—Un año después empezó la guerra de Irak. No creí que esa guerra tuviera nada que ver conmigo o yo con ella. Pero las familias ricas de Kuwait tuvieron miedo y se marcharon a Los Ángeles, a Cannes, a Ginebra o a donde tenían casa.
»En Ginebra mi novia logró escaparse. Salió por una ventana, trepó por el muro que cercaba la finca, paró un coche que pasaba y me llamó inmediatamente desde el teléfono de quien conducía el coche. Yo tomé el primer vuelo que salía para allí. Como ella tenía miedo de que la encontraran, no quería quedarse sola, y el conductor del coche, que era un estudiante, la llevó a la sala de lectura de la biblioteca de la universidad, donde se quedó hasta que llegué.
»¿Conoce usted la biblioteca de la Universidad de Ginebra? Es un edificio soberbio con una sala de lectura que parece sacada de un libro de grabados finisecular. Ella estaba en el centro de la primera fila, sensacionalmente vestida, maquillada y perfumada. Cuando llegué a su mesa, tenía la cabeza baja. Le toqué el brazo, levantó la mirada y dio un grito. Luego me reconoció.
Desde la cabina llegó la voz del piloto anunciando turbulencias y recordando que debíamos ajustarnos el cinturón. Las azafatas recorrieron los pasillos comprobando que todo el mundo había seguido las órdenes del piloto, despertando a los que dormían con el cinturón flojo y recogiendo los vasos.
Mi vecino de asiento se calló y fue siguiendo con la mirada lo que estaba ocurriendo.
—Esto parece que va en serio. Hasta ahora nunca había visto a las azafatas despertar a los pasajeros de primera que estuvieran dormidos —dijo, y se volvió hacia mí—. ¿A usted le da miedo cuando las cosas se complican durante un vuelo? ¿O cree en Dios y piensa que no puede caer más que en sus manos? Yo no creo en Dios. No creo en Dios y ya no sé si sigo creyendo en la justicia y en la verdad. Antes creía que quien estaba a punto de morir decía la verdad. Pero quizá los que están a punto de morir sean los mayores mentirosos. Si no se lucen en esos momentos, ¿cuándo lo van a hacer? La verdad… ¿Qué es la verdad si un juez no la certifica y rubrica? ¿Y qué es la mentira, si un juez no la da por tal? ¿Qué es la verdad, si sólo sirve para andar rondándole a uno por la cabeza y no se puede constatar debidamente? —Volví a oír su leve risa—. Perdone usted, estoy divagando. Me entra miedo cuando las cosas se complican durante un vuelo, y lo que está sucediendo ahora me da mala espina. Pero me callaré como Pilato o Raskólnikov. Si no, se preguntará usted por qué habría de escucharme.
Y entonces fue como si una mano enorme agarrara el avión para jugar con él. Lo sacudió, lo dejó caer, lo volvió a subir, lo volvió a dejar caer. El cinturón mantenía mi cuerpo pegado al asiento, pero me parecía como si mis órganos internos hubieran perdido su lugar. Me coloqué las manos sobre el vientre para sujetarlo. Al otro lado del pasillo una mujer se puso a vomitar, en una fila por delante de mí un hombre gritaba socorro y más atrás empezaron a caer objetos del portaequipajes. El miedo no se desató hasta que el avión volvió a volar con normalidad. Era un miedo no sólo por lo que había sucedido, sino por lo que aún podía suceder. La tormenta no había pasado. El aparato volvió a caer y la fuerza de gravitación arrastró de nuevo los cuerpos y los órganos internos.