A veces le parecía como si su vida siempre hubiera sido aquélla. Como si siempre hubiera vivido en aquella casa en el bosque, junto al prado con los manzanos y los lilos, y junto al lago con el sauce llorón. Como si siempre hubiese tenido alrededor a su mujer y a su hija, que salían a despedirlo cuando se iba y a saludarlo cuando regresaba.
Una vez por semana salían a la puerta de la casa para decirle adiós con la mano hasta que el coche desaparecía de su vista. Él iba al pueblo, recogía el correo, dejaba alguna cosa que había que reparar, se llevaba lo ya arreglado o encargado, iba al fisioterapeuta a hacer los ejercicios para la espalda y hacía las compras en el General Store. Allí se quedaba un rato en la barra, antes de regresar, se tomaba un café, hablaba con algún vecino y leía el New York Times. No estaba fuera más de cinco horas. Echaba de menos la cercanía de su mujer y echaba de menos la cercanía de su hija, a la que no llevaba con él porque se mareaba en el coche.
Ellas le oían desde lejos. Ningún otro coche entraba en el camino estrecho y cubierto de gravilla que llevaba a su casa, atravesando un valle boscoso. De nuevo las veía allí, delante de la casa, cogidas de la mano hasta que torcía hacia el prado. Y entonces Rita se soltaba de la mano de Kate y echaba a correr, y en cuanto él apagaba el motor y se bajaba del coche, se lanzaba a sus brazos. «¡Papá, papá!». Él la sostenía, embargado de emoción por el afecto con el que la niña se abrazaba a su cuello y apoyaba su carita contra la suya.
Esos días Kate les pertenecía a él y a Rita. Juntos descargaban lo que hubiera traído del pueblo, se ocupaban de la casa o del jardín, recogían leña en el bosque, pescaban en el lago, encurtían pepinillos o cebollas, preparaban mermelada o chutney y hacían el pan. Rita, colmada de felicidad hogareña y alegría de vivir, corría de su padre a su madre y de su madre a su padre, sin parar de hablar. Después de la cena jugaban a algo los tres o Kate y él le contaban un cuento que se habían inventado mientras cocinaban, adoptando cada uno un papel.
Los otros días Kate salía por la mañana del dormitorio para desaparecer de inmediato en su cuarto de trabajo, y cuando él le llevaba el café y la fruta para que desayunara, ella le miraba desde su silla ante el ordenador, sonriéndole con amabilidad, y cuando le hablaba de algún problema que tenía, intentaba comprenderlo, pero estaba con la cabeza en otra parte, igual que cuando se sentaban los tres alrededor de la mesa para comer o cenar. Incluso cuando, tras contarle el cuento y darle el beso de buenas noches a Rita, se sentaba a su lado para escuchar música, ver una película o leer un libro, seguía con la cabeza puesta en los personajes sobre los que estaba escribiendo.
Él no se quejaba. Saber que Kate estaba en casa, ver su silueta en la ventana mientras trabajaba en el jardín, oír cómo tecleaba en el ordenador cuando pasaba por delante de la puerta, tenerla enfrente a la hora de comer y a su lado a la de cenar, sentirla, olerla y oír su respiración por la noche, le hacía feliz. Y no cabía contar con nada más. Ella le había dicho desde el principio que no concebía la vida sin escribir y él le había contestado que lo aceptaba.
También aceptaba el hecho de ocuparse de Rita él solo, día tras día. La despertaba, la lavaba y la vestía, desayunaba con ella y la dejaba mirar y ayudarle a cocinar, lavar la ropa, limpiar la casa, trabajar en el jardín, reparar el tejado o la calefacción o el coche. Contestaba a sus preguntas. Le había enseñado a leer muy pronto. Se tiraba al suelo a jugar con ella, a pesar del dolor de espalda, porque pensaba que debía hacerlo.
Aceptaba lo que había. Pero deseaba una vida familiar más compartida. Deseaba que no sólo hubiera un día a la semana para pasarlo con Kate y Rita, sino que eso se diera mañana igual que hoy y ayer.
¿Toda felicidad aspira a ser eterna? ¿Igual que todo goce? No, pensaba él, a lo que aspira es a la permanencia, aspira a seguir siendo en el futuro la misma felicidad que fue en el pasado. ¿Acaso no fantasean los amantes con haberse encontrado ya de niños y haberse gustado? ¿Y con haber jugado en el mismo parque infantil o haber ido al mismo colegio o de vacaciones con los padres al mismo lugar? Él no fantaseaba con encuentros anteriores. Con lo que él soñaba era con que Kate y Rita y él echaban raíces allí y hacían frente juntos a todos los vientos y a todas las tempestades. Para siempre y desde siempre.