Richard se despertó temprano, cruzó los brazos por detrás de la cabeza y escuchó el sonido de la lluvia sobre las hojas de los árboles y sobre la gravilla del camino. Le gustaba oír aquel susurro cadencioso y apaciguador, aunque no augurase nada bueno para el día. ¿Irían Susan y él, después del desayuno, a pasear por la playa o por el bosque que rodeaba el lago? ¿Irían en bicicleta? Él no había alquilado ningún coche y suponía que ella tampoco, lo cual reducía el radio de posibles actividades.
Encogió y estiró el meñique para tener que ejercitarlo menos más tarde. Tenía un poco de miedo. Si, después de desayunar, Susan y él iban a pasar realmente el día juntos, iban a comer, o incluso a cocinar en casa de ella…, ¿qué pasaría después? ¿Tendría que acostarse con ella? ¿Tendría que demostrarle que ella era una mujer deseable y que él era un hombre ardiente? ¿Porque, de otro modo, a ella la ofendería y él se sentiría culpable? Hacía años que no se acostaba con una mujer. No se sentía especialmente ardiente y la noche anterior tampoco le había parecido que ella fuese especialmente deseable, aunque tenía muchas cosas que contar y que preguntar, escuchaba con atención, era animada e ingeniosa. El hecho de que antes de decir algo titubeara siempre un instante y de que, cuando se concentraba, cerrara los ojos, tenía su encanto. Despertaba su interés. ¿Y su deseo?
En la sala ya estaba preparado su desayuno, y como no quería defraudar al viejo matrimonio que le había preparado el zumo de naranja, los huevos revueltos y las tortitas, se sentó y empezó a comer. La mujer salía de la cocina a cada poco y le preguntaba si quería más café o más mantequilla, otra mermelada o fruta o yogur. Hasta que comprendió que lo que quería era charlar con él. Le preguntó desde cuándo vivía allí y ella posó la cafetera y se quedó de pie junto a la mesa. Hacía cuarenta años que su marido había recibido una pequeña herencia y se habían comprado la casa del Cape, en la que él pretendía escribir y ella pintar. Pero lo de escribir y pintar quedó en nada, y cuando los hijos se hicieron mayores y la herencia se agotó, convirtieron la casa en un bed & breakfast.
—Todo lo que quiera saber sobre el Cape, qué punto es el más bonito o dónde se come mejor, pregúntemelo a mí. Y, si piensa salir hoy…, tenga en cuenta que una playa sigue siendo una playa aunque llueva, y el bosque simplemente está mojado.
La niebla flotaba entre los árboles del bosque, ocultando también las casas apartadas de la carretera. La casita en la que vivía Susan era una casa de guardeses, junto a la que una entrada de coches conducía hasta una casa grande, semioculta por la niebla y misteriosa. No había timbre, así que llamó con los nudillos. «Ya voy», oyó que decía ella a lo lejos. La oyó subir una escalera, cerrar una puerta y correr por un pasillo. Apareció frente a él sin aliento y con una botella de champán en la mano.
—Estaba en el sótano.
El champán volvió a producirle temor. Se vio con Susan sentado en el sofá, ante el fuego de la chimenea, con las copas en la mano. Ella iniciaba el acercamiento. Así estaba ya la cosa.
—¿Por qué te quedas ahí parado mirando? ¡Entra!
En la habitación grande que había junto a la cocina vio, en efecto, una chimenea con leña a un lado y un sofá delante. Susan había dispuesto el desayuno en la cocina y él volvió a beber zumo de naranja y a comer huevos revueltos y, después, ensalada de fruta con nueces.
—Estaba todo riquísimo, pero ahora tengo que salir a correr o a andar en bici o a nadar.
Al ver que ella dirigía la mirada con escepticismo a la lluvia que estaba cayendo, le explicó que ése era su segundo desayuno.
—Así que no querías defraudar a John y a Linda. ¡Qué encantador eres! —le dijo, con mirada complacida y llena de admiración—. Muy bien, ¿por qué no ir a nadar? ¿No tienes traje de baño? ¿Quieres…? —dijo con aire dubitativo, pero dando a entender que no le importaba. Metió unas toallas en una bolsa grande y añadió un paraguas, el champán y dos copas—. Podemos atravesar la finca, es más bonito y se llega antes.