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Me acerqué al ventanal. Fuera era de día. El sol había ascendido con un color rojo y ahora estaba amarillo en un cielo blanquecino. Yo tenía un viejo sueño, el de ir a San Petersburgo en verano para vivir las noches blancas. Pues allí tuve mi noche blanca. Pero, en vez de ver el agua, los puentes, gente callejeando y parejas de enamorados, vi pistas vacías, pasarelas oscuras y edificaciones de hormigón. Ni un avión ni un coche ni una persona que estuviera de camino.

En la sala de espera se había hecho el silencio. Nadie veía la televisión, nadie bebía en el bar, nadie hablaba. Algunos habían abierto el ordenador; otros, un libro. Muchos intentaban dormir y algunos de ellos se habían tumbado en el suelo. Fui al mostrador de la entrada y pregunté cómo iban las cosas para la continuación de nuestro vuelo. La joven había oído que en Frankfurt estaban preparando un avión, pero que no llegaría antes de las ocho, por lo que todavía habría que esperar cuatro horas.

Volví a mi sitio, alejé el sillón libre de la luz que entraba por el ventanal hasta la sombra de la pared y me senté. Allí no podía verme el hombre del traje claro. Cada vez que lo miraba, él tenía los ojos clavados en mí.

Bueno, ya es hora de que me presente. Me llamo Jakob Saltin, estudié física, me especialicé en flujos circulatorios y dirijo el Instituto de Ciencias de la Circulación de la Universidad de Darmstadt. ¿Cuántos andenes se necesitan para cierto número de trenes, cuántos carriles para cuántos coches? ¿Cómo se ocasionan los atascos y cómo evitarlos? ¿Dónde hay que instalar semáforos y dónde no deben instalarse? ¿Cómo pueden conmutarse para obtener un rendimiento óptimo? Es una ciencia fascinante. Pero, como todas las ciencias, es sensata y yo también lo soy.

Ya no leo literatura, ¿cuándo iba a encontrar tiempo para hacerlo? Pero hace años leí una historia sobre un hombre que durante un viaje le cuenta a otro viajero que ha matado a su mujer. Ella tenía un amante, ¿lo mata a él también? Sea como sea, actúa por amor y desesperación y porque se le han subido el alcohol y la música a la cabeza. Con lo del alcohol, no las tengo todas conmigo, pero con lo de la música sí. Y, si recuerdo bien, el uno sólo escucha al otro, que no le ha pedido nada.

Mi vecino de asiento había hecho una prueba conmigo. En breve tendría que contarle su historia a la policía, al fiscal y al juez y quería saber cómo reaccionarían, cómo quedaba él, lo que debía omitir y lo que debía adornar. ¿Me había elegido para escucharle porque, de algún modo, teníamos realmente cierto parecido en complexión, cara y edad? ¿Habría querido pedirme el pasaporte desde un principio y por eso me había contado su historia de tal modo que me sintiera conmovido y no pudiera rechazar su petición?

No podía ser. El vuelo estaba completo; él no había podido elegir dónde sentarse ni que fuera yo quien le escuchara. ¿Por qué recelaba? Él me había dicho que la mafia rusa no era lo suyo. Las reuniones de diplomáticos en Berlín, las meriendas campestres en el desierto kuwaití, las casas caras en las costas de África y América y el tráfico de mujeres, camellos y millones no son lo mío. Él no sabía ya cuántas veces había dado la vuelta al mundo y yo no lo había hecho ni siquiera una vez, y tampoco habría volado en primera si la sobreventa de pasajes en business no les hubiera obligado a pasarme a esa clase. Para ese mundo, del que mi vecino de asiento me había hablado, yo no tenía ningún olfato. ¿Lo tenía para juzgarlo a él? ¿Había matado a su novia?

Para los que nos dedicamos a la investigación de los flujos circulatorios los accidentes son uno de los parámetros con los que hay que contar. No es que yo sea un cínico, pero tampoco soy sentimental. Ya sé que también hay accidentes en el género humano. Existen personas que no piensan más que en hacer dinero rápido y en llevar una vida fácil. Los hay entre mis alumnos y entre mis colegas, en la ciencia y en la política. Pero no, mi vecino de asiento no pertenecía a esa clase de gente. No andaba detrás de una vida fácil, sino de una vida bonita. No codiciaba el dinero, sino que jugaba con él.

¿O acaso no hay diferencia entre las dos cosas? Lo difícil en la vida es saber cuándo hay que mantener los principios por encima de todo y cuándo se puede uno desviar un poco. En lo que respecta a mi profesión lo sé, pero ¿y en cuanto al resto?

Luego me dormí. No profundamente; seguí oyendo cuando una maleta se caía, cuando un móvil sonaba fuerte y cuando alguien levantaba la voz. A las siete y media se nos informó por los altavoces de que una hora más tarde aterrizaría un avión que nos llevaría a Frankfurt. En el bufé se podía desayunar.

Mi vecino de asiento se me acercó.

—¿Quiere que vayamos a desayunar?

Fuimos al bufé, nos servimos café y té, cruasanes y yogur, y nos sentamos a una mesa.

—¿Ha podido dormir?

Mantuvimos una conversación cortés sobre las posibilidades de dormir en los viajes y sobre el confort de los asientos en los aviones y en las salas de espera.

Cuando anunciaron que podíamos embarcar, nos pusimos en marcha. Por los pasillos iban y venían personas, las tiendas habían abierto y en los paneles se informaba de la llegada y salida de vuelos, igual que por los altavoces. El aeropuerto había despertado.