Con mi pasaporte. Cuando fui a sacar mi cartera en el control de pasaportes, no estaba en su sitio. No seguí buscando; siempre la pongo en el bolsillo interior izquierdo, y si no está allí, es que no está. Sé dónde pongo mis cosas.
Durante el vuelo tanto mi chaqueta como la suya habían estado a cargo de la azafata. Seguro que mi vecino, en algún momento, le pidió su chaqueta a la azafata, pero dándole el número de la mía; se la entregaron y él sacó la cartera. No querría correr el riesgo de que yo rechazara su propuesta.
Los policías fueron amables. Les dije que, después de enseñar mi pasaporte a la policía de Nueva York, ya no había vuelto a sacar la cartera; que no tenía ni idea de dónde podía haberla perdido o dónde me la habían podido robar. Un policía me acompañó de vuelta al avión, del que aún estaban saliendo los últimos pasajeros, y la busqué sin éxito en mi asiento, en el portaequipajes y en el armario de las azafatas. Me pidieron que esperara. Afortunadamente en la página web de la universidad sale una fotografía mía y en la oficina del decano había alguien que confirmó mi identidad.
Tomé un taxi. Cuando ya estábamos en Darmstadt pero aún no habíamos llegado a mi casa, caí en la cuenta de que el único dinero que llevaba eran las monedas sueltas que tenía en el bolsillo. Se lo dije al taxista y también le dije que, en casa, tenía suficiente, pero no se fió de mí, me dijo que le diera lo que llevaba y, entre lamentos y maldiciones, me echó del taxi.
Hacía mucho calor, pero no era sofocante. Tras haber pasado la noche y la mañana en aviones y salas de espera, en el puesto de la policía y en el taxi, el aire libre me resultó vivificador, aunque no fuera más que el aire de Darmstadt, un aire que en los semáforos en rojo olía a gasolina y en los puestos de comida turca olía a grasa caliente. A cada paso que daba me iba sintiendo mejor; me sentía aliviado y con una sensación de haber logrado algo. ¿El qué? No sabría decirlo, pero eso no importaba.
Lo que no sabría decir tampoco querrá saberlo nadie. Habría sido distinto si en mi casa me hubiera estado esperando mi mujer o si hubiera sabido que mi hija me llamaría por la noche para darme la bienvenida y preguntarme por los incidentes del viaje.
Llegué a casa a primera hora de la tarde. Mi casa, que es pequeña, tiene también un pequeño jardín. Desplegué la tumbona y me tumbé. Volví a levantarme y fui a buscar una botella de vino y un vaso. Bebí, me dormí, y cuando me desperté, aún conservaba aquella agradable sensación de haber logrado algo. Me puse a imaginarme a mi vecino de asiento pasando por el control con mi pasaporte, llamando a la puerta de la casa de su madre, estrechándola entre sus brazos, tomando el té con ella, hablando con su abogado y yendo a presentarse al juez.