6

Hasta la noche siguiente Kate no le preguntó por qué no funcionaba el teléfono ni Internet. Durante la mañana y la tarde no había parado de escribir y hasta última hora no se había preocupado de mirar el correo.

—Voy a ver —dijo él, y se puso a mirar las conexiones del teléfono y del ordenador sin encontrar nada—. Mañana puedo ir al pueblo y decirle al técnico que venga a ver qué pasa.

—Entonces volveré a perder medio día. Espera un poco. A veces las cuestiones técnicas se arreglan solas.

Como dos días después las cuestiones técnicas no se habían arreglado, Kate le urgió:

—Si mañana vas al pueblo, pregunta también si no hay alguna otra red que tenga cobertura aquí. Sin móvil no se puede estar.

A los dos les había alegrado al principio que, tanto en la casa como en el resto de la finca, no hubiera cobertura para el móvil, y no estar localizables y disponibles en todo momento; no contestar al teléfono fijo a determinadas horas y carecer de contestador automático; no recibir las cartas en casa sino irlas a buscar al correo… ¿Y ahora Kate quería un móvil?

Estaban ya en la cama y Kate apagó la luz. Él volvió a encenderla.

—¿De verdad quieres que esto sea como Nueva York?

Como ella no decía nada, no supo si es que no había entendido su pregunta o si no tenía ganas de contestar.

—Quiero decir que…

—Nuestra vida sexual funcionaba en Nueva York mejor que aquí. Allí estábamos ávidos el uno del otro. Aquí somos como una pareja de viejos, cariñosos, pero sin ninguna pasión. Es como si la hubiéramos perdido.

Él se enfadó. Sí, su vida sexual era ahora más tranquila; más tranquila pero más profunda. En Nueva York a menudo se lanzaban uno en brazos del otro voraces y presurosos, y aquello tenía su aliciente igual que lo tenía la voraz y presurosa vida en la ciudad. Su vida sexual era como su vida en general, tanto aquí como allá, y si Kate ansiaba la voracidad y la precipitación, puede que no fuera sólo en lo tocante al sexo. ¿Habría necesitado la tranquilidad sólo para escribir el libro? Y ahora que lo había terminado, ¿querría terminar también con la vida en el campo? Ya no estaba enfadado. Tenía miedo.

—Me gustaría hacer el amor contigo más a menudo. Me encantaría irrumpir en tu cuarto y cogerte entre mis brazos y que tú enlazaras los tuyos alrededor de mi cuello, y llevarte a la cama y…

—Ya lo sé. No era eso lo que quería decir. Cuando acabe el libro, todo irá mejor. No te preocupes.

Kate se cobijó entre sus brazos e hicieron el amor. A la mañana siguiente, cuando él se despertó, ella ya estaba despierta y lo estaba mirando. Como no decía nada, también él se puso de lado y la miró, sin decir nada. No podía leer en sus ojos qué sentía o pensaba, e intentó que los suyos tampoco delataran su miedo. La noche anterior no se había creído que fuera cierto que no quería decir lo que había dicho y tampoco lo creía en ese momento. Su miedo estaba lleno de añoranza y de anhelo. El rostro de ella, con su frente despejada, el trazo altivo de sus cejas sobre sus ojos oscuros, su nariz larga, su boca generosa y su barbilla, que estirada, abombada o arrugada expresaba su estado de ánimo, era el paisaje con el que su sentimiento amoroso se sentía cómodo. Ella estaba contenta y se sentía cómoda cuando su rostro se abría y se volvía hacia él, y angustiada cuando su rostro se cerraba y lo rechazaba. Es un rostro nada más, pensó, y sin embargo contiene cuanto necesito y puedo digerir. Sonrió. Ella seguía mirándole muda y seria, pero le echó un brazo por la espalda y lo atrajo hacia sí.