10

De pronto se percató de lo lejos que había ido y del largo rato que llevaba sentado en aquel muro. En el camino de vuelta, tras cada recodo del camino esperaba ver ya la carretera y su coche, pero las vueltas y revueltas no cesaban. Cuando por fin lo encontró, miró la hora: ya eran las doce y tenía hambre.

Fue siguiendo la carretera que iba por las montañas y en el siguiente pueblo encontró un restaurante con terraza desde la que se veía la iglesia y el ayuntamiento. Había bocadillos. Pidió uno de jamón y otro de queso, vino, agua y un café con leche. La camarera era joven y guapa, y no tenía prisa; disfrutó tranquilamente de la admiración que despertaba en él y le explicó qué clase de jamón podía ir a buscar a la carnicería que estaba a la vuelta de la esquina y qué quesos tenía. Le sirvió enseguida el vino y el agua, y cuando volvió con los bocadillos, él ya estaba entonado.

Seguía siendo el único parroquiano. Cuando acabó de beberse la jarra de vino, preguntó a la camarera si no habría en la bodega alguna botella de champán. Ella se rió, le dirigió una mirada entre divertida y conspiratoria, y al inclinarse a recoger los platos y vasos de la mesa, por el escote de su blusa dejó ver el nacimiento de sus pechos. Él la miró mientras se iba alejando y gritó:

—Traiga dos copas.

Ella se rió complacida cuando él se puso de pie y retiró la silla para que se sentase, cuando hizo saltar el corcho y cuando chocó su copa con la de ella y le preguntó, tratando de no ser demasiado directo, qué hacía una chica tan atractiva en un pueblo dejado de la mano de Dios, en mitad de las montañas. Ella le contestó que durante el verano ayudaba a sus abuelos en el restaurante, pero que estudiaba fotografía en Marsella, viajaba mucho, había vivido en los Estados Unidos y en Japón y ya le habían editado algunas cosas. Se llamaba Renée.

—Cierro de tres a cinco.

—¿Duermes la siesta?

—Sería la primera vez.

—¿Qué hay mejor, después de comer…?

—A mí se me ocurre una cosa —dijo ella riéndose.

Él se rió con ella.

—Tienes razón. A mí también.

Ella miró el reloj.

—Pues hoy el restaurante va a cerrar a las dos y media.

—Muy bien.

Se levantaron y cogieron la botella de champán. Él la siguió. Atravesaron el comedor y la cocina. El champán y la perspectiva de hacer el amor le habían embriagado, y mientras Renée iba subiendo por la oscura escalera delante de él, sintió ganas de arrancarle allí mismo la ropa. Pero llevaba la botella y las copas en la mano. Al mismo tiempo, recordó a Anne y la pelea… ¿No existía un principio según el cual uno no puede ser juzgado por algo que no ha hecho, pero por lo que ya ha sido condenado, cuando por fin comete el delito? Uno no puede ser juzgado dos veces por el mismo delito. Y como Anne ya le había castigado por algo que no había hecho, ahora podía hacerlo.

También en la cama se reía mucho Renée. Entre risas se quitó el tampón sanguinolento y lo dejó en el suelo, junto a la cama. Hacía el amor con la misma precisión y la misma destreza con la que se hace deporte. Sólo cuando acabaron extenuados, se puso cariñosa y quiso besarlo y que él la besara. La segunda vez lo agarró más fuerte que la primera, pero, una vez acabado el asunto, miró el reloj y le dijo que tenía que irse. Eran las cuatro y media y sus abuelos estaban a punto de regresar. Le dijo que no volviera por allí: tres días después se acabaría su estancia en el pueblo dejado de la mano de Dios, en mitad de las montañas, como él lo había llamado.

Lo acompañó hasta la escalera. Desde abajo, él se volvió a mirarla: estaba apoyada en la barandilla y, en medio de la oscuridad, no podía ver la expresión de su rostro.

—Ha sido muy bonito.

—Sí.

—Me gusta tu risa.

—Venga, vete ya.