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A la mañana siguiente, mi vida continuó. En las últimas semanas del semestre hay muchas cosas que hacer; a las clases, seminarios y reuniones se añaden los exámenes y a todo eso se sumaba lo que tenía pendiente por haber ido a dar una conferencia a Nueva York. No tuve tiempo de pensar en mi vecino de asiento ni en su historia. Sí, había sido un tipo interesante y su historia también. Pero todo había sido cosa de una noche, una noche acortada por la pérdida de seis horas al volar de oeste a este, y alargada un poco, más tarde, por la parada en Reikiavik; pero una noche corta, dentro de lo que cabe.

Pasada una semana, mi cartera llegó con el correo. No me sorprendió; confiaba en mi vecino de asiento. Pero me alivió recibirla: en algunas ocasiones había echado de menos disponer del talonario y las tarjetas de crédito.

La notita que mi vecino me había dejado en el bolsillo interior izquierdo no la encontré hasta semanas más tarde: «Hubiera preferido no tener que llevarme su cartera, pero la necesito y usted no tiene por qué enfrentarse al problema de si acceder o no a mi petición. ¿Querrá ir a visitarme a la cárcel?».

Para entonces en la prensa ya había salido la noticia de que se había presentado a la justicia y de que el proceso continuaría su curso en breve. Cuando se comentó el juicio, se mencionó también a la anciana que creía haber visto a mi vecino no sólo empujando a su novia sino arrojándola por encima de la barandilla. La señora no se había presentado ante el tribunal. Había desaparecido pocos días antes de que apareciera mi vecino. Pero en la sala se leyó su declaración ante la policía. Yo hubiera pensado que una contundente e irrefutable declaración prestada ante la policía sería más perjudicial para un acusado que un testimonio ante un tribunal, ya que, en este caso, el abogado defensor tendría ocasión de refutarlo. Pero es exactamente al revés. Es más difícil rebatir lo que dice un testigo que achacarle a un policía que, como no ha hecho tal o cual pregunta, el testimonio que ha obtenido es parcial y carece de valor.

La anciana había desaparecido unos días antes de que mi vecino de asiento se presentara ante la justicia. Aquello me escamaba. ¿No la habría…? No, no podía imaginarme semejante cosa. Existen tantos motivos por los que una persona de edad puede desaparecer de improviso… Pueden acercarse demasiado a un precipicio durante una excursión y caerse, o extraviarse y andar perdidos hasta caer agotados, o sufrir un ataque al corazón en su casa de vacaciones, y pueden transcurrir meses o años hasta que los encuentren. Esas cosas pasan sin cesar.

A mi vecino le cayeron ocho años; a unos comentaristas les pareció una condena demasiado alta y a otros demasiado baja. El tribunal no aceptó que se tratase de un homicidio involuntario, pero tampoco le condenó por asesinato sino por homicidio simple al calor de una larga y tormentosa disputa que de pronto fue a más.

Yo no quiero opinar sobre lo que ignoro. Lo mío es el tráfico, no el derecho penal. Yo decido cómo impedir que el tráfico de una ciudad se colapse; dictaminar quiénes son los culpables es cosa de los jueces, que se dedican a eso todos los días.

Pero la sentencia no me convenció. En realidad, es justo pensar que quien acaba con la vida de otro ha de pagar con la suya. Pero encerrar a alguien de por vida no tiene sentido. ¿Qué tiene que ver la vida de quien está encerrado en una celda con la de aquel que ya no está entre los vivos? Ya sé que no hay que aplicar la pena de muerte para evitar la injusticia de posibles errores judiciales. Pero ¿ocho años? Era una condena ridícula. Quien castiga así demuestra no confiar en su propia sentencia; para eso sería mejor la absolución.

Pensé en ir a visitar a mi vecino a la cárcel. Pero el solo hecho de ir de visita a un hospital ya se me hace bastante cuesta arriba. Si el enfermo me importa no encuentro las palabras adecuadas, y si no me importa, aún menos. Decir en esos casos «que te mejores» nunca queda mal, pero ¿qué se le desea a un preso?