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Los días siguientes se sintió feliz. Aunque un poco de miedo se mezclaba con su felicidad. ¿Qué pasaría si el sheriff encontraba el camino cortado, o si algún vecino lo veía e informaba de ello, o si los amigos no se detenían y seguían adelante? Pero nadie apareció por allí.

Todos los días quitaba un travesaño, corría el soporte y salía con el coche. Fue otra vez al taller, que seguía cerrado, fue a un pueblo cercano donde encontró a un técnico, pero no le hizo ningún encargo. Tampoco llamó a la compañía telefónica. Lo de quitar y poner el travesaño y volver a colocar el soporte en su sitio le gustaba. Se sentía como el señor del castillo que abría y cerraba las puertas.

De esas excursiones regresaba a casa tan pronto como podía. Kate quería ponerse a escribir y él quería disfrutar de su mundo, de la seguridad de que Kate estaba arriba escribiendo; de la alegría de tener a Rita corriendo y saltando a su alrededor; de la familiaridad de lo cotidiano. Como se acercaba el Día de Acción de Gracias, le habló a Rita de los primeros colonos y de los indios, y juntos hicieron un dibujo muy grande, en el que todos celebraban el acontecimiento, los colonos, los indios, Kate, Rita y él.

—¿Y vendrán a cenar con nosotros los colonos y los indios?

—No, Rita. Hace mucho que murieron.

—Pues a mí me gustaría que viniera alguien.

—A mí también —dijo Kate desde la puerta—. Casi he terminado.

—¿El libro?

Kate asintió con la cabeza.

—Sí, el libro. Y cuando haya terminado, lo celebraremos. Invitaremos a los amigos, y a mi agente y a mi lectora, y a los vecinos.

—¿Qué quiere decir «casi he terminado»?

—Que estará terminado el fin de semana. ¿No te alegras?

Él se dirigió a ella y la tomó entre sus brazos.

—Claro que me alegro. Es un libro fantástico. Tendrá unas críticas excelentes, figurará entre los más vendidos de Barnes & Noble y lo utilizarán para hacer una película estupenda.

Kate levantó la cabeza que había apoyado en su hombro, se echó para atrás y le sonrió.

—Eres un encanto. Has tenido tanta paciencia… Te has preocupado de mí y de Rita, de la casa y del jardín, día tras día y sin quejarte. Pero ahora vamos a vivir otra vez. Te lo prometo.

A través de la ventana miró el jardín trasero, con la pila de leña y el montículo de compost. La orilla del lago estaba helada. Pronto podrían patinar sobre hielo. ¿Acaso aquello no era vivir? ¿De qué estaba hablando Kate?

—El lunes iré al pueblo. Tengo que ir al cibercafé y a llamar por teléfono. ¿Vamos a celebrar el Día de Acción de Gracias con los amigos?

—No podemos invitarlos con tan poco tiempo. Y, además, ¿qué va a hacer Rita entre tantos adultos?

—A todos les encantará poder leerle un cuento o jugar con ella. Rita es un encanto, igual que tú.

¿Qué estaba diciendo? ¿Que él era un encanto, igual que su hija?

—Puedo preguntarles a Peter y a Liz si quieren traer a su sobrino. Probablemente sus padres querrán que pase el Día de Acción de Gracias con ellos, pero por preguntar no pasa nada. Y mi lectora tiene un hijo de la edad de Rita.

Dejó de escucharla. Le había engañado. Había dicho que en invierno o en primavera, y ahora quería acabarlo ya. Dentro de unos meses su agente le habría entregado el premio en casa, tranquilamente, junto a una copa de champán. Ahora se desencadenaría todo un barullo alrededor del premio, sólo que con un poco de retraso. ¿Qué podía hacer él? ¿Qué habría hecho hasta el final del invierno o el comienzo de la primavera? ¿Podría haber convencido a Kate para que esperara tanto tiempo a que un técnico arreglase la avería y para que se conformase con que él le trajera los correos del cibercafé del pueblo? De hecho, ya confiaba en que le trajera las cartas, ¿por qué no también los correos electrónicos? Quizá habría empezado a nevar sin parar, como en 1876, y se habrían pasado todo el invierno escribiendo, leyendo, jugando, cocinando y durmiendo sin preocuparse del mundo exterior.

—Ahora voy a subir, pero el domingo empezaremos a celebrarlo nosotros tres, ¿de acuerdo?