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Tenía mala conciencia. Había mentido a Anne, se había sentido molesto con ella y había estado a punto de ofenderla, de modo que se alegró de terminar la conversación. Al salir al balcón y notar lo tranquila y cálida que estaba la ciudad, se sentó. De vez en cuando pasaba un coche por la calle, bajo el balcón, y de vez en cuando se oía ruido de pasos. También tenía mala conciencia por no haber llamado a Therese para preguntar si todo marchaba bien y si había encontrado todo bien a su regreso.

Luego se hartó de su mala conciencia. Con Therese no tenía ningún compromiso y lo que le ocultaba a Anne tenía que ocultárselo porque, si no, tendría un ataque de celos tremebundo. A otras novias anteriores no les molestaba saber que, durante un viaje o una estancia en casa de alguien, había compartido la cama con otra mujer, siempre que sólo fuera eso, pero Anne se pondría como loca. ¿Por qué tenía que montar semejante jaleo por otra mujer? Y eso de que creyera que él dictaba las leyes de su propia vida y que podía estar disponible a cualquier hora, mientras que ella había de obedecer las leyes de su carrera profesional… ¿Cómo no iba a enfadarse? Ella había elegido su camino, igual que él había elegido el suyo.

Estaba contento de haber acabado la conversación telefónica con ella, y sin embargo vivía ya a la espera de la siguiente. Se conocían y estaban enamorados desde hacía siete años, pero no habían conseguido organizar una sólida vida en común. Anne tenía un apartamento y un puesto de profesora en Ámsterdam que no le daba para vivir pero que podía interrumpir en cualquier momento para dar un curso en Inglaterra, Estados Unidos, Canadá o Nueva Zelanda. Y entonces él iba a visitarla al país que fuera y se quedaba con ella unas veces más tiempo y otras menos. En los periodos en que no estaba en otro país, ella iba a pasar unos días o unas semanas con él a Frankfurt, y él iba a Ámsterdam unos días o unos meses. En Frankfurt él la encontraba demasiado exigente, y ella a él demasiado mezquino. En Ámsterdam había menos tensiones, bien porque ella era más generosa que él, bien porque él era más comedido que ella. Pasaban juntos algo más de un tercio del año. El resto del tiempo Anne llevaba una vida errante, una vida de maletas y hoteles, mientras que la de él transcurría por cauces sosegados, con reuniones y citas, con la asociación de escritores y el partido, con amigos y, sí, también con Therese.

No es que todo aquello significara mucho para él. Se alegraba cada vez que se suspendía una reunión, cada vez que le anulaban una cita y cada vez que una invitación o una convocatoria política no llegaban a su buzón de correo o a la bandeja de entrada de su correo electrónico. Pero dejarlo todo, irse a Ámsterdam con Anne y recorrer con ella el mundo, no, eso no podía ser.

Eso no podía ser, a pesar de que a menudo le dolía físicamente su ausencia: cuando se sentía feliz y quería compartir su felicidad con ella; cuando estaba triste y hubiera necesitado que lo consolara; cuando no podía hablar con ella sobre lo que pensaba o sobre los proyectos que tenía; cuando estaba tumbado en la cama solo. Y eso que, cuando estaban juntos, apenas hablaban de lo que pensaba o de sus proyectos, y que, en lo relativo a consolarlo, ella no era tan comprensiva como a él le hubiera gustado, ni tampoco era tan entusiasta en los momentos de felicidad. Era una mujer dispuesta y decidida, y la primera vez que la vio, ya percibió esa decidida disposición en su bello rostro de campesina, cubierto de pecas, con el pelo rubio rojizo, y le gustó de inmediato. También le gustaba su cuerpo fuerte, macizo y seguro. Dormirse con aquel cuerpo y despertarse con él o encontrárselo en la cama por la noche era tan bonito cuando estaban juntos como fantasear con él cuando estaban separados.

A pesar de lo mucho que se añoraban y de lo bien que estaban juntos, tenían unas broncas tremendas: porque él se había adaptado mucho mejor que ella a aquella vida, más separados que juntos; porque él no estaba tan dispuesto a trasladarse ni estaba tan disponible como, según ella, podría estar; porque ella no estaba dispuesta a hacer concesiones que, según él, podría hacer con respecto a su carrera profesional; porque ella registraba sus cosas; porque él mentía, cuando las pequeñas mentiras prometían evitar grandes conflictos; porque él no era capaz de contentarla; porque ella se sentía tratada sin respeto y sin cariño. Cuando ella se ponía furiosa, le gritaba, y entonces él se encerraba en sí mismo. A veces, al oírla gritar, en su gesto de impotencia se dibujaba una sonrisa irónica que a ella la enfurecía aún más.

Pero las heridas que causaban las broncas curaban más deprisa que los dolores de la añoranza. Al cabo de un rato, de las disputas sólo quedaba el recuerdo de que había habido algo, un manantial de agua caliente que burbujeaba, borbotaba y humeaba una y otra vez, y que incluso podría abrasarlos y matarlos si llegaban a caer dentro. Pero podían evitarlo. Y quizá un buen día se llegase a comprobar que aquel manantial de agua caliente era sólo un fantasma inexistente. ¿Un buen día? Quizá la próxima vez que se viesen, ocasión que ansiaban y de la que se alegraban de antemano.