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Dio unos pasos hasta una silla y la giró para no ver desde ella al hombre del traje claro, se sentó, puso los brazos sobre las rodillas, entrelazó las manos y se quedó con la cabeza gacha. Yo acerqué otra silla y me senté frente a él.

—¿Fue allí, en Ciudad del Cabo, donde le disparó?

—A lo largo de las siguientes semanas no dejé de verlo una y otra vez. Estaba apoyado en la farola frente al restaurante al que yo había ido a comer o en la puerta de la librería de la que salía y en la que no estaba al entrar, o sentado frente a mí cuando yo levantaba la vista del periódico que iba leyendo en el autobús. El mar estaba casi a la puerta de mi casa y todas las mañanas y todas las tardes, a última hora, daba un largo paseo por la orilla. Tras verle una tarde venir a mi encuentro al borde del mar, me quedé en casa. Pero alguna vez tenía que salir, y un día que estaba haciendo compras en el centro, me disparó. En pleno día, en mitad de la calle.

»Después de pasar unos cuantos días en el hospital, volví a empezar a volar otra vez de un sitio a otro y a cambiar de dirección continuamente, confiando en librarme por fin de él. Y la verdad es que tardó un año en volver a dar conmigo.

Miré al hombre del traje claro. Él fijo su mirada en mí, como si estuviera jugando a ese juego infantil en el que hay que mirarse fijo sin parpadear. Pasado un momento, yo aparté la mirada.

Mi vecino de asiento sonrió.

—¡Qué año! A mí me gusta mucho el mar y encontré otra casa junto a la playa, esa vez en California. En los Estados Unidos también te dejan vivir en el anonimato y sin molestarte si tienes dinero y te comportas debidamente. Al principio me fastidiaba no poder usar las tarjetas de crédito porque dejan un rastro muy claro, pero si no se tiene prisa, también se puede vivir sin tarjetas de crédito. En cualquier caso, el que me alquilaba la casa prefería dinero en efectivo; probablemente defraudaba al fisco.

»¿Conoce la costa al norte de San Francisco? Hay zonas en las que es rocosa y escarpada, pero luego vuelve a ser arenosa y suave, y está el Pacífico, un mar más esquivo e implacable que cualquier otro, y están las montañas que se hunden en el mar, cubiertas de niebla por la mañana y, luego, al mediodía o por la tarde, con ese brillo dorado de la hierba seca y parda. Es como si cada día el mundo en su belleza se creara de nuevo. Mi casa estaba en una pendiente, bastante más abajo del lugar por el que discurría la carretera, de modo que no oía la circulación, y tan cerca del mar que su susurro me acompañaba de la mañana a la noche, un susurro que no era fuerte y amenazante, sino suave y apaciguador. ¡Y qué puestas de sol! Las que más me gustaban eran las que tenían tonos rojos y rosas, eran como cuadros con un esplendor de colores prodigioso. Pero también me conmovían las contenidas, en las que el sol se hundía pálido en el mar y se perdía sin dejar rastro.

Se rió bajito, con un poco de ironía y otro poco de timidez.

—¿He caído en la fantasía? Sí, así soy yo. Podría divagar mucho más: del aire fuerte y salado, de las tormentas, del arcoíris sobre el mar y del vino. Y de Debbie, que también era preciosa y rubia y que no caminaba por la vida sino que iba bailando. Era el fantasma de Ava, pero mientras que los fantasmas sobre los que leemos en los libros quieren el mal para los vivos, Debbie sólo buscaba mi bien. Vivía algo más lejos, a una media hora, en una casa en la montaña, con un caballo y un perro, y hacía ilustraciones para libros infantiles. Era buena. ¿Quizá porque poseía el don de vivir el momento, como los niños? Sí, ella vivía el momento y yo, sin ella, no habría disfrutado de mi último año en libertad como lo he hecho.

—¿Su último año en libertad?

Señaló con un movimiento de cabeza al hombre del traje claro.

—Pasado un año me lo volví a encontrar en la puerta de acceso a mi terreno. Podría haberlo matado. Sí, me había hecho con unas armas y había aprendido a disparar y, con la mira telescópica, acertaba a una gran distancia. Pero luego habría venido otro. Pensé que quizá el agregado se sentiría satisfecho si me presentaba ante la justicia en Alemania y aceptaba la sentencia que me impusieran, fuera la que fuese. Puede que después de eso llegue la tranquilidad.

—¿Se va a presentar?

—Por eso vuelvo a Alemania. A ser posible, me gustaría que no me detuvieran en el control de pasaportes del aeropuerto. Antes querría ir a visitar a mi madre y hablar con mi abogado. Es mejor presentarse ante el juez con tu abogado a que te arreste la policía y te haga comparecer. Aún no sé cómo… —Se volvió hacia mí con su sonrisa silenciosa y suave en los labios—. ¿Podría prestarme su pasaporte? Usted y yo nos parecemos bastante. Usted dice que le han robado la cartera y se enfada un poco, pero la cosa no se pondrá muy fea. Lo malo, cuando a uno le roban la cartera, es que hay que hacerse toda la documentación de nuevo, pero por eso no se preocupe, dentro de un par de días recibirá su cartera por correo.

Yo sólo alcancé a quedarme mirándolo.

—¿He sido un poco brusco? Lo siento. ¿Qué le parecería si durmiéramos un poco? —me preguntó, y dirigió la mirada en derredor—. Junto al ventanal hay un sillón vacío y hay otro al lado del guardarropa. ¿Le parece bien que le deje el del ventanal a usted y que yo me quede con el otro? —Se puso de pie—. ¡Buenas noches! Le agradezco mucho que me haya escuchado. —Recogió su maleta al lado del bar, sacó el abrigo y el sombrero del guardarropa, se sentó, colocó las piernas estiradas sobre la maleta, se cubrió con el abrigo y se puso el sombrero sobre el rostro.