Capítulo 8

Asesinos múltiples en un solo acto

Los asesinos múltiples en un solo acto (conocidos en inglés como «asesinos de masas», concepto que en español realmente no tiene sentido) matan a varias personas en un solo acto o cadena de acontecimientos, sin que haya separación temporal relevante ni un «enfriamiento emocional». Utilizamos la expresión «asesino múltiple» para referirnos al asesino múltiple en un solo acto. El concepto estándar exige que se mate a más de tres personas en una única acción. Y como asesino múltiple, su gran problema tiene que ver con el control: su comportamiento homicida es un intento desesperado por recuperar ese control. Esto implica que previamente ha ocurrido una situación que le ha desestabilizado profundamente: la pérdida de empleo, el divorcio, la bancarrota o un agravio que le ha supuesto sentirse intensamente humillado o ridiculizado. La vida de tales individuos, como consecuencia de una o varias de las situaciones anteriores, entra en una espiral descontrolada y conduce a un sentimiento profundo de estar viviendo una tragedia personal.

El asesino múltiple —como sucede frecuentemente con el asesino en serie— planifica de forma metódica su acción, procurando asegurar el resultado. Debido a que es frecuente que viva en un contexto de relativo aislamiento o de marginación personal, la aparición de determinados indicadores que podrían avisar de la inminente respuesta violenta ante su angustia (verbalizaciones de ira o de venganza, preparación de las armas, escritos donde vuelcan su rabia y desesperación) pasan inadvertidos. En la actualidad el uso de internet hace que muchos de esos signos sean visibles ante miles de personas, pero la ausencia de un público próximo y vigilante hace que esas manifestaciones no sirvan como señales de alarma. Por otra parte, son tantos los sujetos que suben a la red opiniones y declaraciones extrañas que nunca recurren a la violencia, que tampoco la exhibición de declaraciones de ira o de odio hacia determinadas personas o grupos puede considerarse un indicador fiable de la aparición de una violencia súbita. De hecho, la inmensa mayoría de sujetos que amenazan gravemente a otros nunca llevan a cabo tales amenazas, mientras que muchos que realmente matan a otros de forma planificada no dicen nada al respecto previamente. El propio Brievik nunca expresó una amenaza explícita en sus comunicaciones personales o escritas, al menos que se sepa. Sólo se permitió dejar claras sus intenciones unas horas antes de realizar los ataques, cuando le resultaba imposible prevenirlos. En cuanto al tirador de Olot, si pronunció alguna amenaza explícita contra quienes le agraviaron no consta que nadie la escuchara.

También debemos considerar que para todo el mundo un acto como el homicidio múltiple es algo inconcebible, y por ello a una persona normal dificilmente le puede pasar por la imaginación que un conocido, compañero de trabajo o vecino suyo planea cometer una acción así (algo que se da igualmente en el caso del asesinato serial). Y esto mismo le sucede a sus víctimas: cuando éstas se dan cuenta del peligro en el que se hallan, normalmente ya es demasiado tarde.

El tirador de Olot

Un día de diciembre de 2010 un hombre entra en un bar y mata a dos personas: un constructor y su hijo, los dueños de la empresa en la que trabajaba. Luego se dirige a un banco y mata a dos empleados. Al salir ve a la policía local del municipio de Olot (Gerona) y se entrega sin ofrecer resistencia alguna. Se llamaba Pere Puig, era albañil y tenía 57 años.

EL MÓVIL

En un principio pareció que el móvil de los asesinatos era la precaria situación económica por la que estaba atravesando Pere Puig. Vivía solo, con un padre ya muy mayor, de 86 años, y quizás el hecho de estar inmerso en graves deudas y sin recursos acabó por desquiciarle. Pero al poco se descubrió que Puig no estaba en bancarrota, ya que disponía de 30.000 euros en dos cuentas a plazo fijo que en breve estarían liberadas, dando a su dueño la oportunidad de rescatar el dinero sin necesidad de pagar cantidad alguna de penalización.

La prensa recogió así las disquisiciones que los funcionarios de la justicia y el público en general hacían con respecto a la razón del tiroteo:

Estas cantidades descartan los apuros económicos que Puig adujo ante la policía como justificantes de sus crímenes, insiste la acusación. El homicida declaró al juez y a la policía que tiroteó a sus dos jefes con su rifle de caza porque «no llegaba a fin de mes» y la constructora le debía dos pagas extra, «unos 2.300 euros» [también se habían retrasado en abonarle la última nómina]. Luego se dirigió a la sucursal de la CAM y asesinó a dos empleados por motivos supuestamente similares. Puig tenía con la CAM una deuda de 5.500 euros que contrajo con su tarjeta de crédito y que creía haber saldado. Días antes de los hechos, Puig fue informado por los trabajadores de la CAM de que sólo había satisfecho los intereses de la deuda. Los mató como represalia.

Tras los motivos económicos ahora cuestionados, el asesino añadió ante el juez otro impulso criminal: una obsesión irracional contra sus superiores y otras personas que, dijo, le amargaban la vida. «Mi jefe estaba en mi cabeza, me dominaba como si fuera una serpiente», explicó al juez. También detalló que planeaba asesinar a otras dos personas a las que no encontró durante la mañana de la matanza, el pasado 15 de diciembre: el dueño del bar donde desayunaban sus jefes y un electricista que trabajaba eventualmente con su empresa.

LA EXPLORACIÓN FORENSE

La exploración forense realizada en diciembre de 2010 señaló que el tirador no presentaba problemas mentales relevantes ni tenía antecedentes psiquiátricos. Así pues, al no constatarse «ideas delirantes ni ningún otro síntoma psiquiátrico», su comportamiento en principio debe explicarse por motivaciones sujetas a la razón, salvo que posteriores estudios muestren lo contrario.

También declaró en el examen forense que, si bien por un lado lamentaba los crímenes, por otro lado tenía claro que «debía hacerlo». Esto coincide con lo que dijo en el momento de entregarse a la policía, nada más matar a los dos empleados del banco: «He matado a cuatro personas. Ahora me he quedado más tranquilo. He hecho lo que tenía que hacer».

UNA HIPÓTESIS SOBRE EL MÓVIL DEL TIROTEO

Para comprender bien ese móvil, sin embargo, es necesario plantear diversas cuestiones analíticas. La primera es separar ambos escenarios de los tiroteos: el bar donde mata a los constructores y la sucursal de la CAM donde dispara a los empleados del banco. La segunda tarea es analizar con detalle las declaraciones del inculpado. La tercera será integrar esa información con los resultados de la exploración forense a la que fue sometido.

Los dos escenarios del tiroteo

Por lo que respecta a los crímenes ejecutados en el bar, es claro que para él existían dos tipos de víctimas. Por una parte, aquellos a quienes efectivamente mató: su empleador y su hijo, pero también estaban los que quería matar pero no pudo, debido a que no se encontraban en ese momento en ese lugar fatídico: «Los quería matar porque me miraban mal, ponían mala cara, iban en mi contra. Si los hubiera encontrado, les habría disparado», señaló, refiriéndose al dueño del bar y a un electricista que trabajaba en su misma empresa. Este punto es de vital importancia porque revela que la ira de Puig no iba sólo contra quienes le infligieron —según él— un daño cierto económico, sino contra otras personas a las que él atribuía una malevolencia hacia su persona, sin que tuviera que concretarse ésta en un gesto material; en efecto, bastaba que «le miraran mal» o que «fueran en su contra», es decir, una actitud general de hostilidad que, según parece, le molestaba en grado sumo.

El tiroteo en el banco va más allá, igualmente, de saldar cuentas con un ofensor material, es decir, que le perjudicó objetivamente no pagándole lo que debía: «Pere Puig tenía un descubierto en su tarjeta Visa de 5.500 euros. Los últimos meses había pagado 180 euros mensuales, convencido de que ese dinero era para saldar la deuda. Pero recientemente desde la caja se le hizo saber que ese importe se había destinado a otros fines [los intereses de la deuda]. Puig habló entonces con el subdirector y la empleada. Y ayer reveló que no le agradó cómo le trataron y que por eso decidió también matarles».

Estamos, de nuevo, ante una falta de respeto, una desconsideración hacia su persona, como ocurriera en el caso de las personas felizmente ausentes del bar en el momento del tiroteo: el dueño del establecimiento y el electricista de la empresa.

Las declaraciones del inculpado

Pere Puig hizo saber, una vez fue arrestado, que estaba muy molesto por el trato recibido por sus jefes y el entorno de la empresa que estaba a punto de despedirle. «Soy tonto y de pueblo, pero de mí no se ríe nadie», manifestó en más de una ocasión mientras participaba en la reconstrucción de los hechos. Esta expresión revela mucho, y nos ayuda entender la razón última del tiroteo: la falta de respeto. En este contexto es en el que podemos entender su declaración de que «He matado a cuatro personas. Ahora me he quedado más tranquilo. He hecho lo que tenía que hacer». Y por ello mismo, si bien entiende que matar está mal, en la declaración ante los forenses señala que tenía claro que «debía hacerlo» (los crímenes).

Integración de los datos

Los crímenes «en masa» o múltiples en un solo acto tratan generalmente de un acto de venganza o de desesperación, en este último caso adoptando con frecuencia la forma de lo que se conoce como «suicidio ampliado», donde las víctimas son personas de su familia a las que mata porque el sujeto homicida no quiere que queden desamparadas una vez muera él. Pero los casos de Cho (ver más adelante), o de Columbine, o este mismo, pertenecen a la primera categoría: el asesino no tolera más la falta de respeto, su humillación, y decide dar una lección a las personas implicadas (el caso de Suecia plantea matices diferentes y será tratado más adelante). Luego puede proceder el suicidio, dependiendo de la personalidad de quien ejecuta la acción.

Tal como lo veo, este hombre mata porque todos le faltan, de un modo u otro, al respeto: los constructores, las personas a las que preveía matar, y los dos empleados del banco. Su acto de ira homicida es eso, furia para proteger su imagen, un modo de dar una lección a los malvados.

Ahora bien, qué duda cabe de que en sus palabras se introducen elementos que podrían apuntar a ideas obsesivas, delirios de daño sobre su persona: «Mi jefe estaba en mi cabeza, me dominaba como si fuera una serpiente» está muy cerca de un delirio, e igualmente las expresiones «me miraban mal», «iban en mi contra» y «soy tonto y de pueblo, pero de mí no se ríe nadie» indudablemente podrían pasar por ideas delirantes de persecución y menosprecio. Sin embargo, los forenses determinaron que Pere Puig no tenía tales síntomas. Dado que se le deben practicar nuevos exámenes forenses, esta cuestión permanece todavía abierta.

Queda el asunto de los antecedentes. Sabemos por vecinos que le agradaba la imagen del hombre callado pero que en momentos de resolución sabía actuar: «Lo más raro es la forma de vestirse, siempre iba con ropa de camuflaje, como la que usan los cazadores o militares», declaró una mujer. Un hombre avezado en las armas, al que le gusta la imagen del tirador… Esto ya revelaba que no se trataba de alguien que admitiera muchas ofensas. Quizá todos los hechos anteriores se sumaron para que al fin viera que ahí tenía una oportunidad de demostrar que ya no aguantaba tanta infamia. Y que él sabía cómo darles a todos una lección: «Lo había pensado otras veces —admitió—, pero al día siguiente se me quitaba de la cabeza». El miércoles, sin embargo, se levantó «con la misma idea. Y decidí actuar».

Anders Breivik

Anders Breivik, de treinta y dos años, entró por derecho propio en la historia de la criminología: el 22 de julio de 2011 mató a 77 personas, ocho en el centro de Oslo, mediante una bomba, y 69 en la isla de Utoya, a balazos. Esto le confiere el infame título de asesino en masa número 1 de la historia. De este modo Noruega, uno de los países con más baja criminalidad de Europa, se vio envuelta en una pesadilla de proporciones desconocidas.

EL MANIFIESTO

El Manifiesto se titulaba: «2083: Una declaración europea de independencia» (fig. 6), y fue colgado en la red sólo unas pocas horas antes de los ataques. En éste el autor equipara al liberalismo y al multiculturalismo con el «marxismo cultural», el cual, asegura, está destruyendo la civilización occidental.

Breivik sin duda encontró en Theodore Kaczynski, alias Unabomber —del que ya hemos hablado—, un modelo a imitar: envió por correo electrónico su Manifiesto a más de mil personas, a la mayoría de las cuales no conocía pero que aparentemente les consideraba «patriotas de la Europa Occidental». Se trata de un documento de 1.500 páginas que constituye un auténtico pastiche y que incluso toma partes literales del Manifiesto de Unabomber, haciendo en ocasiones ligeros cambios de los textos originales del terrorista ermitaño. Así, donde éste pone «izquierdismo», Breivik escribe «multiculturalismo», y deja el resto igual. Todo en él es predecible, ramplón, un tremendo cliché donde figuran crímenes perpetrados por los musulmanes contra los cristianos —como él los define—, y en donde Breivik se atribuye el papel de «héroe de la cristiandad». En el Manifiesto aparecen citas y textos de blogs anti-islámicos, muchos de ellos provenientes de Estados Unidos, lo que encendió muchas alarmas acerca de la influencia que estos grupos pueden tener en inflamar las mentes convulsas de personas que hacen de su odio a los musulmanes una razón para vivir.

En el Manifiesto, Breivik había llevado durante meses un diario riguroso donde se detallaba la realización de los crímenes y aseguraba ser una parte de un grupo que pretendía «sacudir el control político y militar de los países de Europa Occidental e implementar una agenda política conservadora». Allí predecía una conflagración que mataría a más de un millón de personas, y añadía: «El tiempo del diálogo se ha acabado. Hemos dado una oportunidad a la paz. Ya ha llegado el tiempo de la resistencia armada». Sin embargo, parece que Breivik actuó solo, sin el apoyo de nadie, por lo que quizás ese «grupo» debe entenderse más bien en un sentido metafórico, significando que él iba a tomar la responsabilidad de llevar a cabo algo que muchos piensan que ha de hacerse pero que sólo él va a tener realmente el arrojo de realizarlo. Esto quizá puede verse mejor cuando, en otra parte del Manifiesto, él adopta una clara redacción propositiva, asumiendo una conclusión y una responsabilidad personal: «En torno al año 2000 llegué a la conclusión de que la lucha de la democracia contra la islamización de Europa, es decir, el multiculturalismo, estaba perdida. Así que decidí explorar formas alternativas de oposición. Protestar es decir que uno está en desacuerdo con algo. Resistir es decir que va a detenerlo. Yo decidí que quería unirme al movimiento de la resistencia».

La conclusión lógica de todo lo anterior es que su masacre del día 22 es un acto necesario y justo: «Como un caballero justiciero —escribe— tú representas el papel de jurado, juez y verdugo en beneficio de todos los europeos libres».

LA MASACRE

A las tres y veinte de la tarde explota una bomba programada con ese fin en una furgoneta aparcada en el distrito gubernamental de Oslo. Su onda expansiva daña de forma importante varios edificios del gobierno y mata a siete personas. Luego se sabrá que en realidad se trata de una maniobra de despiste: en esos momentos Breivik ya se ha puesto el uniforme de policía y se dirige a un campamento juvenil organizado por el Partido Laborista, en la isla de Utoya, a treinta y nueve kilómetros al noroeste de Oslo.

Vestido de policía, los guardias de seguridad le dejan pasar sin problemas, e incluso un bombero le ayuda a subir la pesada bolsa que portaba —contenía armas y munición— en el bote que le iba a llevar a la isla. Y entonces empezó la ordalía: el impostor llamó a gritos a todos los chicos para que se aproximaran a él y a continuación abrió fuego allí mismo, pero también a lo largo de cuarenta minutos interminables, cazando a los jóvenes como animales desvalidos. Breivik iba equipado con un rifle automático y una pistola. Murieron 69, la mayoría adolescentes (el de menor edad tenía catorce años). Cuando finalmente la policía llegó a la isla, el tirador se rindió, arrojando al suelo sus armas.

UNA VIDA ORDINARIA

La vida de Breivik es del todo común y corriente. Su padre era un economista que trabajaba para el gobierno y su madre era enfermera, si bien el matrimonio no duró mucho. La infancia del asesino múltiple tuvo un ambiente multicultural: sus amigos más próximos hasta los dieciséis años eran dos chicos de padres paquistaníes, en particular uno llamado Arsalan Sohail. En el Manifiesto Breivik afirma que lo que aprendió junto a Arsalan contribuyó a rechazar el multiculturalismo. Le acusa (sin presentar pruebas) de varios actos racistas hacia los noruegos de origen, y escribió que «no podía comprender por qué Arsalan odiaba tanto a Noruega y a mi cultura». Asegura que los jóvenes inmigrantes solían meterse con las jóvenes noruegas, mientras que él y sus amigos tenían que vérselas con las bandas de inmigrantes. Sin embargo, el otro amigo cercano de Breivik desmiente eso, y asegura que el ambiente social habitual era muy pacífico.

Los que conocieron a Breivik en su infancia y adolescencia le describen como frío y con frecuencia distante; alguien de joven obsesionado con su físico y muy consciente de su estatus social. Su también amigo de adolescencia, el periodista Peter Svaar, declaró que «Anders era alguien muy decidido cuando se imponía una meta; aunque tardara semanas, meses o años, finalmente la alcanzaba. Era muy tenaz».

La madrastra de Breivik, sin embargo, nunca pensó que esa tenacidad tuviera un lado oscuro, y lo calificó como «un chico bien educado, como cualquiera de los otros jóvenes noruegos». No obstante, reconoce que quizás hubiera necesitado hablar más con su padre, con quien dejó de hablarse cuando tenía dieciséis años. Sea como fuere, nadie en su familia consideró que tal hecho le hubiera ocasionado un gran sufrimiento o le hubiera provocado un trauma.

La vida adulta de Breivik está pobremente relatada en su Manifiesto: describe fortunas ganadas y perdidas, su afiliación con el Partido del Progreso (del que se separó en 2006, desencantado por su moderación), su pertenencia a los francmasones… Contacta con partidos parecidos en Europa y América, y en los últimos años se hace un asiduo del Club de Pistola de Oslo, donde se ejercita con acierto. Esa habilidad va pareja con su entrenamiento de culturista, afición que mantiene desde muy joven pero que ahora desarrolla, llegando a tomar esteroides.

FANATISMO XENÓFOBO VERSUS NARCISISMO PATOLÓGICO

¿Es este caso un ejemplo inenarrable de violencia racista? Parece que ésta es la lectura mayoritaria que hacen los medios y muchos especialistas. Noruega ha visto crecer mucho su población de inmigrantes, hasta alcanzar el 12% a comienzos de 2011, y con tal aumento se ha incrementado asimismo la popularidad del xenófobo Partido Progresista, aunque las encuestas dicen que el 90% de los noruegos opinan que los inmigrantes han de tener las mismas oportunidades laborales que los originales del lugar.

La opinión de Breivik, desde luego, es diferente: él consideraba que su país estaba siendo dominado por lo que denomina en el Manifiesto como la «Oslo ummah», esto es, el califato que, en su opinión, devora la cultura noruega desde el interior. Ahora bien, ¿es sólo la psicología de un fanático lo que subyace en este acto sin precedentes en la criminología mundial en tiempos de paz?

En mi opinión, esa ideología es sólo una imagen exportable de un narcisista patológico. Los servicios de inteligencia noruego creen que el tirador se había hecho cirugía plástica en su nariz y barbilla para parecerse más a un ario. Antes de los ataques, Breivik se había hecho confeccionar en la India un uniforme de Caballero Templario, que incluía un escudo con la imagen de un cráneo cruzado por una espada. Había dejado preparado un dossier de prensa que se componía de su manifiesto, fotografías y un vídeo en el que explicaba la masacre. Todo estaba preparado para una aparición brutal, sensacional, ante los ojos del mundo atónito.

Como antes mencioné, estos 77 cadáveres suponen el récord absoluto entre los crímenes de los llamados «asesinos de masas». Se trata de un asesino múltiple que busca acabar con un grupo de personas en un mismo escenario, y que generalmente termina con el suicidio del propio autor. Esto se debe a que tal explosión de violencia es el clímax final de una situación que el agresor percibe como intolerable, hasta el punto de que le impide seguir viviendo: el sujeto (casi siempre es un hombre) antes de morir castigará de modo ejemplar a los causantes de su ruina vital. Estos «culpables» pueden ser los compañeros de estudios (Columbine y la Universidad Politécnica de Virginia), pero también los jefes que le han despedido, o los concejales del ayuntamiento que le han negado un puesto de trabajo. Muchas veces esta venganza es el punto culminante de un proceso paranoico o delirante que se ha ido desarrollando en el tiempo, y que necesariamente sus familiares y amigos tuvieron que percibir de un modo u otro.

Lo que resulta único en el suceso de Noruega es la aparente jovialidad del asesino. Por sus declaraciones parece hablar con frivolidad; es extrañamente consciente del carácter instrumental de lo que ha hecho (dijo que su acto fue «atroz pero necesario»), al servicio de una causa: salvar Occidente de la amenaza del Islam. En ello vemos más al típico terrorista de ETA o del IRA que al sujeto psíquicamente alterado y vitalmente angustiado del asesino de masas. Anders Brievik se preocupa de su ropa, de cómo aparecer ante el juez: en todo momento el mensaje de lo que propugna (por irracional que sea) resulta crucial. Pero, repito, en mi opinión esa ideología o mensaje es secundario a su propia imagen. Aquí el impacto en la opinión pública mundial es la parte más sustancial de la acción: ha de explicar al mundo la magnitud de su obra, la importancia y las razones de lo que ha hecho. Pero él es el héroe, el «caballero templario». Las víctimas son símbolos del mal que quiere erradicar: el terrible tiroteo no es algo que quiere hacer, sino que «se ve empujado» a ello. Aquí los jóvenes asesinados representan a la meliflua democracia liberal, a esa que permite que el islam le vaya comiendo el terreno hasta que un día conquiste Europa. A diferencia de otros asesinos múltiples, este hombre ha matado básicamente porque quería transmitir una idea, no porque estuviera angustiado y lleno de ira contra esos jóvenes. Pero la idea real es que él es un salvador, un caballero andante: el mensaje de salvación es el vehículo con el que muestra su patología narcisista.

Ese narcisismo patológico está acompañado por un desprecio impensable ante el sufrimiento y la muerte de los demás. La extensión de la violencia es tan extraordinaria, la ausencia de una mínima insensibilidad tan profunda, que no podemos obviar la posible existencia de una profunda psicopatía. Breivik sería, así, un psicópata que buscó una justificación para hacer lo que hizo, una carta de presentación irracional pero que a él le servía. Su fanatismo sería simplemente una fachada desde la que poder matar sin piedad.

Está también la cuestión de la naturaleza del objetivo buscado. Se trata de adolescentes en su mayor parte, algunos casi niños. Hace falta mucha imaginación para radicar en ellos un objetivo relacionado con su odio a los musulmanes. Si tomamos un caso que guarda un cierto parecido, la voladura en 1995 del edificio del FBI en Oklahoma a cargo del terrorista Timothy McVeigh, vemos que éste quería matar a la gente que representaba la opresión del gobierno federal sobre los estados y los individuos: es decir, mató a las personas que directamente se relacionaban con el origen de su ira[7]. Unabomber hizo lo propio al dirigir sus envíos postales explosivos a instituciones y personas que representaban el objeto de su desprecio: la ciencia y la tecnología. Pero éste no fue el caso de la masacre de Utoya: ¿cómo puede alguien matar a 69 críos con una impiedad absoluta diciendo que era algo «atroz pero necesario»? Para un fanático auténtico que mata por su ideología hubiera tenido mucho más sentido matar a políticos reunidos en ayuntamientos o salas de reuniones de cualquier tipo, o bien a los asistentes a los mítines de cualquier partido odiado. Es cierto que esos jóvenes asesinados estaban en un campamento organizado por el Partido Laborista, pero eso no aseguraba que todos allí fueran hijos de afiliados o miembros de la rama juvenil del partido. Y en todo caso, la crueldad necesaria para un acto así sobrepasa cualquier consideración.

La tenacidad de la que hablaba un amigo de su infancia, junto con la discreción que llevaba en su vida, le convierten en el perfecto psicópata integrado que trabaja con ahínco hasta lograr una explosión de violencia que satisfaga sus necesidades ocultas. La policía descubrió que Breivik había alquilado una granja a las afueras de Oslo donde tuvo todo el tiempo del mundo para preparar la bomba colocada en el distrito gubernamental que mató a ocho personas. En la granja adquiriría pacientemente una gran cantidad de fertilizante de nitrato de amonio, ingrediente que empleó para el explosivo.

La masacre de la isla de Utoya afirma de modo brutal hasta qué punto la información instantánea y global está dictando la realidad, incluso del crimen. Matar a más gente y horrorizar a todo el mundo es una meta golosa para los aspirantes a asesinos.

Consideraciones criminológicas

En los dos casos que estudiamos con detenimiento en este capítulo, Pere Puig (el tirador de Olot) y Anders Brievik, el homicida múltiple de la isla de Utoya, hay aspectos claramente diferentes. El primero podríamos considerarlo un asesino múltiple clásico. Hay una situación previa clara de angustia personal, ya que este sujeto creyó que sus jefes le estaban estafando y burlándose de él, un odio que extendió a otras personas que al parecer tampoco (en su opinión) le trataban con respeto. Entonces, un día, prepara su arma de cazador y con gran sangre fría, sin que previamente nadie haya notado algo raro, camina con seguridad hacia sus objetivos y los mata. Todo se produce en un contexto semirrural, el municipio de Olot, en la provincia de Gerona. Puig vive solo con su padre muy mayor, en una situación que imaginamos de gran soledad personal, sin mujer, hijos o hermanos que pudieran haber limitado el alcance de su obsesión conducente a la ira y al subsiguiente deseo de venganza.

El segundo podríamos considerarlo atípico, o quizá diría mejor adaptado a los tiempos modernos de la sociedad de la información. Brievik llevaba mucho tiempo alimentando su odio personal contra los musulmanes. Desde su adolescencia podemos ver un profundo adoctrinamiento en la ideología xenófoba: ingresa en un partido político que es hostil a la inmigración en Noruega, y consulta y escribe intensamente blogs y páginas webs de Europa y Estados Unidos donde tiene la oportunidad de alimentar sus creencias racistas y violentas en comunión con otras muchas personas que sostienen ideas parecidas. Pero así como Puig pasa de ser un hombre oscuro y corriente a un asesino decidido, que no busca notoriedad alguna, Brievik presenta un deseo intenso de adoptar un rol de héroe o de «salvador», nada menos que de la Europa Occidental frente a la «invasión» musulmana. Sus actos previos a la masacre que protagoniza revelan este motivo singular: adquiere ropa de cruzado templario y prepara un «kit de prensa» en el que expone un Manifiesto y un vídeo en el que explica sus intenciones homicidas. Y cuando todo ha concluido él desea continuar ofreciendo esa imagen de «héroe sacrificado», pidiendo llevar sus ropas estrafalarias ante el juez y pregonando que la muerte de 77 personas era algo «atroz pero necesario». No puedo sino encontrar en todo esto la fuerza motriz de un narcisismo patológico y de una insensibilidad moral muy cercana a la psicopatía, por más que su xenofobia le diera la excusa perfecta para la matanza.

Es claro, sin embargo, que la vida de Brievik, como la de Puig, tenía pocos apoyos emocionales cercanos que pudieran haber contenido o canalizado de otro modo las peculiares ideas que alimentaron los crímenes: Puig vive con su padre muy anciano, Brievik vive solo, y en un casi completo aislamiento durante casi un año con anterioridad a sus crímenes, en una granja, donde pacientemente prepara la bomba de su primer ataque y va dando forma definida a todo su montaje mediático y los pasos a seguir en el despiadado tiroteo de la isla de Utoya.

El prestigioso criminólogo Jack Levin se ha preguntado hasta qué punto podríamos considerar determinadas formas de prejuicio o de odio extremo como manifestaciones de una patología mental, ya que van mucho más allá de las conductas discriminatorias y vejatorias que suelen mostrar la mayoría de los individuos xenófobos, quienes raramente utilizan la violencia contra los grupos o clases de personas a los que detestan. Si éstos están afectados por un odio al que podríamos denominar «cultural», gente como Brievik podría estar manifestando un odio «mental» o patológico, y algunos especialistas arguyen que estas personas podrían beneficiarse de terapia psicológica y médica de tipo antipsicótico.

Claro está, adoptar esta postura supone correr el riesgo de medicalizarlo que quizá no es sino expresión de una personalidad emponzoñada por ideas irracionales acerca de la sociedad y el modo de vivir en ella, asignando a estos sujetos un rol de enfermo, lo que podría tener consecuencias en el plano de su responsabilidad criminal.

Pero al margen de este punto en concreto, no cabe duda de que ciertos asesinos múltiples tienen graves problemas mentales. El ejemplo más claro y estremecedor lo protagonizó en la primavera de 2007 el estudiante de la Universidad Politécnica de Virginia Cho Seung-Hui, quien en una razia dramática se paseó por dos edificios y diferentes aulas del campus hasta matar a treinta y dos personas, estudiantes y profesores. Antes de la aparición de Anders Brievik, Cho ostentaba el dudoso honor de ser el asesino múltiple más sangriento de la historia moderna.

En este caso de asesinato múltiple podemos encontrar los clásicos antecedentes que hemos aprendido a determinar como característicos de estos sucesos. Cho provenía de una familia de inmigrantes asiáticos (Corea del Sur) que difícilmente encajaba en la extrovertida y «masculina» cultura norteamericana. Vivía en su mundo, aislado, mostrando una gran dificultad para dominar el inglés. Con frecuencia vivió días de humillación, al ser frecuentemente acosado por sus compañeros de escuela. Los agentes del FBI que investigaron con posterioridad los hechos señalaron que Cho era el habitual «coleccionista de injusticias», es decir, se ajustaba al perfil del individuo que va acumulando odio e impotencia ante el mundo que le rodea.

Cuando llega a la Universidad de Virginia aparecen ya claros signos de esquizofrenia: desarrolla ideas extrañas acerca de la gente que le rodea; escribe ensayos llenos de imágenes violentas; su aislamiento en el campus universitario es muy grave. En el vídeo y en las fotografías que sube a la red el día de la masacre (entre los dos episodios en que se divide su ataque furibundo hubo un intervalo de dos horas, tiempo en el que deja su testamento ante el mundo por medio de ese vídeo) podemos ver a Cho exhibiendo armas de fuego, unas veces apuntándose y otras apuntando a los espectadores. En ese tono de amenaza es obvio que Cho quería mostrar una imagen poderosa de sí mismo, la de alguien que al fin iba a tener el control. Todo lo que había aprendido Cho acerca del género humano es que nadie le respetaba, y entonces había llegado el momento en que iba a tomar cumplida venganza. Sus argumentos en el vídeo eran claramente delirantes. A diferencia de Brievik, que mantuvo siempre un objetivo claro —los musulmanes invasores de Europa—, Cho lanzaba diatribas contra las mujeres, los ricos y casi cualquier otro grupo sobre la faz de la tierra.

En Cho no fue necesario que apareciera un estímulo desencadenante, en contraste con las muertes provocadas por Pere Puig: su propia enfermedad mental estaba llevándole a un camino delirante y de depresión, donde la única salida era la inmolación personal y el castigo definitivo de la gente que ante sus ojos representaba la clase de personas que se habían burlado de él y le dejaban de lado (por más que sus acosadores pertenecían a la etapa del instituto y no de la universidad).

Aunque también hubiera resultado ciertamente difícil haber prevenido esta masacre, quizás había aquí más opciones. De hecho Cho fue remitido al servicio de salud mental porque algunos compañeros de aula habían manifestado miedo ante determinados escritos violentos y extraños que había mostrado en clase. Pero el apoyo terapéutico fue escaso y, por lo que se vio, inefectivo. Tampoco su familia (que lo quería y se preocupó por él de modo solícito) sabía nada de sus grandes problemas personales, así que no pudo supervisar ni apoyar su proceso terapéutico.

En suma, si bien hay elementos característicos de los asesinos múltiples, muchos de los cuales acaban su furia homicida con el suicidio, hay variaciones importantes, y el mundo de información global y total en que ahora vivimos puede estar contribuyendo a alimentar los delirios y los pensamientos irracionales y prejuiciados de individuos que antes tenían a la fuerza muchas menos opciones de aprender tales ideas y de darse a conocer al mundo mediante un acto de extrema violencia. Probablemente los tiradores pueden encontrar numerosas razones que justifiquen ante sus ojos el asesinato de varios seres humanos. Aunque hemos adelantado de forma notable en la comprensión de este fenómeno en los últimos años, lo cierto es que no hemos avanzado mucho en su detección precoz y en su prevención.