Capítulo 15

Los ángeles de la muerte

¿Qué hace que un hombre o una mujer que se ha comprometido por ética profesional a cuidar a personas vulnerables o enfermas se desvíe de modo dramático de esa exigencia moral y llegue a convertirse en el asesino de esas mismas personas? Ésta es la cuestión que se dilucida aquí, y la respuesta ciertamente no es sencilla.

Los psiquiatras han acuñado la etiqueta diagnóstica de «síndrome de Munchhausen por proximidad» para describir a los padres (típicamente la madre) que hieren o enferman a sus hijos a propósito porque tienen la necesidad inconsciente de ser atendidos y considerados padres competentes y abnegados. El nombre procede de un barón alemán que contaba historias extraordinarias e inventadas a sus amistades. El nombre oficial actual es Trastorno facticio (fingido) por poderes.

Cuando los padres llevan al hospital a sus hijos, una y otra vez, están diciendo al mundo «qué dura es su vida y cuánto quieren a sus hijos que siempre están dispuestos a ayudarles». No buscan incentivos externos, sólo satisfacer la necesidad patológica de ser valorados ante los demás. El mejor modo de demostrar que son padres sacrificados sería poner a las personas a las que más aman (sus hijos) en situación de riesgo —más o menos grave— para que, gracias a su entereza, reciban los cuidados que al final les devolverán la salud. Claro que, en determinados casos, la lesión o herida puede ser muy grave o tener complicaciones inesperadas, con el resultado de que esa ayuda llegue tarde o sea inefectiva, o que sean tantas las ocasiones en las que el niño enferma o sufre lesiones que finalmente no consigue sobrevivir.

Esta patología, sin embargo, sólo explicaría una parte de los llamados casos de los «ángeles de la muerte» —expresión que agrupa al personal sanitario o de prestación de cuidados que atiende a enfermos o personas vulnerables—, los casos en los que una enfermera, por ejemplo, busca esa sensación de reconocimiento y competencia haciendo enfermar a los niños a los que cuida para luego desvivirse en salvarles la vida o en cuidarlos de modo obsesivo[18]. Podemos decir que aquí la madre ha sido sustituida por la enfermera. Ésta no quiere matar al niño al que atiende tan solícitamente, sólo ponerlo en peligro, herirlo, para al fin devolverle a la salud… y de nuevo vuelta a empezar.

En efecto, la mayoría de los ángeles de la muerte no pretenden simular que salvan a alguien o no buscan cuidar con esmero al sujeto al que repetidamente enferman, sino que directamente persiguen matarlo. No, desde luego, nada más tener relación con él o ella, pero sí pasado un tiempo más o menos largo (semanas o meses, generalmente) como consecuencia de una determinada relación que el profesional ha establecido con su paciente, y cuyas claves para tomar la decisión de matarlo o dejarlo con vida no son siempre comprensibles. Lo único cierto es que son «sus pacientes», y que éstos pueden vincularse con su psicología mórbida de múltiples formas: el asesino puede considerarlo molesto, ofensivo o demasiado débil como para merecer seguir viviendo. En otras ocasiones, raras, hay motivos económicos, o bien ciertos deseos de venganza por algún agravio que el cuidador pensó que no debió de recibir de quien ahora es su víctima. Tampoco podemos descartar en algunos casos un sentimiento erótico profundo derivado del acto de matar[19].

No obstante, sí es cierto que algunos asesinos de este tipo combinan la necesidad de reconocimiento con el placer de matar, como el caso que exponemos más adelante de Robert Díaz, el asesino de la lidocaína.

Se discute si los ángeles de la muerte matan por compasión. Se trata de un error común en el que sorprendentemente todavía incurren muchas personas, incluso profesionales (ver más adelante el caso del celador de Olot). La compasión no tiene nada que ver con este tipo de asesino (o asesina, puesto que aquí abundan las mujeres) en serie, como veremos a continuación.

Harold Shipman: El doctor muerte

El Dr. Shipman (fig. 41) es, probablemente, el asesino en serie más prolífico de la historia en Europa. De acuerdo con la jueza Jane Smith, que presidía una comisión creada para documentar la magnitud de las actividades criminales de Shipman, existían evidencias definitivas para considerar que éste había asesinado a 215 pacientes (otras fuentes hablan de 236 «casos ciertos») así como «sospechas muy reales» de que podía haber matado a otros 45. Se trata de números asombrosos: en la década de 1980 había matado de ocho a doce personas cada año, y en 1997 mató a treinta y dos personas.

Es posible que los asesinatos comenzaran nada más terminar la carrera de medicina, en 1971. La comisión cifra su debut en el crimen en 1975. Su modus operandi era muy predecible, y en verdad nunca tuvo razones para cambiarlo: una mujer, generalmente mayor (mató a también a hombres, pero fueron los menos), iba a su consulta (se independizó de la clínica en la que trabajaba desde 1977, y abrió una consulta por su cuenta en 1992); allí, Shipman le decía que la exploraría con mayor detenimiento en el propio domicilio de la paciente, a donde acudiría en una o dos horas. Al llegar la examinaba de modo superficial y le decía que necesitaba una inyección, de cuyo contenido real (heroína o morfina) no daba explicación alguna. Una vez muerta, procedía de diversas formas: en ocasiones, si nadie estaba presente, la dejaba sola, muerta en casa y él se limitaba a irse; otras veces se presentaba ante los familiares y decía que había sufrido un ataque al corazón. Luego persuadía a los familiares para que incineraran el cuerpo. El cuadro 25 muestra los hechos que describen el caso Shipman.

CUADRO 25. Algunos datos sobre el caso Shipman.

Shipman se suicidó en la cárcel, poco después de ser condenado a cadena perpetua sin posibilidad de obtener la libertad condicional. El 13 de enero de 2004 fue encontrado muerto, ahorcado con las sábanas de su cama, que había anudado a los barrotes de la ventana de su celda. Con él murió su propio misterio. Su mujer y sus hijos nunca creyeron que él fuera un asesino. El eminente psiquiatra británico John Gunn se preguntó hasta qué punto las cosas podrían haber sido diferentes si Shipman hubiera sido tratado adecuadamente cuando fue dado de baja debido a su adicción a la petidina (morfina). En su opinión sus colegas no valoraron bien la adicción, la creyeron sólo moderada, debido a que no presentaba síntomas de abstinencia físicos. E igualmente conjetura acerca del posible mecanismo desempeñado por la depresión, si ésta tampoco fue bien tratada, y se pregunta: ¿es posible que una ayuda terapéutica sostenida en el tiempo hubiera impedido que Shipman desarrollara esa adicción a matar?

Porque, en efecto, en la biografía de Shipman se ve que la morfina u otras sustancias relacionadas han estado siempre presentes en su desarrollo vital, primero como terapéutica para la terrible agonía de su madre, luego como obsesión y adicción para él mismo, y finalmente como su arma de elección para el asesinato múltiple a lo largo de más de dos décadas. ¿Es posible que la adicción a la morfina tuviera una continuidad psicológica en la adicción a la muerte con la morfina? En otras palabras: ¿es posible que la sensación de tomar morfina se pudiera intensificar de modo extraordinario si él la administraba como instrumento supremo de su control sobre personas indefensas? Claro que precisaríamos de una personalidad de base donde la despersonalización, la falta de consideración humana de sus pacientes, fuera un proceso habitual. Al fin y al cabo el Dr. Shipman mataba a muchas personas que estaban relativamente bien de salud en vez de ayudarlas a sanar, y eso exige la «personalidad base» de la insensibilidad emocional tan característica de los sujetos violentos reincidentes (y desde luego de los psicópatas, aunque éstos han de reunir otros atributos). Hemos visto que él era rudo y muchas veces vejatorio con sus pacientes. En tal caso, si en realidad despreciaba a muchos de ellos, el asesinato no parece al fin una hipótesis tan descabellada.

El asesino de la lidocaína: Robert Díaz

La lidocaína es un anestésico local utilizado por los odontólogos, y está también indicado para sujetos que padecen arritmias ventriculares, como taquicardias o fibrilación ventricular. Ésta es la sustancia que Robert Díaz (fig. 42) inyectaba a sus pacientes en el hospital del municipio de Perris, en el condado de Riverside, en California, donde trabajaba en la unidad de cardiología, después de haber estado empleado en otros hospitales. En el juicio Díaz negó su responsabilidad en las muertes, pero fue incapaz de explicar por qué en los doce homicidios que se le imputaban se hallaba una dosis elevada de lidocaína.

Los hechos más relevantes de este caso se presentan en el cuadro 26.

CUADRO 26. Algunos datos sobre el caso Robert Díaz.

Hay indicios importantes de que Díaz tenía una personalidad peculiar. Se consideraba un hombre brillante, con un coeficiente de inteligencia —según él— de 180, cuando el valor medio es 100. Estuvo en la marina, pero fue dado de baja, según el expediente consultado por la policía, porque se le diagnosticó una esquizofrenia. En el registro de su casa se halló material sadomasoquista.

¿Por qué mataba a sus pacientes? Ya que él no confesó crimen alguno, sólo tenemos los datos de las valoraciones que se hicieron durante el juicio. Se plantearon tres posibles razones. La primera es la habitual en estos casos: mató por compasión, para evitar el sufrimiento de las personas que estaban a su cargo. La segunda señalaba el hecho «simple» de que le gustaba matar, que disfrutaba con ello, es decir, una adicción al crimen y al poder que se deriva de éste que en realidad es una explicación tan general que puede ser aplicada a todos los asesinos en serie. La tercera hipótesis indicaba que Díaz tenía una necesidad patológica de demostrar que sabía más de medicina de emergencia que los jefes médicos que le daban órdenes. Salvar a alguien que estaba a punto de morir (lo que provocaba el propio Díaz con el suministro de la lidocaína) le convertía en un auténtico héroe. Al trabajar solo en el turno de noche Díaz tenía la posibilidad de sentirse realmente un «médico», y no uno de esos inútiles que tienen ese título.

Esta última explicación es interesante, pero se hace difícil mantenerla cuando el ángel de la muerte mata a dos personas o más en una misma noche y emprende esa huida hacia delante en el crimen a lo largo de un único mes, en el que mata a doce pacientes. Ha de haber, necesariamente, una notable tensión in crescendo que exige el acto de matar para acallar un impulso o una ansiedad que lo va arrollando todo a su paso. Y eso fue lo que ocurrió en el caso de Díaz: el último día en que mató lo hizo por partida doble; en esa ocasión sus víctimas fueron un hombre de sesenta y cinco años y una mujer de ochenta y seis. Esa noche murió una tercera persona, pero dado que el cadáver fue incinerado, su muerte no se pudo relacionar con Díaz.

Lo que resulta reseñable desde la criminología en el caso de Robert Díaz es que era una persona razonablemente integrada en su mundo familiar: no estamos ante un sujeto aislado y solitario. Shipman tenía buena fama entre sus pacientes, pero su vida social era extraordinariamente limitada y la relación con su mujer estuvo siempre presidida por una gran entrega de ella hacia él. La pasión por matar a sus pacientes que sentía Díaz nacía de una mente que, fuera de la unidad de cardiología, funcionaba perfectamente, o al menos lo suficiente para que nadie lo considerara marginal o desarraigado. El diagnóstico de esquizofrénico que obtuvo cuando sirvió en los marines parece poco creíble, dado que una patología mental como ésa tendría que haberle impedido mostrar un funcionamiento normal durante tanto tiempo (cuando fue arrestado tenía cuarenta y tres años). Ciertos aspectos del carácter «raros» o excentricidades no bastan para emitir un diagnóstico de enfermedad mental tan grave como aquél.

Mi opinión es que estaba profundamente frustrado por no haber sido médico, o mejor, por no haber podido gozar del poder y el estatus que éstos poseen. Poniendo a sus víctimas en situaciones cercanas a la muerte y estando él de enfermero podía actuar con rapidez y salvar esa vida. Frente a sus compañeros y ante el cuerpo directivo del hospital, el ego del enfermero subía muchos enteros. Díaz se refirió en varias ocasiones a que él había salvado muchas vidas. El problema fue que hubo al menos doce pacientes que murieron porque él no los pudo salvar… después de haberles inyectado lidocaína. Ese pulso con la muerte puede ser realmente adictivo; todo el proceso, desde seleccionar a las víctimas, pasando por la inyección de la sustancia, la espera ansiosa de la aparición de los indicadores de alarma en los aparatos, y terminando en su intervención «salvífica», se adueñó de su inteligencia y de su voluntad.

El celador de Olot

El año 2010 fue testigo de la aparición por primera vez en España (al menos que se haya sabido) de un asesino en serie del tipo «ángel de la muerte». El lugar fue el municipio de Olot, en Gerona, célebre ya años atrás por un largo y tortuoso secuestro que mantuvo a los medios muy ocupados. También es el lugar donde se produjo uno de los casos de «asesinato en masa» u «homicidio múltiple en un solo acto» que se analiza en otro lugar (cap. 8).

El 30 de noviembre de ese año Joan Vila, celador de la residencia de ancianos La Caritat, en Olot, reconoció haber matado a once ancianos que estaban bajo su cuidado delante de la jueza del juzgado de instrucción número 1 de esa ciudad. Previamente había confesado haber matado a tres de ellos, pero llegó el momento en que decidió contar —aparentemente— toda la verdad: «Que el declarante manifiesta que quiere volver a declarar habida cuenta que quiere confesar su intervención en fallecimientos ocurridos en la Residencia La Caritat y solicita que se lea por Su Señoría el nombre de las personas que han fallecido en su turno de trabajo a efectos de poder recordar su intervención o no en esos fallecimientos».

Y así empezó una letanía de muertes, once en total, lo que presuntamente[20] convierte a Vila uno de los mayores asesinos de la historia de España. La confesión de Vila se produjo después de que el juzgado ordenara exhumar ocho cuerpos de personas que perdieron la vida durante su turno de trabajo. Las víctimas resultaron ser nueve mujeres y dos hombres, todos ellos de avanzada edad y delicado estado de salud.

El celador de Olot explicó durante tres horas que había acabado con seis de las ocho personas exhumadas por el juez, además de otras dos víctimas en agosto y octubre de 2009. Y dudó sobre si había asesinado también a otro hombre. «No recuerdo bien lo que pasó, pero creo que no intervine en su fallecimiento».

La prensa recogió con sumo interés esa confesión sensacional:

A las tres víctimas reconocidas hasta ahora —Paquita Gironés, Sabina Masllorens y Montserrat Guillamet, a las que envenenó con lejía y productos de limpieza —el celador admitió ayer haber acabado también con la vida de Montserrat Canalies, Joan Canal, Lluís Salleras, Carme Vilanova, Isidra García, Teresa Puig, Rosa Babures y Francisca Matilde Fiol. Seis de las nuevas víctimas, según la confesión, murieron por un cóctel de barbitúricos, mientras a otras dos les inyectó una dosis alta de insulina. Según Vila, todas ellas estaban en situación crítica y podrían haber muerto de manera natural con el paso de los días.

El celador indicó que pedía declarar ahora ante el juez porque en su primera comparecencia «estaba muy confuso y nervioso» y que en cambio ayer se sentía «tranquilo». Igual que mantuvo en su primera confesión, defendió que había contado «toda la verdad». Vila no aclaró por qué pasó de utilizar fármacos a lejía y detergentes para matar a sus tres últimas víctimas (del 12 al 17 de octubre). «A día de hoy me pregunto por qué cambié el método», dijo a preguntas del fiscal.

El interrogado dijo que los había matado por compasión, por pena. En la declaración judicial, ante las preguntas del fiscal, se puede leer: «No piensa que las ha matado, sino que las ha ayudado a morir. Que las ha ayudado a morir porque tenían un nivel de dependencia muy alto y necesitaban una grúa [para poder ser levantados] y estaban en circunstancias muy precarias ya que tenían pañales y se les tenía que dar de comer. Que si él estuviera en estas circunstancias, le gustaría que le ayudaran a morir».

El abogado defensor pidió una prueba pericial para comprobar el estado mental de su cliente, dado que, según los informes de dos psiquiatras que le trataron durante veinte años, Vila padece un «trastorno ansioso depresivo y una personalidad con rasgos obsesivos». Los rasgos obsesivos implicarían «verificaciones [asegurarse compulsivamente de que ha hecho determinadas acciones], rigidez, ideas obsesivas acerca de su leve temblor de manos…». Éstos niegan, sin embargo, que sufra un trastorno psicótico, delirante, bipolar o de personalidad antisocial. Tampoco consideran que tuviese una actitud agresiva.

Durante los cinco años que trabajó en La Caritat, nadie se percató de los asesinatos que, según ha reconocido, cometió. Ni la Generalitat de Cataluña, que mantiene un concierto con el centro, ni los responsables de la residencia detectaron anomalías.

La Caritat es un centro asistido, sin ánimo de lucro, que funciona con un patronato que la gestiona. De las 60 plazas que tiene, 39 son concertadas. Un portavoz de la administración aseguró la semana pasada que nunca se habían detectado deficiencias relevantes en las inspecciones. La última se había realizado en marzo.

El atestado policial tras la muerte de Paquita Gironés indica que Vila se valía de la ausencia de enfermeras y médicos por la noche durante los fines de semana y festivos. Eso le permitió llevar «la voz cantante» y «realizar sus actos con total impunidad y disponiendo de tiempo suficiente para garantizar la muerte de la víctima sin ninguna asistencia con cualificación médica». La normativa autonómica catalana no obliga a que haya personal clínico durante las noches en este tipo de centros. El juez del caso sospecha además que los médicos certificaban los fallecimientos sin examinar los cuerpos, lo que habría facilitado los crímenes de Vila.

Los propios ancianos de La Caritat, en varias declaraciones, comentaron que era algo raro que muriesen siempre personas en el turno de Vila. Incluso el acusado se llegó a jactar de la situación. «Qué mala suerte, siempre se me mueren a mí. Desde hace unos cuantos fines de semana, se me mueren a mí», comentaron sus compañeras, en declaraciones policiales, que había dicho el celador.

El juez le preguntó ayer uno a uno por todos los fallecidos en La Caritat desde que él entró a trabajar, en diciembre de 2005. Vila negó haber tenido nada que ver con las muertes anteriores a agosto del año pasado. En la residencia geriátrica han muerto 59 personas desde que Vila fue contratado, 27 durante su turno (fines de semana y festivos). Según su confesión de ayer, Vila mató a nueve de las quince personas que han fallecido durante este año [2010]. En 2009, asesinó a dos más.

El caso de Paquita Gironés desenmascaró los crímenes confesados por Vila. La anciana empezó a agonizar el domingo 17 de octubre, a las ocho de la tarde. Vila trató de evitar que la mujer pasase por el hospital, según la declaración de dos de sus compañeras. Esas mismas mujeres aseguraron que la anciana y él se odiaban. Este detalle es importante: las motivaciones de los ángeles de la muerte pueden ser complejas y confusas, y variar de acuerdo con el paciente de que se trate y las circunstancias vitales del asesino. Si Vila odiaba a Gironés, el poder gratificante que sentía al matar podía unirse al gozo de la venganza, lo que aumentaría esa placentera sensación de administrar la muerte.

En su confesión sostuvo que las mató «por impulso, que si hubiera pensado lo que estaba haciendo no lo hubiera hecho». Y se excusó en la mezcla de bebida y de medicación (tomaba varios fármacos) porque vio «que mezclando el vino con los medicamentos tenía más vitalidad». Vila dijo que nunca le contó nada a los psiquiatras que le trataron de «esta doble personalidad». Y relató que cuando mató a las once personas se sentía «como en los dibujos animados, que una persona sale de otra y hace algo».

Con posterioridad, y de acuerdo con la petición realizada por la defensa, el celador fue sometido a una primera evaluación psicológica. La prensa también se hizo eco de ese nuevo paso en el proceso y puso el énfasis en la falta de arrepentimiento del antiguo celador, lo que llamaba la atención considerando, como acabamos de ver, que tres de sus pacientes murieron de una forma cruel, abrasados por dentro al ser obligados a beber lejía. La afirmación por parte de los psicólogos de que «no manifiesta sentimientos de arrepentimiento» se fundamenta en que Vila les dijo que «en parte no está mal lo que he hecho», a pesar de que es consciente de que «ante la ley sí es un hecho delictivo y que socialmente está mal»:

Para los psicólogos, eso es contradictorio: «Por un lado dice que su motivación era hacer el bien, pero por otro, lo esconde y piensa que jamás será descubierto porque era consciente de la acción ilegal que cometía». Aunque su abogado, Larles Monguilod, no está de acuerdo: «Que lo escondiese no es incompatible con que pensase que lo estaba haciendo bien».

Pero al margen de esta polémica sobre si el acusado siente o no culpa por lo que ha hecho —difícil de resolver si no vemos todo el proceso que llevó a esas once muertes en un sentido global, como luego se verá—, lo realmente interesante estaba en si la exploración permitía descubrir algún tipo de patología mental o de trastorno de personalidad que permitieran llegar a comprender qué buscaba o de qué huía al protagonizar esa masacre en La Caritat. El resultado fue un poco decepcionante, porque en realidad los psicólogos hallaron muy poco, es decir, Joan Vila parecía ser un tipo corriente, como hay millones. En palabras más técnicas, no tiene un trastorno de personalidad o una alteración de la voluntad o la razón, aunque se «observa un estilo dependiente, evitativo [es decir, con tendencia a evadirse de situaciones problemáticas y de vínculos intensos con la gente], depresivo y esquizoide [ideas atípicas]». Pero mucha gente podría ser descrita de ese modo, por eso tiene a mi juicio más interés lo que el propio sujeto dice de sí mismo cuando mataba a los ancianos:

El celador ha insistido ante los psicólogos que la mezcla de bebidas, alcohol y medicación le causaban «euforia, energía y alegría» y eso le ayudaba «a atreverse a iniciar sus acciones letales», «como si fuese Dios». «No sentía placer» cuando mataba a sus víctimas, «ni actuaba por revanchismo», incluso en ocasiones «le parecía como si no fuese él quién lo hacía», recoge el informe. Aunque «en todo momento era consciente de sus actos».

De las entrevistas, los psicólogos también concluyen que el celador tuvo una vida «dentro de los patrones de la normalidad social» y gozó de «un ambiente familiar estable», a pesar de que durante la adolescencia se sintió «marginado debido a su condición de homosexual».

Finalmente los psicólogos le describen como una persona «reservada, discreta, inhibida, aprensiva, ansiosa, deprimida, impulsiva, creativa, poco sincera y conformista», es decir, como alguien que puede ser para mucha gente «algo raro» y que tiene «un intenso malestar psicológico», además de la ansiedad y la tendencia depresiva que los médicos le diagnosticaron veinte años atrás.

Pero antes de concluir, aunque sólo sea a modo de hipótesis, qué era lo que perseguía Vila cuando acababa con la vida de sus pacientes, es importante considerar un hecho que se supo unas semanas después de que se realizara la valoración psicológica comentada. Este hecho fue que la doctora que examinó el cuerpo de la mujer que destapó el caso del celador de La Caritat (Montserrat Guillamet) explicó en su declaración ante el juzgado que el cadáver «presentaba claros signos de lucha». La importancia de este hecho es que cuestiona de forma decidida la aseveración de Vila de que él no sintió «ningún placer» al matar a los ancianos. Pero he de notar aquí que esa mujer de veras se opuso a tragar el bebedizo que le ofrecía su ángel de la muerte:

Según el escrito de la declaración, la doctora expone que cuando examinó el cuerpo «tenía la lengua negra, quemada y fuera de la boca porque no cabía y toda la zona del escote llena de quemaduras, que eran claras señales de cáustico».

Por todo ello la médica concluye que la mujer se resistió a que Joan Vila le obligara a ingerir líquido corrosivo ya que «lo que es seguro es que el cáustico salió de la boca, que no se sabe si lo escupió o si al luchar le cayó en el pecho», pero que la deducción de la doctora es que, como la víctima tenía la cabeza clara, debió hacer un movimiento para no aceptar que le introdujeran cáustico en la boca, y que por eso además escupió o vomitó el líquido.

La doctora también ha explicado, durante su declaración ante el juez y los diferentes letrados, que la mujer tenía un ojo morado y que eso tenía que ser causado por algún golpe, ya que un hematoma así no sale espontáneamente.

Así pues, del análisis conocido de los hechos del caso podemos concluir una serie de puntos relevantes:

¿Tienen sentido desde el punto de vista de la criminología forense estas explicaciones del señor Vila? La respuesta es, en mi opinión, que tienen un sentido claramente incriminatorio para él por lo que respecta a un móvil homicida.

Por una parte, es obvio que el sentimiento de euforia y omnipotencia, el «sentirse como si fuera Dios», es lo que caracteriza la motivación esencial de este tipo de asesinos en serie. Los casos de Shipman y Díaz, revisados en este capítulo, señalan que era la posibilidad de matar a las víctimas —sin ningún otro beneficio— lo que realmente excitaba a los autores de los crímenes. Shipman iba a casa de las mujeres que previamente había atendido en su consulta (con frecuencia sólo una o dos horas antes) sólo para inyectarles morfina y matarlas. Está claro que esa urgencia respondía a una necesidad vital del sujeto que, paradójicamente, se satisfacía con la muerte de sus pacientes. Díaz —cuyo caso tiene parecidos notables con Joan Vila— tiene una mala opinión de los médicos y una opinión muy buena de sí mismo, y encuentra un sistema para demostrar a los demás lo bueno que es: acudir «en el último momento» para salvar la vida de los pacientes que él mismo ha puesto en peligro.

Pero es claro que Díaz deseaba la muerte de esas personas, o al menos no le importaba si morían. Los pacientes eran instrumentos para un juego macabro donde, de nuevo, encontramos la auténtica raíz de estos actos: jugar a ser Dios.

Vila, casi sin darse cuenta, explica la auténtica motivación, sólo que él la adorna diciendo que tales estados de euforia fueron el producto de mezclar fármacos con alcohol. Pero nosotros sabemos que eso mismo lo han sentido otros muchos ángeles de la muerte, sin necesidad de consumir nada. Por otra parte, por la autopsia de al menos una de las fallecidas sabemos que Vila tuvo que esforzarse por vencer la resistencia de la mujer que trataba de defenderse, y que esa muerte (junto con otras dos, las últimas) trajo grandes dolores a esas pacientes. ¿Cómo encajar esto con la idea de la compasión?

En otro orden de cosas, vemos que Vila trata de ofrecer diversas ideas sobre su conducta para intentar dar una mínima explicación que parezca «humana», pero el problema es que no hay manera de lograr esto. Es el caso de cuando dice que en realidad es como si otra persona hubiera sido la responsable de todo. Así, en su declaración ante el juez podemos leer «que quiere explicar que cuando cometía esos hechos era como ocurre en los dibujos animados, que una persona sale de otra y hace algo. Que sabe que fue él quien ayudó a morir a las personas pero no tiene conciencia del control de lo que hacía y que era como si actuara otra persona». Esta explicación es un clásico dentro del asesinato serial. Ted Bundy hablaba del «monstruo dentro de mí», es el «factor X» de Dennis Rader… El psiquiatra Yllanes, en la reconstrucción que hace ante el juez del homicidio de Nagore Laffage, se mira las manos con las que la estranguló (aunque en realidad sólo empleó una mano) como si fueran las manos de otra persona… y afirma no recordar nada de la brutal paliza con la que preparó su muerte. Y en el caso del Hijo de Sam, ¿cómo calificar sus escritos a la policía o a los periódicos sino como manifiestos egocéntricos que revelan a una persona que ha decidido que va actuar como «si fuera Dios» y que se vanagloria de ello?

Por esta razón no hay contradicción alguna entre «no arrepentirse» y declarar lo anterior. El hecho cierto es que actuar bajo un estado de euforia es algo placentero, y ese placer es tanto mayor cuanto que en ocasiones exige violentar y golpear a la víctima para provocar su muerte, como probablemente ocurrió en este caso. Por otra parte, si actuó motivado por la compasión, como afirma en otro momento de la declaración, ¿por qué arrepentirse? Está claro que hacer lo que hace no le causa tristeza ni gran pesar. De hecho nunca cuenta nada a su psiquiatra, y está claro (aunque Vila lo niegue ante el juez) que esos homicidios fueron precedidos por un rumiar obsesivo de esa idea. Sabemos que dar un paso así —convertirse en un asesino en serie— es el final de un proceso en el que la fantasía ha labrado un camino en la psique del sujeto, dibujando un escenario que exige ser llevado a la realidad. Entonces no es extraño que ellos comenten su teoría del «asesino dentro de mí», o del «factor X», porque creo que, en efecto, ellos lo viven como una transformación. Y está claro que cuando afirma que «no tenía conciencia del control de lo que hacía» es claramente una falsedad: esa conciencia estaba, por el contrario, exacerbada, por eso él se sentía eufórico, «lleno de energía», porque se aprestaba a vivir una experiencia extraordinaria. Y por supuesto, tal experiencia fue sumamente placentera, tanto, que quizá previendo que le quedaban pocos días de libertad, Vila se apresuró intentando calmar su anhelo, jugándose el todo por el todo: mató a tres personas en cinco días, y esta vez se aseguró de que iba a tener una experiencia máxima de aquello que fuera lo que fuese buscando.

Consideraciones criminológicas

El fenómeno de los ángeles de la muerte es complejo en sus causas y presenta trayectorias diferenciadas. Pero como he intentado explicar en las páginas anteriores, la última razón de sus acciones es idéntica al de todo asesino en serie: lograr la excitación que da el poder de matar y que le permite llegar a un nivel diferente de existencia, uno en el que buscan explorar al límite sus necesidades inconfesables.

Las nuevas tecnologías permiten que esa necesidad sea satisfecha mediante medios hasta ahora insospechados. El siguiente texto incluye un ejemplo particularmente revelador de lo que podríamos considerar una versión on-line de este tipo de asesino en serie:

Un ángel de la muerte recorre internet[21]

No hay término medio: o bien William Melchert-Dinkel, un enfermero del estado de Minnesota, es un sádico que disfrutaba empujando a sus víctimas a la muerte, o bien fue una persona que ejerció su derecho a la libertad de expresión en internet, aconsejando al menos a dos jóvenes sobre cómo ejecutar la amarga decisión de acabar con sus vidas. El juicio contra él ha tenido lugar esta semana en Faribault, Minnesota. El juez debe ahora decidir si le condena por asistencia al suicidio, una pena por la que puede pasar hasta treinta años en prisión.

«Estas personas eran gente en estado frágil. Fue el acusado quien les sugirió una solución a largo plazo, muy largo plazo, para un problema de corta duración —dijo el fiscal del condado de Rice, Paul Beaumaster, el jueves ante el juez—. El acusado sabía exactamente lo que hacía. Iba tras gente vulnerable […]. No se puede calificar de libertad de expresión el tratar de convencer a alguien, de forma fraudulenta, de que suicidarse es lo mejor que se puede hacer». El enfermero Melchert-Dinkel no ha negado los hechos. Es más: entregó a la policía un ordenador personal en el que hay registros detallados de conversaciones y correos en los que habla del suicidio, da consejos sobre cómo matarse mejor y deja traslucir su fascinación por la autoaniquilación.

El jueves Melchert-Dinkel compareció en el juzgado, un hombre de cuarenta y ocho años, de pelo cano, frente ancha, figura rotunda, cara compungida. Caminaba con la cabeza gacha al llegar a la corte mientras las cámaras de televisión le perseguían. Se declaró inocente y ha solicitado que el caso lo dirima un juez y no un jurado popular. Su abogado, Terry Watkins, dijo en la corte que los mensajes de su cliente no influyeron en nada en la decisión de suicidarse de las dos personas con las que habló a través de internet. Ellos, dijo, ya tenían intención de matarse. «Ni siquiera cumplieron totalmente los consejos que mi cliente les ofreció», dijo. Lo cierto, sin embargo, es que Melchert-Dinkel se encubrió en la red tras identidades falsas: siempre una servicial enfermera, joven, con los nombres exóticos de Li Dao, Cami D y Falcon Girl, que visitaba foros en los que se incita al suicidio y daba consejos con la precisión de una experta.

En su camino se cruzó Mark Drybrough, un joven informático de treinta y dos años del Reino Unido, con problemas psiquiátricos. Mantuvo con Li Dao muchas conversaciones a lo largo de dos meses. Finalmente, el 1 de julio de 2005, desde la dirección li_dao05@yahoo.com, MelchertDinkel le hizo un detallado resumen de cómo ahorcarse de forma rápida e indolora: «Depende de lo alto que seas, preferiblemente más alto de 1,82 metros, puedes colgarte fácilmente de una puerta usando el pomo, atando a éste la otra parte de la cuerda». Dio estos consejos usando el seudónimo de Li Dao, avatar agradable y servicial que daba todo tipo de detalles para que Mark se provocara la asfixia total. Pasados veintiséis días, Drybrough se ahorcó en su casa, no como Li Dao le dijo, sino usando una escalera.

Su hermana, Carol, que encontró el cadáver, registró el ordenador de Mark en busca de pistas que le hicieran comprender por qué había dado un paso semejante. Allí descubrió decenas y decenas de conversaciones con la enfermera. En principio pensó que ésta se había suicidado el mismo día que Mark, como había prometido en un macabro y fatídico pacto. Después de comentarle esa posibilidad a Elaine, su madre, ambas acabaron pensando que tal vez Li Dao no hubiera sido otra víctima, sino una despiadada inductora que disfrutó sádicamente al empujar a la muerte a Mark. Elaine avisó inmediatamente de sus pesquisas a la policía de West Midlands, el condado inglés en el que vivía.

Visto que en sus mensajes Li Dao se identificaba como una mujer de Minnesota, Elaine escribió también una carta al departamento de policía de la capital del estado americano, Saint Paul. «Estimado señor, no sé si me podrá ayudar en esto. Mi hijo Mark se suicidó ahorcándose —comenzaba—. Mark había contraído un pacto en internet. La persona con la que lo hizo, que dijo que estaba en Minnesota, dio el nombre de Li y le aseguró que había sido enfermera y que la habían tratado durante diez años por un trastorno bipolar. Esa persona dijo que se suicidaría a la vez que mi hijo. Me preocupa el hecho de que pudiera haberle mentido». La carta le fue devuelta, sin abrir, pasadas unas semanas.

Li Dao, mientras, seguía activa en la red. A finales de 2006 habló con una joven de diecisiete años en Sudamérica que, por casualidad, trabó a su vez contacto con una profesora británica jubilada que ahora tiene sesenta y cinco años. Se trataba de Celia Blay, quien un día abrió su correo electrónico y encontró un mensaje de esa joven: «Me voy a matar, el viernes. Tengo un pacto con otra chica». La chica era, por supuesto, Li Dao. Celia, que ha hablado con El país pero ha decidido no ofrecer declaraciones públicas hasta que haya un veredicto en el caso, convenció a su amiga en Sudamérica para que no se suicidara. Luego entró en foros y más foros, siguiendo inagotablemente el rastro de la misteriosa Li Dao. Llegó a identificar a una docena de personas con las que la enfermera había quedado para matarse, desapareciendo siempre tras incitar a la otra persona a la muerte y reapareciendo en un foro distinto poco después. Su patrón era muy similar al de otra enfermera, también veinteañera y estadounidense: Falcon Girl.

Bajo los dos nombres se escondía en ambos casos Melchert-Dinkel. El enfermero seguía buscando personas con impulsos suicidas y les daba el empujón que necesitaban para acabar matándose. Mientras, en su vida real, continuaba con su cómoda cotidianidad, trabajando en una pequeña localidad norteamericana, cuidando, junto a su mujer, Joyce, de sus hijas adolescentes Mari y Molly. Una de sus próximas víctimas tenía entonces una edad cercana a la de su prole: diecisiete años. Nadia Kajouji se disponía a entrar en la universidad de Carleton, en Canadá. Nada sabía aún de Cami D, una misteriosa enfermera que la iba a incitar a ahorcarse.

A finales de los años ochenta del pasado siglo el mundo se quedó perplejo ante los descubrimientos del hospital Lainz, en Viena. Allí cuatro enfermeras auxiliares asesinaron a cuarenta y nueve ancianos. Del estudio de este caso se desprende la existencia de múltiples factores que intercedieron para generar este espantoso resultado: malas condiciones sanitarias, pésimas relaciones entre el cuerpo médico y los pacientes con abundancia de insultos y amenazas, pobres condiciones laborales del cuerpo auxiliar. Como es habitual había una líder que utilizaba su dominio psicopático para generar el clima de miedo y excitación que provocaban sus instrucciones de hacer «lavados de boca» (ahogar a los ancianos introduciéndoles un líquido por la boca) a sus compañeras.

La prensa las denominó «El escuadrón de la muerte del hospital de Leinz». Sólo Shipman, que estaba matando desde hacía muchos años (y que continuaría haciéndolo hasta finales de la década de 1990) estaba protagonizando una serie de crímenes superior en la categoría de los «ángeles de la muerte».

Quizás la conclusión más importante de lo visto en este capítulo es que los hospitales han de disponer de protocolos de actuación que permitan una respuesta rápida cuando se detecten situaciones anómalas, susceptibles de alertar sobre la presencia de una persona que, a pesar de su profesión, podría estar matando a los pacientes. La acumulación de fallecimientos inexplicables, la conjunción de éstos con un determinado turno de un profesional, el control riguroso de los medicamentos a cargo de personas cualificadas, el examen riguroso de las causas del fallecimiento… La observancia cuidadosa de estos puntos podría ayudar a salvar esas vidas perdidas por causa de este tipo de asesinos.