Me había olvidado del ruido del motor. Pero el piloto también lo había oído y puede que también hubiera visto que algunas lucecitas se encendían y que algún testigo parpadeaba. Desde la cabina llegó su voz informando de que una hora más tarde aterrizaríamos en Reikiavik; que no había ningún motivo de preocupación; que, a pesar del pequeño problema que pudiera darse, podíamos volar hasta Frankfurt, pero que para extremar la seguridad prefería que lo verificaran en Reikiavik.
El anuncio provocó la intranquilidad entre los pasajeros. ¿Que no había motivo de preocupación? Entonces, ¿por qué íbamos a aterrizar si podíamos seguir volando? ¿O no podíamos seguir volando? ¿Seguro que no corríamos peligro? Algunos empezaron a hablar de lo que sabían de Islandia: la claridad de los veranos, la oscuridad de los inviernos, los géiseres, las ovejas, los ponis y el musgo. Se enderezaron los respaldos de los asientos, se plegaron las mesas y se cerraron los portátiles, algunos llamaron a las azafatas. Los pasajeros se reanimaron, se pusieron a hablar en voz alta y se ocuparon en sus cosas. Hasta que uno descubrió que salía humo negro de un motor. La noticia fue pasando de boca en boca, mientras quien la había iniciado quedó mudo. Poco después en el aparato reinaba el silencio.
Mi vecino de asiento susurró:
—Puede que durante la tormenta un rayo haya alcanzado el motor. He oído que sucede con frecuencia.
—Sí —contesté yo, susurrando también. Me pareció oír un crujido, como si entre los émbolos, bielas y ruedecillas del motor se hubiera metido algo que éste intentaba triturar. Como si ya estuviera agotado y no pudiera más. Sentí miedo y al mismo tiempo el ruido del mecanismo estropeado se me antojó el gemido de una persona herida—. ¿Y qué hizo con el dinero?
—Sé que no debería haberlo tocado, que debería haberlo dejado quieto, pero es que yo tengo muy buena mano para el dinero. Desde siempre he invertido en la Bolsa el poco dinero del que podía disponer, y se me han dado bien los fondos y los índices. —Levantó los brazos como pidiendo disculpas—. Y en aquel momento disponía de dinero de verdad y por fin podía hacer algo. En tres años convertí aquellos tres millones en cinco. ¿A quién le hubiera aprovechado que no los pusiera a trabajar? A nadie. ¿Conoce la parábola de los talentos? ¿La del señor que les da diez talentos a cada uno de sus tres siervos y cuando vuelve premia a los dos que los han puesto a trabajar y castiga al que los ha dejado quietos? Al que tiene se le dará, pero al que no tiene aun eso se le quitará. Así funciona.
»Pero en el juicio comprobé que los demás no lo entendían así —dijo, sacudiendo la cabeza—. El juez me hablaba como si yo de verdad hubiera vendido a mi novia. ¿Por qué, si no, iba yo a haber aceptado el dinero y a haberlo puesto en movimiento? Como si yo la hubiera matado. ¿No sería que ella se había percatado de todo y me había amenazado o extorsionado? Pero el fiscal no podía probarlo. Hasta que apareció la vecina.