Enero de 2001. M. vuelve a su casa en el distrito madrileño de Ciudad Lineal tras tomar algo con sus amigos. Acaba de bajar del «búho», uno de los autobuses nocturnos que recorren Madrid, cuando un individuo la aborda por la espalda. No hay nadie en la calle. La sujeta con fuerza y le ordena silencio. Coloca una navaja en el costado de la chica, le exige que no le mire a la cara y la conduce a un descampado próximo. Allí, la viola y la somete a toda clase de vejaciones, sin parar de hablar. Le quita el carné de identidad y la llama por su nombre. La mujer tiene que apagar el móvil. «Me he quedado con tu nombre y ya sé dónde vives, no te atrevas a denunciarme». La amenaza y la apremia con que permanezca durante diez minutos en el lugar para escapar.
Esa misma noche, 8 de enero de 2001, M. denuncia la violación en el Servicio de Atención a la Mujer (SAM) de la Jefatura Superior de Policía de Madrid. El Grupo 3.° comienza la «caza» del «Búho», un violador en serie que les ha traído de cabeza durante siete años, el más buscado, el más esquivo porque ni tenía antecedentes policiales ni por supuesto se sabía a quién correspondía el ADN que durante todo ese tiempo los investigadores han ido acumulando con desesperación.
Siete años en los que ha sembrado el pánico y la humillación en cinco distritos y dos localidades, siete años en los que se han montado mes sí y mes no dispositivos policiales para acabar con su impunidad, sin resultados. Siete años en los que se le atribuyen 19 violaciones, una agresión sexual y cinco atracos. Pero los investigadores están convencidos de que ha cometido más y que algunas víctimas, muy jóvenes, no se han atrevido a denunciarlo.
El pasado 22 de enero se acababa por fin con su carrera criminal, cuando al SAM llegó una muestra indubitada de ADN procedente de la Comisaría General de Policía Científica. El análisis no dejaba resquicios. El perfil genético de Isaac P. C., recogido en Alcobendas tras una agresión cometida en julio, era idéntico a otras quince muestras procedentes de otras tantas violaciones.
El Búho, madrileño de 29 años, era detenido en su casa de Vallecas, donde vivía con su madre. De lunes a viernes era un honorable encofrador. Los sábados salía con su novia, pero muchos de esos días, cuando la dejaba en casa de madrugada, se convertía en un depredador de mujeres. Se movía de un distrito a otro, con predilección por la zona norte y este. Los años transcurridos desde su primer ataque conocido le habían aportado confianza. «Se sentía invulnerable a la Policía, de ahí que cada vez actuara con mayor violencia y agresividad», explica la responsable del SAF, Elena Palacios.
En los últimos tiempos, las vejaciones de todo tipo —taparles la cara con una bufanda o con la ropa interior de las víctimas, insultarlas y ofenderlas— ya no le bastaba, trataba a las chicas como a muñecas, según han narrado ellas mismas.
El modus operandi de este violador anónimo y persistente ha sido el rompecabezas que ha ido poniendo luz a los casos. De ahí que se le hayan podido imputar otras cuatro violaciones en las que no se cuenta con ADN.
El depredador elegía chicas de entre 15 y 24 años, con preferencia por las que rondaban los veinte y de complexión menuda. Las esperaba junto a los autobuses nocturnos de varias líneas, se cree que en su coche, y se aseguraba de que hubiera cerca un jardín, un parque o un descampado. Casi siempre repetía el guión de la primera violación: ataque por la espalda mientras la víctima caminaba hacia su casa sola o estaba a punto de entrar en el portal, amenaza con la navaja y vuelta a pie a la zona escogida para el ataque, con los ojos tapados.
No era un violador callado, todo lo contrario, mareaba a las chicas en un interminable soliloquio con preguntas personales sobre sus gustos sexuales, sus posibles parejas, y en el límite del paroxismo las obligaba incluso a que opinaran sobre la propia agresión. Quitarles su DNI y apagarles el móvil era otro de sus pasatiempos.
Los investigadores han dedicado horas y horas a buscar su rastro. Mapas, itinerarios, horarios, retratos robot, zonas de preferencia. Las piezas no encajaban. No se fijaba un tiempo concreto entre agresión y agresión, pese a que en los últimos casos no «aguantaba» más de tres meses sin buscar una presa; elegía una zona y no volvía a ella hasta meses o incluso años después. «A veces teníamos la sensación de que detectaba los dispositivos de vigilancia», dice la jefa del SAM.
Un ejemplo: la primera violación la comete en Ciudad Lineal y no vuelve a ese distrito hasta la quinta, después repite otras dos consecutivas, perpetra tres agresiones más en Hortaleza y Coslada, pero insiste en su primer barrio.
La última agresión con ADN de la que se tiene constancia se produce en Alcobendas en julio pasado. Allí aborda a una niña de quince años y la somete a todo tipo de vejaciones. La adolescente lo cuenta en casa y queda con él. El padre fue clave para que se le detuviera. Se le toma una prueba de ADN, pero el violador hace creer a todos, juez incluido, que la menor es su pareja. El juez de Instrucción número 4 de Alcobendas le impone en agosto una orden de alejamiento, aunque el Búho queda en libertad y nadie sabe aún que se trata del individuo al que se busca.
Los resultados de esa prueba de ADN llegan el 22 de enero al SAM. Nada más cotejar el perfil, los investigadores saben ya ante quién están y su detención en Vallecas es cuestión de horas. La mayoría de las víctimas le han reconocido fotográficamente —le habían descrito pero respondía a un tipo bastante común, salvo por unos lunares en la cara—, y otras posiblemente pasarán un reconocimiento de voz, dado que hablaba sin cesar. Ninguna había olvidado los ojos del violador.
El Búho se negó a declarar. No era necesario, dado que las pruebas son irrefutables. El mismo día de la detención se comunicó a todas las comisarías que el violador había caído. Agentes de Hortaleza, San Blas, Moratalaz, Ciudad Lineal, Moncloa-Aravaca y Coslada celebraron el arresto. Ya era hora, después de siete años de trabajo.