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Sobre los hombres que había habido en la vida de Susan lo supo todo en los días siguientes. También supo de sus ansias por tener hijos, dos al menos, pero mejor cuatro. Con su marido no se había quedado embarazada; más adelante, ella había dejado de quererle y se habían separado. Supo que había estudiado historia del arte en la universidad, que después había ido a la escuela de administración de empresas y que había saneado una empresa de trenes de juguete heredada de su padre, que después había vendido junto con otras empresas que también había heredado. Supo que tenía un piso en Manhattan que estaba reformando porque iba a dejar Los Ángeles para trasladarse a vivir a Nueva York. También se enteró de que tenía cuarenta y un años, dos más que él.

Todo lo que le contaba Susan de su vida hasta entonces acababa siempre en planes para un futuro común. Le describió el piso de Nueva York: la ancha escalera que conducía de la planta inferior de la vivienda, situada en el sexto piso del edificio, a la superior, en el séptimo; los amplios pasillos, las habitaciones grandes y de techos altos, la cocina con el montaplatos, la vista al parque. Había crecido en aquel piso hasta que, tras la muerte de sus padres, su tía se la llevó a Santa Bárbara.

—Yo bajaba deslizándome por los pasamanos, iba en patines por los pasillos, me metí en el montaplatos hasta los seis años y desde la cama podía ver por la ventana cómo se mecían las copas de los árboles. ¡Tienes que ver ese piso!

En aquellos momentos no podía enseñárselo, porque tenía que volar desde el Cape a Los Ángeles para organizar la mudanza de la Fundación y la suya propia.

—¿Quieres que quedemos con el arquitecto? Todavía estamos a tiempo de cambiarlo todo.

Su abuelo no sólo había comprado a buen precio, durante la crisis económica, aquella vivienda de dos plantas, sino el edificio completo situado en la Quinta Avenida. Igual que la finca del Cape y otra en la zona de los Adirondacks.

—Ésa también tengo que arreglarla. ¿Te gustan la arquitectura, la construcción, las reformas y la decoración? Me han mandado unos planos que me he traído. ¿Quieres que los veamos?

Le habló de una pareja de amigos que querían tener hijos desde hacía años y no lo habían logrado. Acababan de pasar las vacaciones en una fertility farm. Le habló de la dieta y del plan que establecía los horarios para dormir, hacer gimnasia, comer e incluso para hacer el amor. A ella le parecía divertido pero al tiempo le daba un poco de miedo.

—He leído que a vosotros los europeos os resulta extraño. Os tomáis la vida como si dependiese del destino y como si no pudiera hacerse nada en contra.

—Sí —dijo él—, y si está determinado que matemos a nuestro padre o que nos acostemos con nuestra madre, no podemos hacer nada en contra.

Ella se echó a reír.

—Entonces no podéis tener nada contra la fertility farm. Si no puede influir en vuestro destino, tampoco podrá haceros daño.

Se encogió de hombros como disculpándose.

—Sólo lo digo porque con Robert no funcionaron las cosas. Pero puede que el problema no fuera mío, puede que fuera de él. No nos hicimos pruebas. Aunque, desde entonces, tengo miedo.

Richard asintió. A él también le entró miedo. De los dos niños al menos, y del máximo de cuatro; de tener que hacer el amor con Susan en la fertility farm a determinadas horas y con una dieta alimenticia determinada; del fuerte tictac del reloj biológico hasta que llegara el cuarto hijo o hasta que ya no pudieran llegar más; de que la entrega y la pasión con la que Susan lo amaba no le estuvieran destinados.

—No debes tener miedo. Expreso, simplemente, lo que me preocupa. Eso no quiere decir que sea mi última palabra. Tú censuras lo que dices.

—Eso también es algo europeo.

Richard no quería hablar sobre su miedo. Ella tenía razón: él se autocensuraba al hablar y ella decía lo que pensaba y sentía. No, ella no quería organizar su estancia con él en la fertility farm, pero sí quería organizar el futuro con él y, aunque él también lo quería, y cada día más, tenía mucho menos que aportar: ni vivienda ni fincas ni dinero. Si se hubiera enamorado de la mujer del primer atril que tocaba el segundo violín, habrían buscado un piso entre los dos y habrían decidido juntos qué muebles de cada uno llevar a su nueva vivienda y qué comprar en Ikea o en un mercadillo. Seguro que Susan estaba dispuesta a amueblar una o dos habitaciones con las cosas de él, pero él sabía que eso no resultaría.

Podía llevarse su flauta y sus partituras y ensayar en un atril con el que seguro que Susan contaría entre sus muebles. Podía colocar sus libros en los estantes de la casa de ella, sus papeles en los archivadores de su padre y escribir sus cartas en el escritorio de éste. Su ropa la dejaría colgada directamente en el armario de la casa de campo, porque en la ciudad, a su lado, no le quedaría bien. Ella le compraría ropa nueva con mucho gusto y un gran sentido de lo que estaba de moda.

Ya se veía ensayando muchísimo; la mayor parte de las veces, «en dique seco», como él denominaba a la acción de encoger y estirar el dedo meñique, pero cada vez más con la flauta, convertida en parte de él como nunca hasta entonces. Le pertenecía, era muy valiosa, con ella creaba música y ganaba dinero, podía llevarla a cualquier parte. Con ella se sentía en su hogar en cualquier sitio. Y con su forma de interpretar ofrecía a Susan lo que nadie había podido ofrecerle. Al improvisar, daba con melodías acordes a sus estados de ánimo.