteca, he leído todo lo que siempre había querido leer y he hecho deporte. He tenido que tratar con gente con la que hubiera preferido no tener que hacerlo, pero es lo que hay que hacer cuando se vive en sociedad, ¿no?
—¿Y qué pasó con el hombre del traje claro?
—Ayer no lo vi frente a la puerta de la cárcel. Espero que se haya dado por satisfecho —contestó, e hizo una inspiración profunda—. Usted ya sabe que devuelvo lo que tomo prestado. ¿Podría ayudarme ahora? En la cárcel no se pueden hacer muchos ahorros y no sé a quién más acudir a pedir dinero para el billete de avión. Mi madre murió justo después del proceso.
—La anciana que le vio… —me salió de pronto, pero no supe cómo continuar la frase.
Él se rió.
—¿Que si me puede prestar dinero? Lo dudo. ¿No desapareció por aquel entonces?
—¿Usted no la…? —Volví a quedarme sin saber cómo continuar la frase.
—¿Que si la maté porque era un testigo de cargo? —me preguntó con un tono amable y de burla indulgente—. ¿Por qué piensa tan mal de mí? ¿Por qué piensa en primer lugar en un asesinato y no en que tal vez comprase su silencio con mi dinero, con el que no se habría ido a la tumba sino a las islas Canarias o a las Baleares? —dijo, sacudiendo la cabeza—. ¿Cree que usted habría podido evitar el asesinato, que debería haberlo evitado? Tiene razón, cuando hay un asesinato surgen preguntas —dijo, volviendo a mirarme con aire burlón—. Pero yo no puedo decirle que haya ocurrido; tengo que decirle que no ha ocurrido. Como puede ver, así no avanzamos mucho.
No, así no avanzábamos mucho.
—¿Cuánto dinero necesita?
—Cinco mil euros.
Seguro que puse cara de asombro, porque continuó diciendo con una sonrisa:
—Comprenderá que soy demasiado mayor para volar en clase turista y dormir en albergues juveniles.
—Le haré un cheque —dije, y me levanté.
—¿No podría dármelo en efectivo? No sé si me pagarán un cheque por esa suma así por las buenas.
Faltaba poco para las seis y el banco ya había cerrado, pero con la tarjeta de débito y las de crédito podría reunir el dinero.
—Vamos a coger el coche.
—No corre prisa. Incluso había pensado que, abusando de su hospitalidad, podría quedarme unos días…
Esperaba que yo no le dejara acabar la frase, que le invitara encantado a quedarse unos días en mi casa. ¿Y por qué no? La verdad es que no me gusta el desorden, pero tengo una habitación de invitados, con su propio cuarto de baño, y de ordenar el desorden que puedan ocasionar los invitados se ocupa la asistenta, y yo ni me doy cuenta. Y me alegra tener a alguien en casa con quien beber una copa por la noche y charlar; es mejor que pasar la velada solo. Pero no reaccioné de inmediato.
—Pensé que podríamos pasar unos días agradables juntos, pero lamentablemente no puede ser. Tengo que irme, y cuanto antes mejor. ¿Podría acercarme al aeropuerto?
Fui al aeropuerto con él, saqué dinero de varios cajeros automáticos hasta completar los cinco mil y se lo di. Nos despedimos. Esta vez con un simple apretón de manos, en vez de un abrazo. ¿Debía invitarle a venir a visitarme en otra ocasión? No supe decidirlo con suficiente celeridad.
—¡Mucha suerte!
Sonrió, asintió con la cabeza y se fue.