11

Él no la esperó, se fue a la cama, pero se quedó despierto hasta que ella se tumbó a su lado. Estaban a oscuras, él no dijo nada y siguió respirando rítmicamente. Tras estar un rato tumbada de espaldas, como si estuviera dándole vueltas a si debía o no despertarlo y hablar con él, ella se colocó de lado.

A la mañana siguiente, cuando él se despertó, el otro lado de la cama estaba vacío. Oyó las voces de Kate y Rita en la cocina, se vistió y bajó.

—Papá, voy a ir en coche.

—No, Rita, en el coche te mareas. Habrá que esperar a que seas algo mayor y más fuerte.

—Pero mamá ha dicho…

—Mamá quería decir que irás en coche más adelante, no hoy.

—No me digas lo que he querido decir —dijo Kate dominándose. Pero de pronto no pudo más y se puso a gritar—: Pero ¿qué mierda es todo esto? Dices que quieres ir a ayudar a Jonathan y te quedas durmiendo hasta bien entrada la mañana. Dices que quieres ir a esquiar con Rita en invierno y te parece que ir en coche es demasiado peligroso para ella. ¿Es que quieres que sea una mamá y una amita de su casa que tiene que esperar a que su marido tenga a bien dejarle el coche? Si quieres, vamos los tres y te dejo en casa de Jonathan, y si no, Rita y yo nos vamos solas.

—¿Que yo quiero convertirte en una mamá y una amita de su casa? Pero ¿qué soy yo sino un papá y un amito de su casa? ¿Un escritor fracasado que vive a tu costa, que puede ocuparse de su hija pero no puede tomar decisiones? ¿Por quién me has tomado, por la niñera o por la fregona?

Kate había recuperado el control. Le miró, alzando las cejas.

—Sabes perfectamente que yo no pienso nada de todo eso. Y ahora nos vamos. ¿Tú vas a venir?

—Tú no te vas.

Pero ella se puso una chaqueta, le puso a Rita la suya y los zapatos, y se dirigió a la puerta. Cuando él les cerró el paso, Kate cogió a Rita en brazos y se fue por la galería. Él titubeó, corrió luego detrás de Kate, la alcanzó y la sujetó por el brazo. Entonces Rita se puso a llorar y él la soltó. Fue siguiéndolas, mientras atravesaban el prado, en dirección al coche.

—¡No te vayas, por favor!

Kate no contestó, sentó a la niña en el asiento del copiloto, se sentó ella al volante, cerró la puerta y arrancó.

—¡Por favor, no lleves a la niña en el asiento de delante! —dijo él, tratando de abrir la puerta, pero Kate oprimió la tecla del bloqueo. Él golpeó la puerta, se aferró al tirador, intentando detener el coche, pero Kate se puso en marcha. Entonces fue corriendo a un lado y vio que Rita se ponía de rodillas en su asiento y le miraba con la carita llena de lágrimas.

—El cinturón —gritó él—. ¡Ponle a Rita el cinturón!

Pero Kate no reaccionó, aumentó la velocidad y a él no le quedó más remedio que soltarse.

Fue corriendo detrás del coche, pero no lo alcanzó. Kate no iba deprisa por el camino de gravilla, pero aun así le iba dejando atrás. Tras un par de curvas, el coche desapareció de su vista y lo oyó alejarse.

Siguió corriendo. Tenía que correr detrás del coche aunque no pudiera alcanzarlo. Tenía que correr para seguir con su mujer, con su hija, con su vida. Tenía que correr para no regresar solo a la casa vacía. Tenía que correr para no quedarse parado.

Al final, ya no pudo más. Se inclinó hacia delante y apoyó las manos en las rodillas. Cuando recuperó el aliento y dejó de oír solamente su propia respiración, oyó el ruido del coche a lo lejos. Se incorporó, pero no pudo verlo. El sonido fue haciéndose menos audible y él aguardó a que se extinguiese del todo. Pero lo que oyó fue un estruendo. Luego se hizo el silencio.

Echó a correr de nuevo, imaginándose que el coche había chocado contra la barrera o contra un árbol, si es que Kate había dado un volantazo. Se imaginó las cabezas de Kate y Rita sangrando contra el parabrisas roto, a Kate tambaleándose con Rita en brazos en dirección a la carretera, con los coches pasando sin prestarle atención; a Rita llorando y a Kate sollozando. ¿O estarían atrapadas, sin poder salir, y con el coche a punto de explotar, porque en cualquier momento se podía prender la gasolina? Siguió corriendo, a pesar de que las piernas ya no le sostenían y de que sentía punzadas en el pecho y en el costado.

Entonces vio el coche. Gracias a Dios no estaba ardiendo. Estaba vacío. A Kate y a Rita no se las veía por ninguna parte, ni en el coche ni en la carretera. Esperó, hizo autostop, pero nadie paraba. Volvió a donde estaba el coche, vio que había impactado contra la barrera y que el travesaño se había empotrado entre el parachoques y la parte inferior del vehículo de tal modo que no podía moverse. La puerta estaba abierta. Se sentó en el asiento del conductor. El parabrisas no estaba roto, pero en la esquina había manchas de sangre; no en la esquina del conductor, sino en la del copiloto.

La llave estaba en el contacto, pero al meter la marcha atrás el coche retrocedió llevándose consigo el travesaño empotrado. Lo ató entonces fuertemente con una cuerda a un árbol y a continuación fue echando el coche atrás y adelante, atrás y adelante, una y otra vez. Tuvo la sensación de que aquello era un castigo por haber cortado la línea telefónica. Cuando por fin logró librarse del travesaño, estaba tan exhausto como en aquella ocasión. Colocó los travesaños y los soportes en el maletero y se dirigió al hospital. Sí, a su mujer y a su hija las habían llevado hacía media hora. Le indicaron el camino a la sala de espera.