La habitación de la esquina de la casa grande era su cuarto preferido. Los múltiples ventanales llegaban hasta el suelo. Cuando hacía buen tiempo, se corrían a un lado, y cuando hacía malo, se protegían con las contraventanas. Cuando la lluvia no les permitía pasear por la playa, allí podían sentirse cerca del mar, de las olas, de las gaviotas y de los barcos que pasaban de vez en cuando. A veces, cuando paseaban por la playa, la lluvia, fría y cortante, les azotaba el rostro hasta hacerles daño.
La habitación estaba amueblada con tumbonas, mesas y sillones de mimbre con blandos almohadones sobre el duro entramado. Cuando Susan le estaba enseñando la casa, Richard vio que la anchura de las tumbonas sólo permitía que las ocupara una persona y comentó que era una lástima. Dos días después, mientras estaban desayunando en la salita, junto a la casa se detuvo un camión y dos operarios con monos azules introdujeron en la habitación una tumbona doble. Hacía juego con el resto de los muebles y tenía los almohadones tapizados con la misma tela de flores que los demás.
El estado del tiempo se ocupaba de que todos los días fueran iguales. Llovía día tras día. A veces la lluvia arreciaba hasta convertirse en tormenta, a veces paraba unas horas o sólo unos minutos, y algunas veces el cielo se abría un rato, dejando que los tejados brillaran relucientes. Cuando las condiciones lo permitían, Susan y Richard paseaban por la playa; cuando las provisiones se agotaban, iban en el coche al supermercado; de lo contrario, permanecían en la casa grande. A raíz del traslado de la casita pequeña a la casa grande, Susan había llamado a Mita, la mujer de Clark, para que fuera todos los días algunas horas a ocuparse de la limpieza, el lavado de la ropa y la cocina. Era una mujer que lo hacía todo con tanta discreción que Richard tardó varios días en cruzarse con ella.
Una noche invitaron a cenar a Linda y John. Cocinaron ellos, pero como ninguno de los dos tenía ni idea, se les hizo difícil hasta seguir la receta del libro de cocina. Aun así, consiguieron poner sobre la mesa unos filetes con patatas y ensalada, con la agradable sensación de que, juntos, podían solventar las crisis. Aparte de esa ocasión, no invitaron ni visitaron a nadie más. «Para los amigos ya habrá tiempo».
Cuando caía la noche hacían el amor. Hasta que oscurecía por completo, les bastaba la luz del crepúsculo; luego, encendían una vela. Se amaban de un modo tan sosegado que a veces Richard se preguntaba si a Susan no le haría más feliz que le arrancara la ropa, se abalanzara sobre ella y se entregara a ella. Pero no le salía comportarse así, y ella no parecía echarlo de menos. No somos gatos salvajes, se decía Richard, somos gatos domésticos.
Hasta que se produjo la gran pelea, la primera y única que tuvieron. Iban a salir para el supermercado y Susan le hizo esperar, cuando ya estaba sentado en el coche, porque de repente recibió una llamada telefónica que parecía no acabar nunca. El hecho de que lo dejara allí esperando sin ninguna explicación, de que se hubiera olvidado de él o no lo tuviera en consideración, lo puso tan furioso que se bajó del coche, entró en la casa y empezó a despotricar justo cuando ella estaba colgando el auricular.
—¿Es esto lo que me espera? ¿Qué consideres que lo que tú haces es importante y lo que hago yo no? ¿Tu tiempo tiene valor y el mío no?
Al principio ella no entendió a qué venía todo aquello.
—Me han llamado de Los Ángeles. La junta directiva…
—¿Y por qué no me has dicho nada? ¿Por qué me has tenido ahí esperando una eternidad?
—Siento haberte hecho esperar unos minutos. Creía que los hombres europeos consideraban que las mujeres…
—¡Deja ya eso de los europeos! He estado media hora ahí fuera…
Entonces también ella se puso furiosa.
—¿Cómo que media hora? Sólo han sido unos minutos. Si se te ha hecho muy largo, podías haber entrado en casa y haber leído el periódico. ¡Menuda prima donna…!
—¿Prima donna yo? ¿Quién de nosotros…?
Ella le echó en cara su actitud incomprensible. Él no entendía qué había de incomprensible o de exagerado en que él, que no tenía nada, quisiera contar tanto como ella, que lo tenía todo. Ella no entendía que él hubiera podido llegar a la absurda conclusión de que no contaba para nada. Acabaron gritándose, furiosos y desesperados.
—¡Te odio! —dijo ella, acercándose. Él retrocedió, ella siguió avanzando y, cuando ya lo tuvo arrinconado contra la pared, sin poder retroceder más, empezó a golpearle el pecho con los puños cerrados, hasta que él la abrazó y la atrajo hacía sí. Al principio ella jugueteó con los botones de su camisa, luego empezó a desabrocharlos. Él intentó quitarle los vaqueros y ella intentó quitárselos a él, pero era demasiado complicado y les llevaba demasiado tiempo, así que, a toda prisa, cada uno se quitó los suyos, la ropa interior y los calcetines, e hicieron el amor en el suelo del pasillo, con urgencia, ímpetu y pasión.
Luego se quedaron allí tumbados, él boca arriba y ella en parte sobre su brazo y en parte sobre su pecho.
—Bueno, ¡por fin! —dijo él, riendo satisfecho.
Ella hizo un pequeño movimiento, una sacudida de cabeza, un encogimiento de hombros, y se acurrucó más contra él, que notó que ella, a diferencia de él, no había transformado el ardor de la pelea en el ardor del amor. No le había arrancado la camisa para sentir su pecho sino para encontrar su corazón. El ardor le había devuelto la paz perdida con la pelea.
Fueron en el coche al supermercado y Susan llenó el carrito de la compra como si fueran a quedarse allí varias semanas. Cuando estaban regresando, el sol se abrió paso entre las nubes. Giraron por la primera calle que llevaba al mar, pero no al mar abierto, sino a la bahía. El agua estaba lisa como un espejo y el aire estaba muy claro. Se veía la punta del Cape y el lado opuesto de la bahía.
—Me gusta que se pueda ver tan a lo lejos y que los contornos de las cosas sean tan nítidos antes de la tormenta.
—¿Antes de la tormenta?
—Sí. No sé si será la humedad o la electricidad lo que hace que el aire esté tan claro, pero es el ambiente que antecede a la tormenta. Es un aire engañoso: parece prometer buen tiempo y lo que trae es tormenta.
—Perdóname que antes te haya hablado en ese tono. Bueno, no sólo te he hablado mal, te he gritado. De verdad que me duele muchísimo haberlo hecho.
Esperó que ella le contestara algo. Después se dio cuenta de que estaba llorando y se quedó helado. Ella levantó la cara, húmeda por las lágrimas, y le echó los brazos al cuello.
—Nadie me había dicho jamás algo tan bonito: que lamenta lo que me ha dicho. Yo también lo lamento. Yo también te he gritado, te he insultado y te he pegado. No volveremos a hacerlo nunca más, ¿me oyes?, nunca más.