—Me ha reconocido usted, ¿verdad?
Nada más sentarse a mi lado, se puso a hablar conmigo. Era el último pasajero; tras él, las azafatas habían cerrado las puertas.
—Nos hemos…
Habíamos estado con otros pasajeros en el bar de la sala de espera. La lluvia golpeaba los cristales, el vuelo de Nueva York a Frankfurt se había retrasado varias veces y nos dedicamos a matar el tiempo y el mal humor a base de champán y contando historias de vuelos retrasados y ocasiones perdidas.
No me dejó hablar.
—Lo he visto en sus ojos. Conozco esa mirada: primero, interrogante; luego, de reconocimiento y, después, horrorizada. ¿Cómo sabe usted…? Pero qué pregunta tan tonta, mi fotografía acabó saliendo en todos los periódicos y por todos los canales de televisión.
Le miré. Tendría unos cincuenta años, era alto y delgado, tenía un rostro agradable e inteligente y el pelo negro con muchas canas. En el bar no había contado ninguna historia. Lo único que me había llamado la atención de él era su traje de suave caída y leves arrugas.
—Lo siento —no sé por qué dije «lo siento»—, no le he reconocido.
El avión despegó y ascendió en vertical. A mí me gustan esos minutos en los que la espalda se pega al respaldo, el estómago se contrae y el cuerpo nota que está volando. Por la ventanilla vi el mar de luces de la ciudad. Luego el aparato efectuó un giro, no vi más que el cielo y, por fin, debajo de mí vi el mar en el que rielaba la luna.
Mi vecino de asiento se rió bajito.
—Tantas veces se ha dirigido alguien a mí y he tenido que ocultarme, que ahora quería coger el toro por los cuernos, pero resulta que no hay toro —dijo riéndose todavía y se presentó—. Me llamo Werner Menzel. ¡Buen vuelo!
Durante el aperitivo intercambiamos frases triviales; durante la cena vimos varias películas. Nada me hacía sospechar que, cuando se apagaran las luces de la cabina, iba a volverse hacia mí y a decirme:
—¿Está usted muy cansado? Ya sé que no tengo derecho a importunarle, pero si me permitiese contarle mi historia… No me llevará mucho tiempo. —Titubeó un poco y volvió a reírse bajito—. Bueno, sí me llevará tiempo, pero le quedaría muy agradecido. Hasta ahora han sido los medios de comunicación los que han contado mi historia, ¿sabe? Pero no era mi historia, sino la suya. Mi historia todavía no se ha contado. Yo tengo que aprender a contarla y ¿qué mejor forma que contársela a usted, a un extraño en la noche, que aún no sabe nada de ella?
No soy de los que no pueden dormir en los aviones. Pero no quería ser descortés. Y, además, en su forma de hablar de los extraños en la noche había una ternura irónica que me emocionó y me sedujo.