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Se habían mudado allí hacía seis meses. Él había empezado a buscar una casa en el campo en primavera y había seguido buscando durante el verano. Kate estaba demasiado ocupada para mirar fotografías de casas en Internet. Decía que quería una casa cerca de Nueva York. Pero ¿no quería alejarse de las exigencias que le planteaba Nueva York y que no le permitían ponerse a escribir y estar con su familia? ¿No eran unas exigencias que le habría gustado declinar aunque no podía, pues ser una escritora famosa en Nueva York conllevaba estar localizable y disponible?

En otoño encontró aquella casa, a cinco horas de Nueva York, junto a la frontera con el estado de Vermont, lejos de las grandes ciudades, lejos de las carreteras principales, y situada en un bosque con un lago y un prado, como de cuento. Fue un par de veces él solo a tratar con los propietarios y con el agente inmobiliario. Y finalmente le acompañó Kate.

Ella había tenido unos días de mucho trajín, por lo que se durmió cuando iban por la autopista y no se despertó hasta que se metieron en la carretera secundaria. Llevaban el techo corredizo del coche abierto y vio sobre su cabeza el cielo azul y las hojas multicolores. Sonrió a su marido.

—Estoy borracha de sueño, de colores y de libertad. No sé dónde estoy ni adónde vamos y he olvidado de dónde vengo.

La última hora del viaje transcurrió entre paisajes otoñales resplandecientes en medio de aquel veranillo de San Miguel. Primero por carreteras con una raya amarilla pintada en el centro; después, por carreteras comarcales sin raya amarilla y, al final, por el accidentado camino que conducía hasta la casa. Cuando se bajó del coche y echó una mirada alrededor, él tuvo la certeza de que la casa le gustaba. Ella dejó vagar la mirada por el bosque, por el prado y el lago; luego se detuvo en la casa y se quedó mirando un detalle tras otro: la puerta bajo el tejadillo sustentado por dos esbeltas columnas, las ventanas asimétricas, una junto a otra, la chimenea torcida, la galería abierta, el anejo. La casa, con sus más de doscientos años, había conservado su dignidad, a pesar del deterioro sufrido por el paso del tiempo. Kate le dio un codazo y, señalando con la mirada las ventanas de una esquina del primer piso, dos de las cuales daban al lago y otra al prado, preguntó:

—¿Es ésa…?

—Sí, ésa es tu habitación.

El sótano no tenía humedades, los suelos estaban firmes. Antes de que cayeran las primeras nieves, se puso un tejado nuevo y se instaló calefacción nueva para que el soldador, el electricista, el carpintero y el pintor pudieran trabajar en invierno. En primavera, cuando se mudaron, los suelos aún no estaban pulidos, la chimenea aún no estaba terminada y los muebles de la cocina aún no estaban colgados. Pero al día siguiente de su llegada pudo llevar a Kate a su cuarto de trabajo totalmente acabado. Al anochecer, después de que los del camión de mudanzas hubieran sacado todo y se hubieran ido, él pulió el suelo y por la mañana subió el escritorio y las estanterías. Ella se sentó ante su escritorio, acarició el tablero, abrió los cajones y los volvió a cerrar, miró el lago por la ventana de la izquierda y el prado por la de la derecha.

—Has colocado el escritorio en el sitio perfecto, así no tengo que decidirme por el agua o por el campo. Y, si miro de frente, veo el rincón. Y en las casas viejas los fantasmas salen de los rincones, no pasan por las puertas.

Junto al cuarto de trabajo de Kate estaban el dormitorio de la pareja y el cuarto de Rita; a la parte trasera daban el cuarto de baño y una habitación tan pequeña que en ella no cabía más que una mesa y una silla. En la planta baja, desde la puerta de entrada se pasaba a un espacio muy amplio en el que, separados por una gran chimenea abierta y pilares de madera, se encontraban la cocina, el comedor y el cuarto de estar.

—¿No deberíais cambiar de cuarto Rita y tú? Ella sólo está en su cuarto para dormir y la habitación pequeña es demasiado estrecha para que tú escribas ahí.

Pensó que Kate lo decía por su bien. Quizá tuviera mala conciencia porque, desde que se conocieron, a ella le había ido cada vez mejor en su carrera de escritora y a él cada vez peor. Por su primera novela, que había sido bestseller en Alemania, se habían interesado un editor de Nueva York y un productor de Hollywood. Así había conocido a Kate aquel joven autor alemán, de viaje por los Estados Unidos para presentar su libro, que, aunque todavía no había alcanzado el éxito en aquel país, tenía un futuro muy prometedor y planes para su siguiente novela. Pero con la espera de la película, que nunca llegó a rodarse, con los viajes con Kate, que poco después empezó a recibir invitaciones de todos los lugares del mundo, y con ocuparse de Rita, no había escrito más que un par de notas para la siguiente novela. Cuando le preguntaban por su profesión, seguía diciendo que era escritor, pero no tenía ningún proyecto entre manos, aunque no se lo confesara a Kate y, a veces, se engañase a sí mismo. Así que ¿qué iba a hacer en un cuarto más grande? ¿Percibir con más intensidad que no avanzaba?

La siguiente novela había quedado aplazada para más adelante. Si es que, para entonces, aún le seguía interesando. Porque lo que más le preocupaba era decidir si Rita debía ir al parvulario. Entonces dejaría de pertenecerle.