5

Por fin, la pelea fue perdiendo fuelle como un coche va consumiendo gasolina. Igual que un coche, se paró, arrancó bruscamente, volvió a pararse y así se quedó. Se fueron a cenar e hicieron planes. ¿Tenían que quedarse en Frankfurt las semanas que Anne iba a pasar con él? ¿No podían viajar a Sicilia, a Provenza o a Bretaña y alquilar allí una casita o un apartamento y ponerse a escribir los dos con una mesa junto a la otra?

Al volver a casa quitaron el colchón del somier metálico, dado de sí y combado, lo pusieron en el suelo e hicieron el amor. A medianoche a él le despertó el llanto de Anne. La abrazó.

—¡Anne! —le dijo—. ¡Anne!

—Tienes que decirme siempre la verdad. No puedo vivir con mentiras. Mi padre mentía a mi madre y la engañaba, y a mi hermano y a mí nos hacía promesas y más promesas que no cumplía. Y cuando yo le preguntaba el porqué, se ponía furioso y me gritaba. Me he pasado la infancia sintiendo que no pisaba suelo firme. Tú tienes que decirme la verdad para que sienta que tengo un suelo firme bajo los pies. ¿Entiendes? ¿Me lo prometes?

Durante unos instantes él pensó en decirle la verdad sobre la noche en el Brenner’s Park. Pero ¡la que se podía armar! ¿Y no pesaría la verdad en el ánimo de Anne menos que el haberle estado mintiendo durante una hora, bueno, dos horas? El reconocimiento tardío de haber pasado una noche con Therese, ¿no le daría al hecho más importancia de la que había tenido? En el futuro sí. En el futuro le diría a Anne siempre la verdad. Respecto al futuro podía y quería prometérselo.

—Sí, Anne, lo entiendo. Deja de llorar. Te prometo decirte la verdad.

6

Tres semanas después se fueron a Provenza. En Cucuron encontraron un viejo hotel, bastante barato, en la plaza del Mercado, donde les alquilaron encantados por cuatro semanas la habitación grande que daba a la galería del piso superior. No servían desayunos ni cenas, no había conexión a Internet, y las camas sólo las hacían de vez en cuando, pero les proporcionaron otra mesa y otra silla más, con lo que podían trabajar en la habitación o en la galería uno al lado del otro, como se habían imaginado.

Empezaron con mucho entusiasmo, pero cada día que pasaba les parecía que el trabajo era menos apremiante y de menor importancia. Y no es que hiciera mucho calor: los muros gruesos y los techos altos del viejo edificio mantenían frescas habitación y galería. El trabajo —un libro sobre la diferencia de sexos y la equivalencia de derechos, en el caso de ella, y un artículo sobre la crisis financiera, en el caso de él— no avanzaba. Sentarse junto al estanque rectangular, rodeado por un muro, delante del Bar de l’Étang, beberse un espresso, y contemplar el agua y los plátanos, sí. O ir en coche a las montañas, o conocer nuevas cepas en una explotación vitivinícola, o poner unas flores sobre la tumba de Camus en el cementerio de Lourmarin, o callejear por la ciudad de Aix y entrar en la biblioteca para mirar el correo electrónico. No tener que preocuparse por el correo habría convertido el callejear en algo aún más agradable, pero Anne estaba esperando la confirmación para un trabajo y él el encargo de una obra.

—Es la luz —dijo él—. Con esta luz se puede trabajar en el campo, en los viñedos o en el olivar, y quizá también se pueda escribir, si es sobre el amor o sobre nacer y morir, pero no sobre los bancos y la bolsa.

—Es la luz y los olores. ¡Cómo huele todo aquí! La lavanda y los pinos y el pescado y el queso y la fruta del mercado. ¿Qué importancia pueden tener los pensamientos que les meto en la cabeza a mis lectores frente a este olor?

—Sí —contestó él, riéndose—, pero con esos olores en la nariz ya nadie quiere cambiar el mundo, y tus lectores han de cambiar el mundo.

—¿Ah, sí?

Estaban sentados en la galería con sus ordenadores portátiles delante. Él la miró asombrado. ¿Acaso no quería ella cambiar el mundo y no daba conferencias y escribía artículos para que sus alumnos y sus lectores también quisieran cambiarlo? ¿No se había negado a hacer concesiones, adaptando su carrera profesional a las exigencias universitarias por ese motivo? Ella estaba mirando más allá de los tejados, con los ojos llenos de lágrimas.

—Quiero tener un hijo.

Él se levantó, fue hasta ella, se agachó junto a su silla y le sonrió.

—Eso puede hacerse.

—Pero ¿cómo? ¿Cómo voy a tener un hijo con la vida que llevo?

—Te vienes a vivir conmigo. Los primeros años dejas las clases y te dedicas sólo a escribir. Y luego ya veremos.

—Sí, y luego las universidades ya no me invitarán. Me invitan ahora porque están seguros de que estoy disponible. Y escribiendo no soy tan buena como dando clases. Ya ves, llevo trabajando en mi libro desde hace años.

—Las universidades te invitan porque eres una profesora magnífica. Y, para que no se olviden de ti, durante los primeros años quizá fuese buena idea que escribieras algunos artículos en vez del libro. Mira, dentro de unos años el mundo será distinto, y habrá nuevos perfiles profesionales y nuevas carreras, y para ti habrá nuevos puestos de trabajo. Hay tantas cosas que cambian tan deprisa…

Ella se encogió de hombros.

—También se olvida deprisa.

Él la rodeó con sus brazos.

—Sí y no. ¿No me contaste que la decana de Williams te invitó porque las dos asististeis a un seminario hace veinte años y la dejaste impresionada? A ti nadie puede olvidarte tan deprisa.

Por la noche encontraron un restaurante con terraza y una amplia vista en Bonnieux. El nutrido grupo de ruidosos y alegres turistas australianos que ocupaban la mayor parte de las mesas se marchó pronto y ellos se quedaron solos en medio de la oscuridad. Ante la asombrada e interrogante mirada de ella, él pidió champán.

—¿Por qué vamos a brindar? —preguntó ella, haciendo girar la copa entre el índice y el pulgar.

—¡Por nuestra boda!

Ella siguió haciendo girar la copa. Luego le miró con una sonrisa triste en el rostro.

—Siempre he sabido lo que quería. También sé que te quiero, igual que sé que tú me quieres. Quiero tener hijos y quiero tenerlos contigo. Y tener hijos y casarse son cosas que van juntas. Pero hoy es la primera vez que hablamos de ello. Dame un poco de tiempo. —Su sonrisa se tornó alegre—. ¿Quieres brindar conmigo por tu propuesta de matrimonio?

7

Un par de días más tarde se metieron en la cama después de comer, hicieron el amor y se quedaron dormidos. Cuando él se despertó, Anne se había ido. Había dejado una nota en la que decía que iba a la biblioteca de Aix a ver su correo.

Eso fue a las cuatro de la tarde. A las siete a él le extrañó que aún no hubiera regresado y a las ocho empezó a preocuparse. Se habían llevado los teléfonos móviles, pero los tenían apagados sobre la cómoda. Fue a ver: allí estaban. A las nueve ya no aguantaba en casa y se fue hasta el estanque del pueblo, junto al que solían aparcar.

El coche estaba donde siempre. Miró alrededor y vio a Anne. Estaba sentada, fumando, en una mesa de la terraza del Bar de l’Étang, oscuro y cerrado en aquellos momentos. Hacía años que había dejado de fumar.

Fue hasta allí y se quedó de pie junto a la mesa.

—¿Qué pasa? Me has tenido preocupado.

Ella no levantó la mirada.

—Estuviste con Therese en Baden-Baden.

—Pero ¿cómo se te ocurre…?

Entonces ella levantó la mirada.

—He leído tus correos. El de la reserva de una habitación doble, el de la cita con Therese, el que le escribiste al volver: «Lo he pasado muy bien contigo. Espero que hayas llegado bien del viaje y que en casa todo estuviera en orden». ¡Lo he pasado muy bien contigo! —le dijo, llorando.

—¿Has fisgado en mi correo? ¿También fisgas en mi escritorio y mi armario? ¿Crees que tienes derecho a…?

—Eres un mentiroso y un falso. Haces lo que te da la gana. Sí, tengo todo el derecho a protegerme de ti. Tengo que protegerme de ti. Tú no me dices la verdad, así que tengo que buscarla yo. —Volvió a llorar—. ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué me has hecho esto? ¿Por qué te has acostado con ella?

—No me he acostado con ella.

Entonces Anne empezó a gritarle.

—Deja de mentirme de una vez, déjalo ya. Te vas con esa mujer a un hotel romántico, compartes la habitación y la cama con ella, y me tomas por tonta. Primero piensas que soy demasiado tonta para descubrir tus mentiras y ahora crees que soy tan tonta que me voy a dejar convencer con tu palabrería. Eres un charlatán, un salido y un asqueroso —le dijo, temblando de indignación.

Se sentó frente a ella. Sabía que debería darle igual si se abrían algunas ventanas, si algunas personas salían a mirar y si se ponían en ridículo. Pero no le daba igual. Ya era bastante humillante que le gritaran, pero que le gritaran delante de otras personas lo era doblemente.

—¿Puedo decir algo?

—¿Puedo decir algo? —dijo ella, imitándolo—. El niñito le pregunta a su mamá si puede decir algo. ¿Será que su mamá lo tiene reprimido y no le permite decir nada? ¡Deja de hacerte la víctima! Asume de una vez la responsabilidad de lo que dices y de lo que haces. Eres un mentiroso y un falso. Admítelo, al menos.

—No soy ningún…

Entonces ella le pegó con la mano en la boca y, al advertir en sus ojos una expresión de repugnancia que la asustó, siguió gritando. Se inclinó hacia delante y le escupió en plena cara. Él retrocedió a modo de respuesta y eso la enfureció aún más y gritó más fuerte.

—Eres un asqueroso, un imbécil, y no vales nada. Tú no tienes nada que decir. Cada vez que hablas, mientes, y como estoy harta de tus mentiras, también estoy harta de oírte hablar. ¿Me has entendido?

—Yo…

—¿Me has entendido?

—Lo siento.

—¿Qué es lo que sientes? ¿Ser un mentiroso y un falso? ¿Haberte acostado con otras mujeres?

—No me he acostado con otras mujeres. Lo que siento es que…

—¡Que te jodan con tus mentiras! —dijo ella, se levantó y se fue.

En un primer momento quiso seguirla, pero luego se quedó allí sentado. Recordó aquella ocasión en la que, mientras iba conduciendo, su novia de entonces le soltó que, aparte de con él, tenía relaciones con otros hombres. Iban cruzando Alsacia por una carretera llena de curvas y, tras oír su revelación, siguió recto, se salió de la carretera por un camino forestal, continuó entre matorrales y acabó chocando contra un árbol. No pasó nada, sólo que no podía continuar. Colocó las manos sobre el volante, la cabeza sobre las manos y se sintió triste. No sentía la necesidad de atacar a su novia. Simplemente esperaba que ella le aclarara lo que había hecho de modo que lograra entenderlo y poder así recuperar la tranquilidad. ¿Por qué Anne no permitía que se le aclarara nada?