¿Debía darse por vencido? Kate no había estado nunca tan relajada ni había escrito con tanta facilidad como en los últimos seis meses. Necesitaba aquella vida. Y Rita también la necesitaba. Él no iba a exponer a su angelito al tráfico, a la delincuencia y a las drogas de la ciudad. Si conseguía hacerle otro niño a Kate o, mejor aún, si le hacía dos, les daría clase él mismo. Hacerlo con un solo niño podía ser cuestionable desde un punto de vista pedagógico, pero en el caso de que fueran dos o tres, estaría muy bien. Quizá también estaría bien con uno solo. ¿Acaso no estaba Rita mucho mejor cuidada por él que en un mal colegio?
El domingo Kate se levantó temprano y a última hora de la tarde ya había acabado.
—He acabado —gritó, y bajó corriendo las escaleras, cogió a Rita con un brazo, a él con el otro, y empezó a bailar alrededor de los pilares de madera. Luego se puso el delantal—. ¿Cocinamos algo? ¿Qué tenemos en casa? ¿Qué os apetece cenar?
Mientras cocinaban y durante la cena, Kate y Rita demostraron una alegría desbordante y no pararon de reírse por cualquier cosa. «Tras la risa viene el llanto», decía su abuela a los nietos, advirtiéndoles de las lágrimas que siguen a las risas descontroladas. Así hubiera querido él advertirles a Kate y a Rita, pero pensó que le tomarían por un aguafiestas y no dijo nada. Su ánimo se fue poniendo cada vez más sombrío. La alegría de ellas le irritaba.
—Un cuento, un cuento —pidió Rita después de cenar.
Kate y él no se habían preparado ninguno mientras cocinaban, pero habría bastado con que uno empezase y el otro continuara y con que los dos estuvieran atentos. Sin embargo él estuvo incordiando hasta conseguir que a Kate y a Rita se les pasaran las ganas del cuento. Cuando se arrepintió de haberlo hecho, ya no consiguió que recobraran el buen humor. Además, ya era hora de que Rita se fuera a la cama.
—Yo la llevo —dijo Kate.
Oyó a Rita riéndose en el cuarto de baño y alborotando en la cama. Cuando se hizo el silencio, esperó a que Kate lo llamara para que le diera a la niña el beso de buenas noches. Pero Kate no lo llamó.
—Se ha dormido enseguida —dijo ella cuando se sentó a su lado.
Sobre su aspecto sombrío no dijo una sola palabra. Seguía en una nube y él, al pensar que ni se daba cuenta de lo mal que lo estaba pasando, se sintió aún peor. Ella, por el contrario, estaba resplandeciente como no lo había estado desde hacía tiempo, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes. ¡Con qué seguridad se movía! Sabe lo hermosa que es, sabe que es demasiado hermosa para la vida en el campo y que lo suyo es Nueva York. Al pensarlo, se sintió abatido.
—Mañana, después de desayunar, iré al pueblo. ¿Quieres que traiga algo?
—No puede ser. Le he prometido a Jonathan ayudarle a arreglar el tejado del granero y necesito el coche. Como dijiste que acabarías el libro el fin de semana, pensé que mañana podrías quedarte con Rita.
—También dije que mañana quería ir al pueblo.
—¿Y lo que yo quiero no cuenta?
—No he dicho eso.
—Pues ha sonado así.
—Lo siento. —Kate no quería discutir, sino arreglar el problema—. Puedo dejarte en casa de Jonathan y seguir después al pueblo.
—¿Y Rita?
—Me la llevo conmigo.
—Sabes que en coche se marea.
—Pues la dejo contigo. Hasta casa de Jonathan son sólo veinte minutos.
—Veinte minutos en coche es demasiado para Rita.
—Rita se ha mareado dos veces, eso ha sido todo. En Nueva York iba en taxi sin el menor problema y vino en coche desde Nueva York hasta aquí, pero a ti se te ha metido en la cabeza que no puede. Podríamos probar…
—¿Quieres hacer un experimento con Rita? ¿A ver si le sienta bien o le sienta mal? No, Kate, con mi hija no se hacen experimentos.
—Tu hija, tu hija… Rita es tan hija mía como tuya. Di nuestra hija o simplemente Rita, pero no te pongas a hacer el papel del padre preocupado que tiene que protegerla de una mala madre.
—No estoy haciendo ningún papel. Yo me ocupo de Rita más que tú, eso es todo. Y si digo que no va en coche, no va.
—¿Y por qué no se lo preguntamos a ella mañana? Sabe bastante bien lo que quiere.
—Es una niña pequeña, Kate. ¿Qué pasa si quiere ir en el coche y le sienta mal?
—Pues la cojo en brazos y la traigo a casa.
Él sólo sacudió la cabeza. Lo que Kate decía era tan estúpido que se sintió como si de verdad tuviera que arreglar el tejado del granero con Jonathan. Se levantó.
—¿Qué tal si nos bebemos la media botellita de champán que tenemos en el frigorífico? —preguntó, y le dio un beso en la raya del pelo. Fue a buscar la botella y dos copas, y sirvió el champán—. ¡Por ti y por tu libro!
Ella forzó una sonrisa, levantó la copa y bebió.
—Creo que voy a echarle otra ojeada al libro. No me esperes.