Cuando llevaban unos meses viviendo en el campo, él le dijo:
—No es sólo el prado y los árboles y los pájaros. Hay que ver cómo va todo, cómo crece. La casa ya casi está terminada, Rita está mucho más sana que cuando vivíamos en la ciudad, y en los manzanos que Jonathan y yo podamos nos aguarda una buena cosecha.
Estaban en el jardín. Le echó un brazo por los hombros a Kate y ella se apoyó en él.
—Pero a mi libro aún le queda mucho. No lo acabaré hasta el invierno o la primavera.
—Para eso no falta tanto. ¿Y no te resulta más fácil escribir aquí que en la ciudad?
—En otoño tendré el primer borrador. ¿Querrás leerlo?
Ella siempre había sostenido que nadie debía ver lo que uno estaba escribiendo y que tampoco se debía hablar de ello con nadie, porque traía mala suerte. Le alegró su confianza. También se alegró al pensar en la buena cosecha de manzanas que obtendría y en el mosto que extraería al prensarlas. Ya había encargado una cuba grande.
El otoño llegó pronto y las tempranas heladas tiñeron los arces de un rojo intenso. Rita no se cansaba de mirar los colores de los árboles ni de observar cómo, con papel y leña, encendían un fuego en la chimenea las tardes que refrescaba. Su padre la dejaba arrugar los papeles, amontonar las ramitas y los troncos, encender la cerilla y acercarla. No obstante, decía:
—Mira, papá, mira.
Para ella era un prodigio.
Cuando los tres estaban ante la chimenea, él servía el mosto de manzana caliente, con una hojita verde de menta para Rita y con un chorrito de Calvados para Kate y para él. Quizá se debiera al Calvados que ella cediera con mayor frecuencia a sus solicitudes en la cama. O quizá se debiera al alivio de haber terminado el primer borrador de su novela.
Como pretendía leer cada un día un poco, le explicó a Rita que tenía que jugar sola un rato todos los días. El primer día la niña, muy orgullosa, tocó a la puerta pasadas dos horas y, tras recibir las alabanzas paternas, prometió que al día siguiente jugaría sola un rato más largo. Pero al día siguiente el asunto estaba solucionado: se había levantado por la noche y había leído la obra hasta el final.
Las tres primeras novelas de Kate narraban la vida de una familia en la época de la guerra de Vietnam: el regreso a casa del hijo, pasado mucho tiempo y tras su liberación como prisionero de guerra, y su encuentro con su gran amor, que ya está casada y tiene una hija, y la historia de esa hija, cuyo padre no es el hombre con el que su madre está casada y con el que se ha criado, sino el prisionero de guerra que ha vuelto. Cada novela era una historia en sí misma, pero las tres juntas constituían el retrato de una época.
La nueva novela transcurría en la actualidad: una pareja joven, ambos profesionales de éxito, no puede tener hijos y quiere adoptar. Deciden hacerlo en el extranjero. Las complicaciones de orden médico, burocrático y político se van encadenando, hay encuentros con asistentes sociales concienciados y traficantes corruptos, se viven situaciones cómicas y peligrosas. En Bolivia, ante la disyuntiva de adoptar a unos gemelos encantadores o denunciar a los traficantes, poniendo en peligro la adopción, estalla el conflicto entre marido y mujer, y la imagen que tenían de sí mismos, de los demás, de su amor y de su matrimonio, todo se viene abajo. Al final, la adopción fracasa y ese futuro tan deseado se hace pedazos. Pero sus vidas se abren a nuevas posibilidades.
Aún estaba oscuro cuando acabó de leer la última página. Apagó la luz, abrió la ventana, respiró el aire fresco y vio la escarcha sobre el prado. El libro le había gustado. Era interesante y conmovedor, y estaba contado con una agilidad nueva en Kate. A los lectores les encantaría, participarían de las esperanzas y las desilusiones de los protagonistas y se quedarían dándole vueltas a su final abierto.
Pero ¿había sido la confianza en él lo que había llevado a Kate a dejarle el manuscrito? La pareja cuya vida se abría a nuevas posibilidades, ¿serían ellos? ¿Sería aquello una advertencia? ¿Quería Kate decirle que su vida ya no funcionaba e invitarle a emprender otra? Sacudió la cabeza y suspiró. No, por favor, eso no. Aunque quizá se tratara de algo distinto. Quizá lo que celebraba con aquel final del libro era que habían empezado una nueva vida. Ellos no eran la pareja cuya vida estaba hecha pedazos. Ellos eran la pareja cuya vida había estado hecha pedazos pero que había comenzado una vida nueva.
Oyó los primeros pájaros. Luego clareó y la masa oscura del bosque, más allá del prado, se fue transformando en un conjunto de árboles concretos. El cielo no permitía descubrir aún si el día sería soleado o estaría nublado. ¿Debía hablar con Kate? ¿Debía preguntarle si el manuscrito encerraba un mensaje para él? Arrugaría la frente y le miraría irritada. Tenía que encontrar él solo una explicación al final de la búsqueda de la joven pareja. ¿Había un conflicto latente en la vida que llevaban? Kate estaba muy atareada, pero ¿cómo no iba a estarlo, si había querido cumplir el plazo que ella misma se había impuesto para acabar el primer borrador y para ello había tenido que pasarse las últimas semanas escribiendo hasta por la noche?
No, no había ningún conflicto latente en sus vidas. Desde la estúpida pelea por la Feria del Libro de París, a la que Kate había contestado que asistiría sin consultárselo aunque al final hubiera desistido, no habían vuelto a discutir. Habían vuelto a hacer el amor con mayor frecuencia. Él no estaba celoso de sus éxitos. Los dos querían a su hija y, cuando estaban los tres juntos, se reían mucho y cantaban a menudo. Querían tener un perro labrador y ya se lo habían comunicado al criador para que les avisara cuando tuviese la siguiente camada.
Se puso de pie y se estiró. Aún podía dormir una hora. Se desnudó y subió con cuidado la escalera que crujía. Entró en el dormitorio de puntillas y se quedó quieto hasta que Kate, que se había movido en la cama con el abrir y cerrar de la puerta, volvió a quedarse quieta. Luego se deslizó a su lado, bajo las mantas, y se pegó a ella. No, no había ningún conflicto.