Subimos Melecio y yo a lo del Marqués en las burras. El viento pegaba de cara y le dije a Melecio que era mejor así porque a la vuelta, con el aire de culo, ni tendríamos que dar pedales. De regreso nos daba de cara otra vez. Nos ha hecho la santísima. Todo para nada. Anda muy pelado lo del Marqués; se conoce que no lo cuida. Nos tiramos la mañana sin disparar la escopeta y a la hora de almorzar dijo Melecio que no daba un paso más. El cielo estaba limpio, pero el viento soplaba en forma entre los chopos. Nos sentamos en la hondonada del río y me puse de confidencias. Le dije a Melecio que estoy cabreado porque lo mío con la chica no va para atrás ni para delante. Le confesé lealmente que la chavalina esa me tiene tonto. Él se hacía de cruces y me preguntó si la había dicho algo. Le dije que tres veces, pero que ella se hace la sorda. Acabé por preguntarle cómo se las arregló él con la Amparo. Contestó que no recordaba a ciencia cierta, pero que hizo muchas pendejadas de esas que luego se avergüenza uno. A poco dijo que sí que recordaba que cada vez que veían una película de la Joan Bennet le decía: «Vales tú cincuenta veces lo que esa mujer», y que, naturalmente, era un decir, pero que a la Amparo le gustaba eso más que el comer con los dedos. No me convence mucho, pero cuando la cosa venga a cuento ensayaré. Regresamos con luz y aún llegué a tiempo de echar unos bailes con Anita en la Cerve.
4 febrero, miércoles
Don Basilio me preguntó esta mañana por la calefacción. Contesté lealmente que suponía que ya sabría que he puesto el servicio en manos del señor Moro. El tío ladraba a la luna y dijo que acababa de sorprender a una de sus hijas subiéndose a casa una sera de carbón. Callé la boca por ver por dónde salía y él entonces me preguntó si era cierto que vivía en la higuera o era un tonto de conveniencia. ¡No te giba! Le solté una fresca y él se puso chulillo y dijo que me entregó la calefacción para que el día que dejara de interesarme se la devolviera a él y no al señor Moro. Para que callase la boca le di la razón y él entonces cambió de tono y me dijo que esperaba que no se volviera a repetir. Por lo visto ha encargado ahora el servicio al sereno de los Dominicos. Veremos lo que dura.
Al subir a comer me encontré a la mujer de Crescencio enzarzada con la Carmina por unas pinzas de la ropa. No me gusta meter el cuezo, pero iba quemado y dije lealmente que no me chocaba que la Carmina se pringase en unas pinzas cuando era capaz de pulir el carbón al Centro. Terció el señor Moro con la broma de la jerarquía y callé la boca para no verme liado en un expediente. El cagueta de Crescencio aún le dijo que dispensase. ¡Hasta ahí podíamos llegar!
La peña parecía esta tarde un funeral. El domingo se cierra la temporada. Hasta agosto a descansar y a vivir del cuento. Dijo Zacarías que aún nos quedan los patos y el reclamo. El Pepe dijo, con razón, que los patos serán un consuelo para los de la Albufera. Zacarías se atocinó y dijo que de la parte de San Miguel del Pino hay unos bandos tremendos de azulones que bajan de día al río y de noche a las salinas y que no hacía falta irse a la Albufera para colgar media docena y que él, sin ir más lejos, había hecho ocho en una jornada y eran tan hermosos que tuvo que ir por una carretilla al pueblo porque no podía con ellos. Al cipote de él se le entornaba el ojo de la nube. Tochano se cabreó y le dijo, con razón, que no sé qué coños hacía entonces que no cerraba la frutería y se dedicaba a cazar patos en las salinas. Finalmente jugamos la partida, pero nadie puso fe. Al marchar, el Pepe dijo que el domingo piensa divertirse por toda la temporada. Le pregunté que dónde y me dijo que tiene una autorización para lo de Muro siempre que respeten las liebres. Les preguntó Melecio si de verdad no iban a tirarlas y los dos se pusieron a reír. ¡Mal día el domingo para las liebres de Muro!
7 febrero, sábado
Hubo carta de Tino. ¡Hay que gibarse! Está más chocho que un abuelo primerizo. Dice que el chavea es espabilado y corta un pelo en el aire. La Veva dice que si no le ceden los dolores terminarán por operarla. Llevé a Anita a ver «El milagro del cuadro». Cuando vino al caso, me arrimé a ella y le dije que valía cincuenta veces lo que la Pier Angeli. Ella me salió con que cómo decía esas cosas, que la Pier Angeli era una pintura. Le dije lealmente que donde estuviera ella se escondiera la otra. Me partió el descanso. Cuando apagaron otra vez ya no hubo manera. A la salida me dijo Anita que las Mimis dicen que es una primada echarse novio antes de los veinticinco y casarse antes de los treinta. Yo no acertaba a decirle que mañana es el último día de bureo y no iría a buscarla y, al fin, me decidí. Me dijo entonces que si yo no salía el domingo, ella tampoco saldría el lunes. Le advertí que lo pensase, puesto que si no salía el lunes por un capricho, yo era lo bastante majo para no salir el martes. Se largó escalera arriba sin responderme. La chavala esta, no sé si a lo bobo o a mala fe, me está calentando la sangre y cualquier día me va a gibar de más y voy a hacer un disparate.
8 febrero, domingo
Lo de Jado está muy trotado. Metimos en el soto cuatro perdices tiñosas, bajamos dos y las otras cruzaron el río. A la tarde vimos un buitre en la punta de un chopo. Nos arrimamos y entonces nos dio en la nariz la carroña. Junto al río había una mula con las tripas fuera. Melecio dijo que aguantara, que a la vera de la carroña habíamos de levantar la rabona. Yo creí que era broma eso de que las liebres comen carroña, pero maneamos el jaral y en diez minutos de reloj quedamos dos hermosas. Ya en el tren le pregunté a Melecio si comería él la liebre esa. Él se echó a reír y dijo que puestos a hilar delgado es el hombre el único animal que se alimenta de cadáveres. También eso es cierto. Al cabo, le confesé a Melecio que había regañado con la Anita. Él lo echó a barato y dijo que peor era tenerse que despedir de las perdices hasta septiembre. Según cómo se mire, aunque ciertamente la veda para un cazador fetén es una penitencia.
BALANCE DE LA TEMPORADA
10 febrero, martes
No me había metido en la cama cuando sentí el timbre de la puerta. «Algo pasa, Lorenzo. ¡Asómate!», me voceó la madre desde la alcoba. Esto era anteanoche. Me eché el abrigo y me asomé por la azotea. Melecio aguardaba bajo un farol y me dijo que apurase, que había sucedido algo. En lo que tardé en bajar no me hubiera cabido un piñón en el culo. Ya en la calle me comunicó que el Pepe se había pegado un tiro y estaba diñándola. Echamos a correr calle arriba como dos locos. Al llegar donde el Pepe, Zacarías nos explicó que al querer matar una liebre encamada a culatazos se le disparó la escopeta y le alcanzó el hombro. Le pregunté si en lo de Muro y dijo que sí. Pasamos a la alcoba y allí estaba la Patro dándole al Pepe buches de agua. Es divertido esto del Pepe. El padre y él andaban ajuntados con dos socias en la misma casa. También el padre estaba allí. Le pregunté al Pepe cómo había sido, pero no acertaba a hablar. Llegó el médico y al largarse dijo que había que ponerse en lo peor. Yo le dije a Zacarías que me iba a buscar al cura. Me voceó que era inútil, pero ya iba yo corriendo escalera abajo y me decía: «No podemos dejarle morir como un perro. No podemos hacer eso». Don Florián bajó asustado y a pesar de que el reuma le hacía cojear, cruzaba las calles como un relámpago. El Pepe preguntó al verle si venía como cura o como cazador y don Florián le contestó que dejara eso, que venía a echar un párrafo y por si le necesitase. El hombre jadeaba como un perro en agosto. Daba fatiga el verle. El Pepe le advirtió que de eso que se pensaba, ni hablar, pero don Florián no le hizo caso y se sentó junto al catre. Zacarías, Melecio, el padre del Pepe y yo mirábamos todo desde la puerta como si nos hubieran clavado allí. Al rato, don Florián empezó a decirle al Pepe que él no era malo y que muchas de las cosas que había hecho y que sirvieron para que algunos le juzgasen mal, no pasaban la mayor parte de las veces de ser travesuras. Don Florián hablaba a chorros para que el Pepe no se debilitase. Luego le recordó cuando metió de matute un cerdo en un ataúd en la época del estraperlo. El mismo don Florián la gozaba. El Pepe, desde la puerta, no parecía el Pepe. El hombre, en sólo veinticuatro horas, se había quedado en la espina de santa Lucía. Me acordé de que, la víspera, el Pepe nos dijo que pensaba divertirse por toda la temporada. Lo que es la vida. Don Florián le hablaba ahora de Dios y le decía que para Dios muchas de las cosas que los hombres juzgan malas no constituyen motivos de censura. El Pepe dijo que lo dejara, pero el cura se lió entonces a hablarle de los cazadores y le preguntó si no había sentido nunca, al llegar a lo alto de una loma, una sensación de alivio. El Pepe dijo que a ver, que en las pantorrillas, pero don Florián le dijo que no era eso, sino la proximidad de Dios, y que imaginara lo que podría sentirse subiendo por encima de las nubes. El Pepe se cansó y le volvió la espalda. Pero don Florián, con toda su santa paciencia, siguió erre que erre y le dijo que él no tenía la culpa de que nadie le hubiera hablado nunca del cielo de los cazadores, que estaba lleno de cotos más grandes y mejores que el de Muro, porque no hay pinos ni chaparros que estorben el tiro. El Pepe rebullía y entonces el cura arrimó la silla a la cama y dijo: «La cosa más o menos ocurre así. Tú, cada mañana, al despertar, acudes junto al Señor y vas y le dices: Señor, si no os molesta, hoy quisiera cazar a toro suelto, o bien con galgos, o bien en mano, o bien de ojeo». Porque allí arriba, las laderas no pesan en los riñones como aquí abajo, ¿entiendes, hijo? O mejor todavía, tú le dirás al Señor: «Señor, si no os enoja, yo quisiera que me ojearan esta mañana unas perdices». Y el Señor le dirá a San Miguel: «Miguel, ¿dónde anda el coro de ángeles número cuatro?». San Miguel dirá: «Señor, preparándole las carambolas al campeón de billar que subió anoche». «¿Todavía?», preguntará el Señor. Y dirá San Miguel: «No se cansan sus brazos de hacer carambolas, Señor». Y dirá el Señor: «Di al número cinco, entonces, que ojeen unas perdices al Pepe. Que lo hagan con cuidado, ¿entiendes? Que no dejen mata por registrar. Tengo interés en que este muchacho se divierta». Y San Miguel marchará a avisar, y el Señor aún le gritará: «Digo que le metan también unos faisanes. ¿Te gusta tirar los faisanes, hijo?». Y tú, Pepe, vas y le dices: «¿Faisanes? Nunca tuve esa oportunidad, Señor». El Señor insistirá: «Sí, sí, que le metan también unos faisanes. Así te irás adiestrando, hijo». Y luego se fijará en tu escopeta y t te dirá: «¿Cómo puedes tirar con ese viejo trasto lleno de herrumbre?». Y tú responderás: «Señor, hoy una escopeta vale un riñón». «Él de seguro se echará a reír y te entregará entonces una Sarasqueta último modelo, de esas que pueden hacer ocho disparos sin más que mover a cada tiro una palanquita». El cura sudaba por cada pelo una gota. Sin parar mientes en que el Pepe se revolvía y sonreía con la mirada en el techo, continuó: «Y tú te ocultas tras una jara. La jara no impedirá que tú veas a las perdices, pero sí que las perdices te vean a ti. ¡Ésa es otra ventaja! Y a tus pies habrá un pointer dócil, que ni cazará recio, ni machucará los pájaros y que te irá poniendo las piezas muertas en un montón. Y, por descontado, allí nadie te va a ir con monsergas de que si la licencia, el permiso de armas, la guía o la historia. ¿Comprendes lo que es eso, hijo?». El Pepe empalidecía por momentos. Dijo, de pronto, sin dejar de sonreír, que nada de todo eso era posible porque resultaba demasiado hermoso. El cura dijo escapado que para el Señor nada había imposible. El Pepe estaba ansioso y preguntó si de verdad era cierto. El cura le dijo que él no le engañaría en este trance, y entonces el Pepe se volvió a él y le colgaban dos lagrimones. Salimos fuera y esperamos como media hora. Al cabo, el cura apareció en la puerta. Le dije a la Patro que entrase y ella dijo que no porque la asustaban los pies de los muertos. Salí a acompañar a don Florián y a encargar la caja. Por el fondo de la calle amanecía ya el día. Don Florián no me parecía el mismo hombre que veinte años antes llevaba la mano con el padre con la sotana arremangada a la cintura. Le dije lealmente que había estado inspirado y él miró para arriba y me dijo: «Creí que se me iba. Sinceramente, hijo, creí que se me iba». Ya en la puerta me preguntó si recordaba el empacho de buñuelos que agarré el Día de Todos los Santos, siendo todavía un chaval, en lo de Cuesta. Le dije lealmente que como si fuera hoy. Luego pasé por la funeraria. Tochano no ha aportado por casa del Pepe vivo ni muerto. Aún me parece mentira que así suba a lo de Jado, a lo de Aniago, a lo de Muro, o donde sea, no he de encontrar más al Pepe.
11 febrero, miércoles
Pasé el día junto al difunto. Una de las veces, de tanto mirarle, me pareció que me guiñaba un ojo. Pero ya, ya. Tenía los dos bien cerrados y lo único que se le abría era la boca. Su padre le anudó un pañuelo. Desde la medianoche la herida ya atufaba. Zacarías y Melecio se quedaron de vela conmigo. Por la tarde pasó un momento el presidente de la Sociedad de Cazadores y dijo que ya era patoso el que ocurriera una cosa así el último día de la temporada. El hombre parecía afectado. Zacarías no hacía más que repetir que si el jurado de Villalba hubiera retenido la escopeta como era su obligación, otro gallo le cantara al Pepe. Al caer la tarde, la Patro se largó sin entrar a ver el cadáver. Por lo visto vuelve al pueblo con los suyos. A la mañana llegó una corona de la Sociedad, toda de claveles blancos. A las once salió el entierro y el padre del Pepe, quieras que no, nos colocó a los tres con don Florián y él en la presidencia. Nos llegamos hasta el camposanto en taxi. Ya me alegra que haya allí una nube de conejos. Bien pensado, es una bobería, ya que el Pepe puede andar a estas horas tirando faisanes a mansalva. O de mano con el padre. ¡Vaya usted a saber! Así y todo me encuentro como aliquebrado esta noche.
14 febrero, sábado
Llevo tres días mano sobre mano. Por no tener no tengo ganas ni de comer. Y la madre dale duro con que si me pasa algo. Me duele la lengua de decirle que no. La fetén es que llevo el ansia dentro y eso no se arregla con un plato de alubias. Pero la cosa no es para andar pregonándolo a todo el que se ponga por delante, ¡qué caray!
15 febrero, domingo
Primer domingo de veda. Día negro. Oí misa de una en los Capuchinos. A la tarde estuve donde Melecio. Anduvimos enfajando cartuchos con papel de goma. Para la codorniz valen. Me encuentro como sin sangre y la Amparo dice que a Melecio le sucede igual. A la caída del sol echamos de comer a los conejos. Al marchar le pregunté a Melecio qué le pareció la espantada de Tochano. Dice que cada uno es cada uno y no puede cambiarse. Ya. En esta vida lo que hay que hacer es apartar el grano de la paja. Aunque Melecio diga misa.
18 febrero, miércoles
Anita sigue sin avisar. Le pregunté esta mañana a José y nada. A Anita le sale todo por una friolera. Eso pasa. Me gustaría saber qué hizo la muy pingo el domingo por la tarde. Me gustaría saberlo y no me gustaría saberlo, porque el día que se me calienten los cascos de más me planto donde las Mimis y voy a armar la de Dios. De mí no se pitorrea ni mi madre. Escrito está.
20 febrero, viernes
Escribe Tino. El vaina de él sigue chalado con el chico. Ahora dice que piensa darle carrera. La madre dice que luego vendrá el tío Paco con la rebaja. En el café echamos un parchís. A Zacarías todo se le volvía decir que si recordábamos cómo meneaba el Pepe el cubilete, o lo que hacía con la ficha si le salían tres seises, o lo que decía cuando metía el primero la primera ficha, y ya Tochano se cabreó y le dijo que callara la boca con tanto Pepe, que no por mucho mentarle le iba a resucitar. El cipote de él terminó alborotando el juego. A Tochano le va haciendo falta un guapo que le baje los humos. Por si acaso, que no me busque las pulgas.
21 febrero, sábado
Llevo tres noches soñando boberías. Me duermo escapado, pero en seguida vienen las pesadillas. Y todas las noches lo mismo. Sueño que me voy a dormir cuando veo un bando de perdices apeonando por la alcoba. Me tiro de la cama, agarro la escopeta y entonces las tías zorras se van bajo la cómoda. Las saco de allí a patadas y cuando disparo, los tiros salen follones o hacen: «psssst», como si algo se deshinchara. Otras veces los cañones se doblan como si fueran de chocolate. El caso es que no pringo nada y las marrajas se largan a la azotea por la rendija de la puerta y me toman a chirigota. Por las mañanas estoy como amorrongado. Hoy no vi a Melecio ni a Anita; estoy murrio. Si ella llamara sería otra cosa, pero la Anita es burra donde las haya.
25 febrero, miércoles
Me soltaron los obvencionales: 385 líquidas, que no está mal. Ya le anuncié a la madre que si entre los tres repartos no alcanzo las dos mil me las completarán para Navidad. La madre abrió el ojo. Al levantarse había dicho que andaba como mareada, pero con los cuartos se le pasó. A las mujeres ya se sabe, cuando no les duele algo, han dormido mal, como decía el otro.
Al regresar esta mañana de la tienda de don Rafael me encontré a Melecio que acababa de toparse con la Anita al salir de la sierra. Le pregunté si parecía contenta y el vaina dice que riendo a carcajadas no iba. Hay muchas maneras de estar uno contento sin necesidad de alborotar, me parece a mí.
El tiempo se ha puesto suave. En el café decidimos ir el domingo a lo de San Miguel del Pino. El río forma arriba del pueblo una isla de la que los patos son querenciosos. Zacarías me aconseja que lleve cuarta y que al pato, particularmente si es azulón, no le tire de pico. ¡Valiente novedad! Compré un kilo de perdigón de cuarta. Esto del perdigón es una broma. ¡A 24, vamos! Dice Melecio que en la calle la Olma hay un fulano que dándole plomo lo hace barato. Pero ¿de dónde demonios saco yo el plomo?
En casa encontré a Aquilino, tan plantado como siempre. El hombre parece un general. Desde lo de la subasta le tengo atravesado. Vio la piel del zorro y me preguntó quién le había cascado. Le dije que fui yo en lo de Aniago y le conté toda la historia.
28 febrero, sábado
Ha hecho un día de primavera. Fuimos en el tren a San Miguel y de allí al río meneando las tabas. Había dos que nos tomaron la delantera y tenían los puestos al norte de la isla, pero el barquero dijo que tanto daba la parte porque la querencia varía y todo es cuestión de acertar. A la perra le imponía meterse en la barca. ¡La muy torda! Aún era temprano y la sombra de los chopos daba en el río. Tan pronto llegué al puesto coloqué unos tomillos sobre los carrizos para ocultarme y le dije a Tochano que se quitase la cazadora blanca, porque se le veía desde París. A Melecio se le ocurrió mentar al Pepe y Tochano se volvió a él cabreado y le dijo que no fuéramos a reventar la fiesta. Luego nadie mentó al Pepe, aunque todos lo teníamos en el pensamiento. Al quedarnos callados se oía la vida en cinco kilómetros a la redonda. De repente me pareció que alguien zurcía el aire con un junco, miré hacia arriba y vi un bando bueno, de lo menos trece. Venían formados como para un desfile, pero entraron tan largos que no hice ni intención. A mi derecha sonó un tiro y luego otros dos y la Doly se puso loca y tuve que zurrarla. La condenada no sabe más que correr gallos. Yo estaba como tolondro. Decididamente esto de la espera no me va. Cruzaron otros diez patos y como si nada. Me voceó Zacarías que iban a tirarse a la confluencia. Luego entraron tres rasando el agua y vacié la escopeta. Nada. Oí tirar por turno a Zacarías, Melecio y Tochano. Como voceaban, salí del puesto y me llegué donde ellos. Tochano había caído uno en medio de la corriente y estaba alborotado el gilí porque el Sol que si quieres y el agua arrastraba al pato. Azucé a la Doly, pero ni a la de tres. Acabamos desamarrando la barca y perdimos tres cuartos de hora. Era un azulón macho de una vez. A poco entró un bando a huevo y Melecio descolgó uno. Andábamos cobrándole sin ninguna precaución y bajó otro donde el muerto. Tiramos todos a placer y allí quedó el cipote sin menear una pluma. Luego nos sentamos a comer y Zacarías dijo que el crepúsculo era la mejor hora, pero cuando el río se llenó de sombras, no se oía más que el viento en los carrizos. De retirada tumbé una gallineta y poco más arriba, ya sin luz, un cagaaceite. En la estación echamos a dedos y me cayó el lote de la gallineta. Lo siento porque estos bichos son tan duros como burros. Al llegar a casa le pregunté a la madre si había habido algo y ella me dijo algo de qué. Me cabreó la salida, porque la verdad es que ni yo mismo sé lo que quiero.