Eran las siete cuando llegó a Cucuron. Aparcó el coche, no vio a Anne en el Bar de l’Étang y se dirigió al hotel. Estaba sentada en la galería con una botella de vino tinto sobre la mesa y dos vasos, uno lleno y otro vacío. ¿Cómo le estaría mirando? No quiso saberlo y miró al suelo.
—No voy a decirte mucho. Sí, me acosté con Therese, lo siento y espero que me perdones y que lo olvidemos, no hoy ni mañana, pero pronto, y que podamos entendernos. Yo te quiero, Anne, y…
—¿No quieres sentarte?
Se sentó y siguió hablando y mirando el suelo.
—Te quiero y no quiero perderte. Espero no haberte perdido ya por un asunto de tan poca importancia. Puedo entender que para ti la tenga, y como es así y yo debería haberlo sabido, debería haber tenido importancia también para mí y no debería haber hecho lo que hice. Lo admito, pero realmente para mí no tiene demasiada importancia. Ya sé que…
—Venga, ¿no quieres…?
—No, Anne, déjame terminar. Ya sé que los hombres, y muchas mujeres, siempre dicen que poner los cuernos no tiene importancia, que es algo que pasa y que se debe a la oportunidad o a la soledad o al alcohol y que, después, no queda nada, ni amor ni nostalgia ni deseo. Es algo que se dice tan a menudo que se ha convertido en un tópico. Pero los tópicos lo son porque responden a una realidad, y aunque poner los cuernos pueda significar otra cosa en alguna ocasión, la mayoría de las veces es sólo eso y en mi caso así ha sido. Lo de Therese en Baden-Baden no tuvo ninguna importancia. Puede que tú…
—¿Me dejas…?
—Enseguida podrás decir todo lo que quieras. Yo sólo quiero añadir que comprendería que no quieras a alguien que piensa que poner los cuernos no tiene importancia. Pero la parte de mí que piensa eso es sólo una pequeña parte. La mayor parte de mí es aquélla a la que tú le importas más que cualquier otra persona en el mundo, la que te quiere, la que has tenido contigo estos años. Antes de lo de Baden-Baden yo nunca…
—¡Mírame!
Él levantó la vista y la miró.
—Bueno, pues he hablado por teléfono con Therese y me ha confirmado que no hubo nada entre vosotros. Quizá quieras saber por qué no te creí a ti y la creo a ella, pero es que en la voz de una mujer percibo mejor que en la de un hombre si me está diciendo la verdad o si me miente. A ella le parece que no has sido sincero ni con ella ni conmigo y dice que, si hubiese sabido cuánto tiempo llevamos juntos y qué estrecha es nuestra relación, no habría querido verte tan a menudo. Pero eso es otro asunto. La cuestión es que no os habéis acostado juntos.
—¡Ah! —dijo él sin saber qué contestar. En el rostro de Anne se reflejaba que estaba herida, pero también traslucía alivio y amor. Debería haberse levantado, haber ido hacia ella y abrazarla, pero se quedó sentado y sólo dijo: «¡Ven!». Ella se levantó, se sentó en sus rodillas y apoyó la cabeza en su hombro. Él la rodeó con sus brazos y se quedó mirando por encima de su cabeza los tejados en dirección a la iglesia. ¿Debía contarle lo de aquella tarde con Renée?
—¿Por qué sacudes la cabeza?
«Porque acabo de decidir que no voy a contarte nada de los cuernos que te he puesto esta tarde», pensó, pero dijo:
—Estaba pensando lo poco que ha faltado para que…
—Lo sé.