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No tenía ganas de discutir. Él no había hecho nada equivocado. Nada digno de mención. Nada que quisiera tratar con un especialista en problemas de pareja.

Llegó la cena. Ella comió con apetito. Él se notaba decaído y revolvió la dorada en el plato con el tenedor. Cuando ya estaban tumbados en la cama, ella no lo rechazó, pero tampoco lo deseaba, y él tuvo la impresión de que en realidad ella no necesitaba tiempo porque ya había tomado una decisión. La había perdido.

A la mañana siguiente, ella le preguntó si no le importaba llevarla al aeropuerto de Marsella. Le importaba, pero la llevó e intentó despedirse de ella de forma que comprendiera su dolor, pero también que estaba dispuesto a respetar su decisión, de manera que guardara un buen recuerdo de él y que quisiera volver a verlo y a estar con él.

Luego atravesó Marsella con la esperanza de ver de pronto a Renée en una acera, pero sabiendo que no se detendría aunque la viera. En la autopista se puso a pensar cómo sería su vida en Frankfurt sin Therese y en qué iba a trabajar. El encargo de la nueva obra no había llegado. Podía ponerse con el primer borrador para el productor cinematográfico. Pero eso podía hacerlo en cualquier parte. En realidad nada le obligaba a volver a Frankfurt.

¿Cómo había dicho Anne? Si te enfrentas a la verdad y te parece una tortura, no es la verdad lo que te tortura sino el trasfondo que esa verdad encierra. Y siempre te hace libre. Se rió. La verdad y el trasfondo de la verdad. Seguía sin entenderlo. Y eso de que te hace libre… Quizá fuera al revés y hubiera que ser libre para poder vivir con la verdad. Pero nada se oponía a intentarlo. En algún momento se saldría de la autopista, pediría una habitación en un hotel en la zona de Cevennes, o en Borgoña, o en los Vosgos, y le escribiría todo a Anne.